El Estado norteamericano de Georgia ha sonado mucho estas últimas semanas. El ajustado escrutinio en las elecciones presidenciales, plagado de suspense, lo ha llevado a todos los noticiarios del mundo. De hecho, aunque el voto, alabado sea el Hacedor, se ha decantado por Joe Biden, el suspense aún ha concluido, porque la elección de los dos senadores del Estado —de la que depende la mayoría en la cámara alta estadounidense y, por lo tanto, la posibilidad de que el nuevo presidente pueda aplicar con libertad su programa o lo vea bloqueado por los republicanos— se ha de repetir en enero. Georgia es conocida universalmente por dos hechos: el primero, la novela Lo que el viento se llevó, de Margaret Mitchell, llevada al cine por el mítico Clark Gable y la no menos legendaria Vivien Leigh, que relata las peripecias y amoríos de unos personajes sacudidos por la Guerra de Secesión americana, y la destrucción de su capital, Atlanta, en 1864, a manos del general Sherman, que había derrotado al confederado Hood tras un largo asedio; el segundo, los Juegos Olímpicos celebrados en Atlanta en 1996. Hay, al menos, otros dos hechos relevantes en la historia del Estado: haber sido el lugar de nacimiento de Martin Luther King, uno de los adalides de la no violencia en el siglo XX, y ser también el lugar donde está enterrado, en un apacible y austero mausoleo; y acoger la sede de la Coca-Cola, durante mucho tiempo la imagen prototípica del capitalismo moderno. Martin Luther King y la Coca Cola: dos extremos de una misma nación; dos formas antagónicas (¿o no?) de ser americano. Yo viví en Atlanta entre 1979 y 1980, con una familia estadounidense (bueno, con dos: la primera me echó a los pocos meses), cuando tenía diecisiete años. Pese al tiempo transcurrido, conservo buenos amigos en la ciudad y, en general, en el país, a donde he vuelto varias veces. Recuerdo que lo primero que me atrajo de aquella Atlanta de 1979 era el poderío de la clase media. Yo venía de una familia humilde, mejor, proletaria, tres de cuyas generaciones vivíamos en un pisito de antes de la guerra (la nuestra), de 55 m2, sin coche y con pocos ahorros. La familia con la que viví más tiempo en Atlanta, formada por un administrativo (hijo de una emigrante sueca de los años 20 del siglo pasado) y una maestra, tenía una casa de tres plantas en el bosque, dos coches y todos los electrodomésticos imaginables (e incluso algunos que ni siquiera sabía que existían), además de una cabaña de vacaciones en uno de los muchos lagos del norte del Estado. Y más o menos así vivían todas las personas del barrio: con unas comodidades dignas, a mis ojos, del sultán de Brunéi. Aquel lujo me fascinaba. Claro que no todo el mundo era tan acomodado. De hecho, la mayoría de la población de Atlanta, negra, vivía en condiciones mucho peores, y un porcentaje alto, en la pobreza. Eso no se reflejaba en mi mundo cotidiano: no recuerdo a ningún vecino de color en el barrio y apenas a un puñado de estudiantes afroamericanos en el colegio, un instituto público de millar y medio de alumnos. Tampoco había profesores negros. Quien más se acercaba a serlo era el profesor de carpintería y entrenador del equipo de fútbol, que era jamaicano y morenito (y que había jugado en sus años mozos en la selección nacional de Jamaica, guau). Pese a la blancura predominante, bastaba con alejarse un poco del vecindario para que la mayoritaria población negra asomase por todas partes —aunque siempre en los oficios más modestos: camareras, barrenderos, conductores de autobús, vendedores de perritos calientes; también los mendigos eran indefectiblemente hermanos— y, sobre todo, cuando iba uno al downtown, cosa que hice en varias ocasiones, sin miedo, pero con alguna cautela. El centro de la ciudad estaba presidido por el imponente edificio tubular del Peachtree Plaza Hotel, a cuya planta superior, donde había un restaurante con unas vistas fantásticas, se accedía por un ascensor que no subía por el correspondiente hueco, sino por unos raíles en la pared. Aquel fue otro lujo que me fascinó. En Atlanta subsistían algunas mansiones prebellum, esto es, de antes de la guerra (la suya), esos edificios a medio camino entre el Partenón y el caserón colonial, llenos de verandas, enrejados y columnatas, como los que aparecen en Lo que el viento se llevó o la más reciente, tarantinesca y tartarinesca Django. No eran muchas —las que habían escapado a la destrucción de Sherman, que era muy meticuloso destruyendo—, pero sí suficientes para que me hiciera una idea de la opulencia esclavista que una vez caracterizó a aquellas tierras. También era divertido, aunque por razones muy distintas, el museo de la Coca-Cola. El famoso brebaje había sido inventado, con fines medicinales, por un farmacéutico de Atlanta, John Pemberton, y en la ciudad se estableció la compañía que lleva explotando su éxito desde 1886. En un pequeño cine del museo no dejaban de proyectarse los maravillosos anuncios de la bebida (siempre me ha dado rabia lo bien hechos que están) y en una sala, que se me antojaba paradisíaca, una hilera de caños regalaba, ilimitadamente, los diferentes productos de la empresa: coca-cola, fantas de todos los sabores, sprite y un largo y carbónico etcétera. Uno abría la boca debajo de la fuente y el líquido caía gloriosamente en ella, como la delicia del vino de la jarra agujereada en la del Lazarillo (aunque nadie te la estampara al final en los dientes) o la leche y la miel del paraíso en las de Adán y Eva, que todavía no estaban ocupadas con morder una manzana, sin que nada más que nuestra voluntad lo detuviese. Ah, cuánto han hecho la Coca-Cola y su museo por la diabetes universal. También conocí la ciudad corriendo: al final de mi estancia, me lie la manta a la cabeza y participé, con los demás miembros de mi familia americana, en un maratón urbano, la Peachtree Road Race, que la cruzaba de un extremo a otro, aunque de maratón solo tenía el nombre: el recorrido era de diez kilómetros. No obstante la diferencia entre el nombre y la cosa, aquellos diez kilómetros se me hicieron mucho más largos que al esforzado Filípides, pero la providencia quiso que cruzara la línea de meta antes de que me sobreviniera un colapso. Atlanta aparte, Georgia es un estado precioso: rural (su sobrenombre, grabado en todas las matrículas, es the Peachtree State: 'el Estado del Melocotón', lo que indica claramente de dónde ha provenido tradicionalmente su riqueza), verde, con los Apalaches y sus soberbios bosques y lagos al norte, exuberantes pantanos al sur y la ciudad de Savannah en la costa, delicada y casi tropical, a cuyo crecimiento, a principios del siglo XVIII, contribuyó una notable colonia de judíos sefardíes. Y esta no es la única huella española de la ciudad: no lejos de donde se encuentra, quizá se estableciera el primer asentamiento europeo en territorio estadounidense, que no fue Jamestown, en Virginia, la colonia a la que se dirigieron los padres peregrinos del Mayflower, sino, casi un siglo antes, el que levantó el toledano Lucas Vázquez de Ayllón en algún lugar de la costa atlántica que hoy se reparten Carolina del Sur y Georgia (a Vázquez de Ayllón también le cabe el dudoso honor de haber sido el primero en llevar esclavos negros a Norteamérica: quería que le trabajaran las tierras, pero le salieron levantiscos y se escaparon todos). Una vez visité Stone Mountain, una de las grandes atracciones de la ciudad, un parque presidido por un enorme piedro de casi 300 metros de altura, en una de cuyas caras están grabadas las figuras a caballo de los tres líderes de la Confederación: Jefferson Davis, su presidente; Robert E. Lee, el general en jefe de los ejércitos confederados; y Thomas Stonewall Jackson, su más heroico militar, abatido por sus propios hombres en una confusa escaramuza nocturna. Es el mayor bajorrelieve del mundo y un lugar de referencia para el Ku Klux Klan, que, desgraciadamente, se refundó en 1915 en su cima, a la luz de una cruz ardiendo. Desde hace años se viene discutiendo sobre la necesidad de borrar el bajorrelieve y erradicar el pasado racista de Stone Mountain, pero las autoridades del Estado, que es conservador, y una parte no desdeñable de la opinión pública, que también lo es, se oponen a ello. De nada de esto era yo consciente cuando visité el monumento, que me pareció, como casi todo en los Estados Unidos, gigantesco y hasta sobrecogedor, y donde disfruté, como el diecisieteañero que era, comprando chucherías confederadas y paseando por las agradables praderas y arboledas que rodean al monolito. Más amable —más desprovista de connotaciones tenebrosas— fue la visita a Juliette, el pueblo en el que se filmó la maravillosa Tomates verdes fritos, aunque en la película de Jon Avnet se llame Whistle Stop. Está en el condado de Monroe, a una hora en coche desde Atlanta. Es un lugar encantador, en cuyo restaurante —el mismo en el que se desarrolla la trama— nos zampamos una hamburguesa de tres pisos y la ineludible ración de tomates verdes fritos, que, cuando están bien hechos, son deliciosos. Paseamos por sus calles, vimos el antiguo apeadero del tren y respiramos, modernizada pero no desnaturalizada, la antigua atmósfera del Sur: espesa, parsimoniosa, sensual. No sé si fui feliz en Georgia, pero sí que me divertí, que aprendí, que crecí mucho. Además, en aquella adolescencia despreocupada a uno no le importaba ser feliz, sino pasárselo bien. Y quizá ese sea el secreto de la verdadera felicidad.
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