martes, 2 de junio de 2020

El fascismo de VOX

Aunque es verdad que el término "facha" forma parte, desde hace mucho, del vocabulario de los españoles —igual que "rojo", aunque ahora quienes gustan de utilizarlo prefieren otros, más adecuados a los tiempos, como "socialcomunista" o "bolivariano"— y que se emplea con prodigalidad en el debate político, y no digamos en el de taberna, si es que no se han convertido en lo mismo, así como su versión expandida "fascista", normalmente entre signos de admiración, vengo observando cierta reticencia a aplicarlo a las formaciones políticas con las que, me parece, resultaría adecuado hacerlo. Muchos intelectuales y politólogos lo sustituyen por otras expresiones más finas, más intelectual y politológicamente apropiadas, como "ultraconservadurismo", "populismo de derechas" u otras aún más alambicadas, como "ultraliberalismo nacionalista". Parece como si diera un poco de reparo llamar a las cosas —en este caso, a un partido— por su nombre; como si asustara el término, que nos remite, dicen, a banderías, guerracivilismos y crispaciones. Pero no. Es muy fácil: VOX es fascista. Si todos (incluyendo a los de VOX) lo repitiéramos cinco minutos al día, como un ejercicio de respiración o un mantra védico, veríamos las cosas más claras, y ver las cosas más claras, aunque puede resultar doloroso, siempre ayuda a solucionar los problemas. Repitamos todos, pues: VOX es fascista, VOX es fascista, VOX es fascista. Y lo es como el PP es conservador, ERC, independentista, el PSOE, socialdemócrata y Podemos, comunista. No pasa nada. Así son las cosas. Claro, VOX no es fascista como lo eran los partidos fascistas de entreguerras, igual que Podemos no es comunista como los comunistas que asaltaron el palacio de Invierno. El tiempo pasa —tiene esa mala costumbre— y las sociedades cambian. Pero es fascista —sigue siéndolo— porque su ideario y su acción política, moldeados para adecuarse al mundo presente, abrazan y reproducen la ideología del fascismo. El fascismo de la porra y la pistola, el fascismo antiliberal y antidemocrático, el fascismo totalitario —el fetén, el de toda la vida: el mussoliniano, que en España se materializó en la Falange, aliada crucial de Franco, a la que este hizo desaparecer por el taimado procedimiento de absorberla— ha evolucionado en un punto asimismo crucial: ya no rechaza la democracia ni el sistema parlamentario, por lo menos formalmente. Al contrario: ha sabido utilizarlo para crecer. La saga Le Pen, la más linajuda del fascio en Europa, fundada por un torturador con aspecto de pirata, lleva décadas sumando votos en Francia, y en alguna elección ha estado muy cerca de constituir un candidatura seria a la presidencia de la República. En España hemos ido, como casi siempre, con retraso. Tras la muerte de Franco, el fascismo se refugió en el transformismo propiciado por la Transición —las camisas azules de toda la vida se blanquearon a la velocidad del rayo— y en grupos y grupúsculos más o menos ortodoxos, de los que Fuerza Nueva —aquella caterva de mamporreros catoliquísimos que, cuando atizaban a los estudiantes o a quien tuviera la mala suerte de pasar por allí, lo hacían al grito de "¡Viva Cristo Rey!"— fue el más adelantado. Pero el fascismo como movimiento político, como impulso social (retrógado, pero impulso), incluso como actitud vital, se acomodó —y se camufló— en el Partido Popular, que ha sido el único partido derechista que ha habido en España hasta la aparición de UPyD y, poco después, de Ciudadanos y VOX; es decir, lo ha sido durante treinta años, como mínimo, sin competencia. No es casualidad que el fundador del partido, entonces con el nombre de Alianza Popular (que se presentaba a las elecciones con lemas tan patrióticos como "España, lo único importante"), fuera un exministro de Franco, que se había sentado con él, en el consejo de ministros, cuando seguía encarcelando a opositores y firmando sentencias de muerte. La exclusividad en la representación nacional de la derecha ha permitido al PP acoger en su seno a las variadas familias del conservadurismo patrio, desde los democristianos hasta los ultras, como los que ahora militan y votan a VOX. De hecho, VOX es una escisión del PP: no orgánica (aunque muchos de sus dirigentes, como Abascal, Espinosa de los Monteros o Ignacio Garriga, han sido militantes del PP), pero sí ideológica. Muchas de las barbaridades que sueltan los gerifaltes y monaguillos de VOX a troche y moche las he oído, a lo largo de los años, en boca de dirigentes peperos, como Jaime Mayor Oreja, Alejo Vidal-Quadras, Ángel Acebes, Maite Pagazaurtundúa, el indescriptible Miguel Ángel Rodríguez (ahora rescatado del ostracismo para hacer de alguien como Isabel Díaz Ayuso la lideresa cuqui en la que, sin duda, se está convirtiendo) o el propio e inolvidable José María Aznar. Este fascismo acurrucado en las entretelas de los conservadores patrios no es que pasara inadvertido, pero se sobrellevaba sin demasiada alarma, porque se entendía el peaje que había que pagar por que el PP hubiese llevado al redil de la democracia parlamentaria a los más ultramontanos de la derecha. Pero la brutal crisis de 2008 —a la que, aun sin haber cesado, se ha sumado la del coronavirus— y el crecimiento internacional del "populismo de derechas", que ha propiciado, entre otros males, el bréxit, los triunfos electorales de Trump, Bolsonaro y otros mequetrefes menores, pero no menos dañinos, como Rodrigo Duterte en las Filipinas, y la asfixiante progresión de los nacionalismos en el planeta, ha hecho aflorar —e individualizarse— a VOX. Lo más preocupante de este hecho es que se ha producido por mecanismos democráticos, esos mecanismos que el fascismo ha sabido asumir, en la medida en que lo beneficiaban, y utilizar en su provecho: VOX obtuvo 3.300.000 votos en las últimas elecciones generales. Dicho de otro modo: 3.300.000 compatriotas han votado a un partido fascista. Eso es lo realmente sobrecogedor: que más de tres millones de vecinos nuestros se hayan decantado por la barbarie que representa la ultraderecha. Abascal no es el problema; de hecho, Abascal es una nulidad intelectual y un gestor público insignificante (salvo para trincar un buen sueldo en una fundación sin cometido en la que lo enchufó nuestra Churchill de Moratalaz, Esperanza Aguirre). Tampoco lo es Ortega Smith, el exmiembro de los grupos de operaciones especiales del ejército, más torpe aún con la palabra que con el gatillo. Ni ese matrimonio terrorífico, compuesto por un promotor inmobiliario, el espinoso Espinosa, también llamado Iván el Terrible (aunque sea clavado a un gnomo de jardín), y una arquitecta falsificadora, Rocío Monasterio, la Morticia Adams de la política española. Ni el exfalangista Buxadé (en su doble vertiente de candidato por Falange Española de las JONS y por Falange Española Auténtica). El problema son quienes les votan. Como los que votan a Trump en los Estados Unidos o a Bolsonaro en Brasil, o votaron a Berlusconi o a Jesús Gil en el pasado. A estos, a los votantes, es a los que hay que intentar hacerles comprender que su opción es inmoral y conduce al desastre. Siempre he sospechado que las preferencias políticas, como las que sentimos en los demás ámbitos de la vida, no son tanto una decisión racional como emocional. Votamos a los que votamos no porque nos hayamos informado bien sobre el programa de cada cual y hecho después un análisis frío de sus ventajas o inconvenientes, del que haya resultado una conclusión juiciosa y motivada, sino porque nuestro voto expresa una adhesión, digamos, existencial. Y los partidos fascistas, como VOX, ofrecen seguridad a sus votantes, un valor muy socorrido siempre, pero sobre todo en tiempos de dificultad. Ofrecen más que seguridad: ofrecen certidumbre, jerarquía, totalidad. Creen en todo aquello, firme y cerrado, que consuela del miedo de vivir (del miedo a la liberad, como decía Fromm) y casi del miedo de ser; en todo aquello que nos refuerza como grupo, o más bien como rebaño, apeñuscados frente a los desafíos de los lobos, que son siempre otros: los extranjeros, los raros, los distintos, los desconocidos. Creen en la patria, única, sagrada, indivisible, anterior y superior al Estado (y a la Constitución), históricamente indubitable y orgánicamente inmanente. Creen en las fuerzas de seguridad y el Ejército, que representan el bien sin fisuras, el orden que nos protege, el brazo armado de la comunidad, y que obedecen a estrictas jerarquías piramidales, sometidos a un riguroso principio de disciplina (y creen, por consiguiente, en las armas, metáfora viva de la seguridad que ansían). Creen en la religión y, en el caso español, en la Iglesia, que traslada al mundo ultraterreno el orden deseado en la Tierra: un padre que cuida de sus hijos y lo rescata de la muerte (aunque haya sido este mismo padre el que la haya creado), y en la moral católica, que da a cada cual su papel en esta vida —un papel inmodificable— y la certeza de que, si lo desempeña bien, obtendrá el premio de la felicidad: temporal in hac lachrymarum valle y eterna en el más allá. Creen en la tradición —desde la caza a los toros, desde las fiestas populares a las procesiones de Semana Santa—, porque la tradición consolida el ser, petrifica el tiempo: vuelve absoluto lo que solo es transitorio. Creen, en fin, en todo aquello que es único, recto, sólido, cierto, estable, normal. Porque, más allá de esos círculos amigos, de los que importa más la protección que nos dan que las limitaciones que nos imponen, están las tinieblas exteriores: lo desconocido, lo inseguro, lo cambiante, lo diferente, lo incomprensible, lo impuro, lo provisional. El fascismo es una cuestión de actitud, de configuración psíquica, de necesidad vital. VOX es fascista porque condice con esa actitud, se adecua a esa configuración y satisface esa necesidad. Y, así, igual que hicieron sus predecesores históricos —Mussolini et al—, aunque ahora acomodados a las formas de la democracia liberal y bien trajeados —las corbatas de Espinosa de los Monteros son espectaculares; aunque a Abascal, que se machaca cada día en el gimnasio, cuando no está montando a caballo, los músculos siempre parecen a punto de reventarle la americana—, defiende la patria y la raza, el militarismo y el apego a la cadena de mando (siempre que sea él quien mande; si no, como ahora, agita a las policías contra el gobierno felón), el antintelectualismo y el corporativismo (que hoy se plasma, entre otras cosas, en una vigorosa defensa del estado unitario); y rechaza cuanto establece su eje en una colectividad dinámica, pluriforme, incontrolable, que no obedece a unas pautas herméticas de funcionamiento, sino que fluctúa impulsada por los latidos de la realidad social, los avances del conocimiento y la conciencia pública, y la percepción de la injusticia y la desigualdad. También afirma el monólogo, que transmite seguridad, frente al diálogo, que introduce dudas, y lo hace por varias vías: utilizando una violencia verbal extraordinaria —en la que predominan el disparate y el insulto, del que cada día nos dan nuevos ejemplos—, que acalla, o pretende acallar, a quienes disientan; rechazando a los medios de comunicación que le sean hostiles o siquiera incómodos, convencidos de que, si se hace oídos sordos a su discurso, se refuerza el discurso propio; y utilizando los medios de comunicación de que se dispone —las redes sociales, fundamentalmente— como armas de combate: sembrando falsedades, manipulando informaciones, agitando miedos, excitando las pasiones reptilianas de los seres humanos. Trump ha sido en esto un modelo inmejorable. Yo no tengo ninguna duda: VOX es un partido fascista y, como tal, depositario de una de las ideologías más cafres, más nefastas del siglo XX, hoy tristemente reencarnada en movimientos populistas y ultraconservadores a lo largo del globo. VOX, repito, es un partido fascista. 

4 comentarios:

  1. Parece mentira que no lo entiendan. Con los buenos diccionarios que hacían. Un fuerte abrazo.

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  2. Es inútil razonar con Ud. Es un prejuicio andante.

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  3. Estimado anónimo:

    Hago una excepción al principio que mantengo en este blog de no publicar comentarios anónimos para responder a su mensaje.

    ¿Por qué no lo intenta? Razonar, digo. Entiendo que le resulte mucho más tranquilizador decidir, de entrada y sin más consideración, que es inútil hacerlo, porque eso le exime , precisamente, de argumentar su discrepancia y razonar sus juicios, pero estoy seguro de que, si quisiera hacerlo, en lugar de refugiarse en la comodidad del veredicto dictado antes de cualquier debate contradictorio, muchos, yo el primero, se lo agradeceríamos. Porque así tendríamos ocasión de comprobar que los partidarios de VOX no se limitan a insultar (irracional y prejuicioso, antes de emitir una sola idea, ya son buenos comienzos en este sentido), sino que son capaces de eso que tantos echamos de menos en su partido: sensatez, cacumen, empatía, humanidad. Aunque le advierto que, si se decide a hacerlo, como me gustaría, no volveré a admitirlo anónimamente. Piense que, si tiene Ud. la decencia de debatir con nombre y apellidos, todos podremos reconocer y atribuirle el mérito de los argumentos que emplee.

    Le agradezco mucho su atención. Reciba un saludo cordial.

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  4. Eduardo: siempre donde hay que estar. Muchas gracias.

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