jueves, 2 de julio de 2020

El rey campechano

Al rey campechano lo conocí una vez, en toda su campechanía. El año en que Francisco Umbral había obtenido el premio Cervantes, la Casa Real nos invitó a los ganadores del premio Adonáis de poesía a asistir, como representantes del "mundo de la cultura", a la recepción que se daba en su honor en el Palacio Real. Nunca me he hecho ilusiones: sé que estábamos allí para hacer bulto. Otros años los representantes del mundo de la cultura serían los ganadores del premio Planeta, que ya me diréis. Se trataba de que los nobles salones del Palacio no aparecieran desangelados, como si el magno acontecimiento no interesara a nadie. Pues bien: allí estuvimos los poetas (y otros), a pie firme, varias horas, beneficiándonos de un destacable yantar (alguno se apostó a la puerta por la que salían los camareros con los canapés, con la indisimulada intención de ser el primero en trincarlos y no correr el riesgo de que la bandeja con los más apetecibles le llegara luego vacía) y viendo a los prebostes de la cultura, la política (Luis Alberto de Cuenca departía con José María Aznar...) y la monarquía. Y allí estaban todos, antes de caer en sus respectivas desgracias: Urdangarín, el yernísimo apandador, cuya mano estrujadora todavía revelaba su pasado balonmanero (y cuya fortaleza era una metáfora del vigor con el que atraparía comisiones y contratos indebidos); las infantas: la de naranja, la abnegada esposa del atleta mangante, y la de limón, taurina y amazónica; y Él, naturalmente, derrochando campechanía. Yo lo veía en el centro de sucesivos corrillos, contando chistes muy animadamente y soltando carcajadas. Aunque Pureza Canelo, otra de las invitadas, me animaba a sumarme a alguno de aquellos conciliábulos y participar de sus risas, no me animé a hacerlo. Me daba cosa. Veía a los que estaban con él y no me gustaba: todos lo rodeaban como se rodea al más popular de la fiesta, con una sonrisa petrificada en la cara, pendientes de cualquier cosa que dijera, por idiota que fuese, encantados de compartir aquel momento con quien nos había salvado de Tejero y sus energúmenos, y que era, además, tan campechano. Siempre me ha maravillado la inatacabilidad del rey durante aquellas décadas. Y por inatacabilidad no solo me refiero a su inviolabilidad constitucional —que también: se trata de un residuo medieval, impropio de una sociedad democrática—, sino a la pétrea coraza que rodeaba su figura. Era imposible criticarlo públicamente: los medios de comunicación lo elogiaban sin tasa y, cuando no, se plegaban a una muy aséptica información oficial. La clase política, con muy escasas excepciones en la izquierda, veneraba su figura, y todo eran siempre parabienes y agradecimientos. Y la población en general, es decir, nosotros, nos conformábamos con alguien no muy lúcido ni brillante, pero a quien veíamos con un pacificador, o un normalizador, que había ahuyentado los miedos a un nuevo enfrentamiento civil. Nadie investigaba nada, ni rascaba nada, ni decía nada. Y era lógico: quien le tocara un pelo al rey o a cualquier de los privilegiados miembros de su familia se arriesgaba a una querella que lo empapelaba hasta la asfixia y podía incluso llevarlo al trullo. El hecho de que Juan Carlos hubiese sido ungido como sucesor por un dictador sanguinario como Franco, a quien le bailó el agua durante décadas, no se le tenía en cuenta. Su inveterado compadreo con las monarquías árabes, algunas de las más repugnantes del planeta, se entendía como una inteligente medida de política internacional, que garantizaba jugosos beneficios a las empresas españolas (y también al propio bolsillo del monarca, pero eso, aunque se sospechara, nadie habría osado denunciarlo, y solo se ha sabido años después). También era conocido que Juan Carlos, continuando una viejísima tradición borbónica, era un adúltero contumaz, y que su matrimonio solo tenía un sentido institucional. Esto pertenecía a su estricto ámbito personal, es cierto, pero era denotativo de una forma de proceder que necesariamente tenía que afectar a su desempeño público, como por fin se ha visto: cayó en desgracia, precisamente, cuando andaba por Botswana de picos pardos (y elefantes abatidos); y la caída, de madrugada, al levantarse de la cama que probablemente compartía con la princesa serenísima Corinna zu-Sayn Wittgenstein, fue literal: se partió la cadera izquierda. Pero nada de todo esto preocupaba. La figura del rey era sagrada, un tótem, un tabú y, como todos los tabús, inviolable. Hasta que la conjunción de la crisis de 2008, que exasperó a los ciudadanos, y los devaneos de un monarca que quería ser joven otra vez, o acaso recuperar la vida gastada en una labor ardua —regir España siempre ha sido una tarea de titanes— para la que no estaba ni preparado ni llamado, rompieron la armadura que lo protegía y lo dejaron a merced de los lobos. La misma ferocidad con que se le había amparado, haciéndolo inaccesible a la crítica y a toda oposición política, se aplicó a partir de entonces a derribarlo. El español es un ser que conoce poco el término medio. Y, en las mentes unidimensionales, con la cerrazón con que se defiende una cosa se defiende también la contraria. Hoy es raro encontrar a quien lo apoye. Más aún: se ha convertido en objeto de chanza. Hasta los más acérrimos partidarios de la monarquía lo han borrado de su agenda. Su propia familia, o lo que queda de ella, le ha dado la espalda, y hasta le ha retirado la asignación que recibía del presupuesto de la Casa. Pese a ello, no se puede decir que malviva, porque para eso se ha labrado un patrimonio cuantioso a lo largo de los años, pero anda por ahí, fugitivo y demacrado, al cobijo de unos pocos amigos leales, armadores mallorquines o dueños de resorts de lujo en la República Dominicana. Aunque ya me gustaría a mí estar demacrado en un resort de lujo en la República Dominicana. Desde aquel fatídico 13 de abril de 2012, en que dio con sus regios huesos en el suelo, tras una noche de amor con una Corinna que acabaría costándole la corona, prologado por el asunto Noos, que había empezado a agrietar el hasta entonces granítico edificio de la monarquía, ha salido de todo: los negocios pegajosos con los jeques saudíes (el primero de los cuales se remonta a los primeros años de la democracia, cuando se pactó que Juan Carlos cobrara una comisión de uno o dos dólares por cada barril de petróleo comprado por el Estado español a los países árabes, lo que le ha supuesto una fortuna incalculable), las donaciones multimillonarias a las amantes y a sus descendientes, provenientes de comisiones hediondas, las fundaciones oscuras y las cuentas opacas, además de un larguísimo sainete de amantes y barraganas, para alguna de las cuales —y aquí aparece de nuevo la inigualable Corinna— llegó a habilitar una casona, muy cerca de la Zarzuela, en una versión de alto standing del castizo: "¡Te pongo piso!". Tras casi cuarenta años de respeto reverencial, la mierda brota de la figura del rey emérito como un géiser. Roto el pacto de silencio sellado a su alrededor, la realidad asoma con su rictus tenebroso. ¿Pero qué esperábamos? ¿Que no fuera así? ¿Que el Rey demostrara que el poder —vitalicio e inatacable— no corrompe y que alguien con tanta capacidad de influencia, además de tanta campechanía, se abstendría de utilizarlo en su favor y en el de los suyos? Soy partidario de que se denuncien y se castiguen todas las malandanzas del emérito, sobre todo aquellas que han repercutido en la hacienda pública, que me imagino serán casi todas (aunque los partidos dominantes han demostrado ya varias veces que no están dispuestos a facilitarlo), pero no puedo evitar que me sobrecoja la saña con que la opinión pública se ha volcado contra él, una crueldad análoga a la que el amante despechado suele ejercer con quien ha sido durante mucho tiempo el objeto de su amor, y que me dé, incluso, alguna pena. No debería ser así, porque el emérito se beneficia de unas leyes creadas para preservarlo de cualquier mal y goza de una jubilación, pese a todo, mucho más dorada de lo que jamás será la mía, si es que llego a disfrutarla. Además, cada vez que pienso que, si yo le defraudo un euro a Hacienda, me caerá un puro del copón, pero que él puede haberse pasado la vida estafando a todo el mundo millones de euros sin que se le pueda cursar ni una multa administrativa, y me enciendo. Pero la compasión no conoce de razones. En fin, ya se me pasará.

3 comentarios:

  1. Hola Eduardo,

    comparto contigo ese sentimiento bipolar hacia ese señor emérito, gastado, cojo, lastimero incluso, y con cara de bobo que antaño luciera incluso apuesto.
    También creo que nunca hubo de figurar pero que entre falsos demócratas y militares ahí nos lo endosaron. Al final, un poco de justicia cósmica y mucha vergüenza para él. La misma que deberían sentir los que le refrendaron y autorizan aún al hijo.
    Yo, como tú, espero que ese rayo de compasión me dure poco y deje de ver al anciano indefenso que oculta al crápula y al cínico.
    A la quinta fosa!

    T

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  2. No es del todo cierto que hubiera un pacto de silencio en torno el rey. Hubo denuncias y algunas muy duras como la que hizo Mosterín, y nada menos que en “el país“, de la ominosa cacería del oso Mitrofán. Y algún libro se ha publicado (García Abad: «La soledad del rey») con el relato de pormenores que ahora parecen nuevos. Estoy de acuerdo —“compatizo”— con la música de fondo: espejo de lo que somos, la caída del Borbón bribón bajo el escarnio nos obliga a mirar con piedad lo que se ve, salvo que dejemos crecer en algún parte de nuestra alma social la mueca letal del autodesprecio. Mis saludos.

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