jueves, 24 de diciembre de 2020

Cosas que pasan por Navidad

Hoy, cuando estaba en el jacuzzi del gimnasio, recuperándome de una despiadada sesión de spinning, una señora, septuagenaria, que había pedaleado conmigo, me ha dicho al meterse en el agua: "¡Vengo a interrumpir tu soledad!". Y yo he pensado: eso es lo que me gustaría que me pasara en la vida: que alguien viniera a interrumpir mi soledad.

Por la tarde, un viejo amigo y poeta, al que había invitado a pasar la tarde en casa compartiendo un buen Cardhu, se ha marchado intempestivamente porque se ha sentido atacado cuando otro contertulio y yo le hemos dicho que nos parecía una chorrada que afirmara que los alienígenas habían venido a la Tierra y modificado el ADN del ser humano para que adquiriese el lenguaje. Ha sido devastador comprobar que alguien a quien quiero bien, con el que he compartido muchas cosas buenas y que ha sido siempre confidente y compañero, era incapaz de aguantar un crítica y, peor aún, de deslindar el juicio que me merecían algunas de sus ideas de la consideración que le tenía como persona. Pero también ha sido entristecedor constatar la expansión que conocen, en esta era infausta de Internet, el pensamiento conspiranoico y las teorías disparatadas, incluso entre gente leída y en apariencia sensata. Su marcha aumentará mi soledad, pero acaso ese sea el precio que haya que pagar por mantener cierta dignidad intelectual y algún respeto por uno mismo.

El otro día fui a cortarme el pelo, pero descubrí con amargura que la peluquería en la que me había acostumbrado a hacerlo, había cerrado. Opté entonces por otra cercana, cuyo nombre semipijo, fachada de muchos colorines y aspecto modelno no auguraban nada bueno. A mí me gustan los establecimientos clásicos, con su barra giratoria de rayas rojas y blancas a la entrada, y una buena ristra de colonias para caballero en los estantes al lado de los espejos de azogue un poco picado; pero locales así han desaparecido de Sant Cugat y casi de todas partes. No obstante, el lugar prometía un corte rápido y no muy caro, y me era urgente cambiar de aspecto: parecía un híbrido de Moisés y Papá Noel. Me atendió un italiano licenciado en Filología Hispánica que lo primero que hizo fue ponerme unas pinzitas en las greñas para poder difuminarme los costados (difuminar es cortar a lo izquierda abertzale: ralo a los lados y poblado en la cresta). La cosa no podía empezar peor: verme con aquellas tenacillas en la cabeza me ofreció una imagen poco halagüeña de mí mismo. El italiano me aplicó luego la maquinilla con sañuda diligencia, mientras la recepcionista vino a contarme, muy animada, que se había separado en febrero y que había tenido varias aventuras, incluso con gente más joven al decir esto, su expresión cobraba tintes de sorpresa y una pizca de autosatisfacción. Ya esquilado, el italiano me sugirió hacer las orejas, a lo que yo, incomprensiblemente, accedí. Es cierto que, con los años, los pelos que me asoman por las orejas (y la nariz) se parecen mucho a las cuerdas de una guitarra, y que brego por tenerlos a raya, no siempre con acierto: a veces me agujereo el cartílago y otras no llego a la raíz del pelo, que vuelve a salir pronto, con exuberancia tropical. Por eso, aunque sin reflexionarlo demasiado, pensé que a lo mejor allí podían atacar el problema con más ciencia que yo. Y vaya si lo atacaron. Una joven muy dicharachera me metió en un cubículo que parecía un quirófano, me aplicó cera, luego me la arrancó y por fin estuvo torturándome con unas pinzas, con las que rebuscaba afanosamente en el oído; llegó hasta la cóclea, creo. Si esto es lo que hacen las mujeres (y los hombres) para dejarse las piernas, las ingles (¡ay!) o el cuerpo todo sin sombra de vello, los compadezco. Yo salí del local rasurado, difuminado, despellejado y algo confuso, pero contento de sentir el viento en la cara, que me refrescaba. Además, oía mejor.

Con la Navidad llegan las felicitaciones de Navidad, como con la primavera llegan las golondrinas y la obligación de declarar la Renta. La primera me llegó este año el 3 de diciembre: una bonita cançoneta de Nadal ['cancioncilla de Navidad'], que celebra el hecho simpar del nacimiento de Jesús (que, si es que nació, algo que no está claro, no lo hizo en diciembre, sino en verano), compuesta por un compañero poeta: hay quien quiere adelantarse a las aglomeraciones de estas fechas tan señaladas, como el Corte Inglés quiere ser siempre el primero en anunciar que ya es primavera, o cualquier otra estación. Luego me han llegado algunas más una, más bien adusta, de otro compañero en la poesía, que se limita a felicitar el nuevo año en varios idiomas, entre los cuales el italiano de su actual compañera ha sustituido al francés de su ex; otra, tan católica como la cancioncilla, pero mucho más elaborada: un soneto en el que aparecen ángeles, el pueblo de Ein Karem y el anciano Zacarías— y pronto el correo y el móvil se inundarán de deseos de paz y felicidad, muy parecidos a los que, exactamente hace un año, nos auguraban un dichoso 2020. Aquellos votos no fueron muy atinados. A ver si estos resultan un poco más certeros.

Me llegan también manuscritos de amigos y conocidos, muchos, que me piden que los lea. Necesitan una visión ajena que reafirme su confianza, consejos sobre la editorial en que podrían publicarlos, correos electrónicos o números de teléfono de otros escritores, sugerencias, correcciones, prólogos, ánimos; compañía, en suma. Escribir es una tarea esforzada, ingrata y solitaria, que uno ejecuta siempre con el temor de que lo que ha escrito sea una mierda. Y ese miedo no se desvanece siquiera con la publicación del libro. La mirada del otro es tan fundamental como la mirada del amante: aunque nos critique, nos acaricia; aunque nos enmiende, mitiga la duda; aunque cese, nos ha vivificado. Yo procuro leerlos todos con espíritu crítico, pero también con compasión. La que espero que tengan los demás conmigo.

Otra consecuencia de la Navidad son las listas, esas listas de los mejores libros del año, de los espectáculos más vistos, de los calzoncillos más vendidos. Las listas que estabulan y tranquilizan. Las listas que, al cabo de un año, cuando arriba la siguiente, parecen documentos arqueológicos, paleografía indescifrable. No obstante, cuánto complace aparecer en ellas; cuánto deseamos ese reconocimiento estadístico. En la de los cincuenta mejores libros del año de El País de hoy, el ganador ha sido Un amor, de Sara Mesa, que no he leído, pero cuyo reconocimiento me complace: la autora escribe bien y piensa bien: me cae bien. El primer poemario de la lista es Confía en la gracia, de Olvido García Valdés, en un meritorio cuarto lugar. Pero el siguiente ya no asoma hasta el puesto 33: La rama verde, de Eloy Sánchez Rosillo. (Los dos, por cierto, publicados por Tusquets). Y luego ya solo hay mujeres poetas en inglés: Anne Carson, Jorie Graham y Sylvia Plath (con un clásico, Ariel, ahora con una nueva traducción, de Jordi Doce). Y yo me pregunto, entre otras cosas: ¿solo ha habido dos libros de poesía excelentes escritos por autores españoles en 2020?

Llueve. Llueve como en Inglaterra: con paciencia, con denuedo, como si el cielo no sirviera para otra cosa, como si no pudiese haber otra cosa que lluvia. El cielo es una llanura gris, sin fisuras ni convólvulos: todo es nube. Y el agua difumina los perfiles: los edificios se reblandecen por su mano fluida; el aire se encharca; los árboles se visten de oscuras transparencias. El horizonte se funde con esta borrosidad tumultuosa y desaparece: ahora es un hueco, una intuición. Los coches que pasan, chapotean. Los pájaros no vuelan: se empapan de chaparrón entre las hojas. Un ciclamen de la terraza, resucitado por la mojadura, ha enderezado los tallos genuflexos. El ejército de las gotas ocupa el mundo y difunde un vaho plomizo, que se mete en los ojos y los tabica. La luz, melancólica, no existe. Llueve. Llueve. No deja de llover.

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