jueves, 11 de marzo de 2021

Animales

Nuestra sociedad se está animalizando. Y no solo porque muchos de sus miembros se están volviendo unos animales, sino porque los animales están por todas partes. Cuando salgo al parque, dos especies lo han colonizado por entero: los runners (a veces en versión maquínica: patinadores o ciclistas) y los perros, paseados por sus dueños o por profesionales de la cosa. Hay quien no tiene bastante con un can, sino que necesita dos o tres o muchos: pequeñas jaurías que corretean alegremente, saltan sobre uno (el momento que prefieren para hacerlo es cuando nos hemos cambiado de camisa o vamos cargados con las bolsas de la compra) y llenan el barrio de ladridos furiosos y el parque de cagadas, que no son siempre recogidas por sus amos (me maravilla la capacidad para humillarnos que tenemos los humanos: inclinarse para recoger los excrementos de un chucho, cosa que sus propietarios —al menos, los cívicos— hacen una o dos veces al día todos los días de la vida [del perro], es una tarea objetivamente denigrante, que, no obstante, cumplen con diligencia). He dicho que la sociedad se está animalizando, pero, en realidad, lo que está es mascotizándose. La mascota, ese pedazo de naturaleza enclaustrado en nuestros reductos urbanos, despojado de su condición silvestre, enajenado y empequeñecido, servidor de nuestras necesidades (y, a veces, de nuestros más bajos instintos), se ha convertido en el rey de nuestro espacio, la demostración viva de que acatamos el mandato ecológico, que ordena el respeto visible, el amor socialmente ensalzado por la Pachamama. Y, si esto sucede —y esta es una nueva corrección a lo que he dicho de la animalización—, es porque, más en realidad todavía, estamos humanizando a los animales: los convertimos en lo que no son: en nuestros dobles, en nuestros hermanos (a pesar de San Francisco de Asís) y en nuestros hijos, a los que les asignamos una conciencia de la que carecen y unos derechos que no tienen, y de los que disfrutan solo porque nosotros se los atribuimos. Los animales son animales: están programados por la naturaleza para hacer lo que hacen y solo lo que hacen. Nada en su comportamiento excede —ni puede exceder— ese límite. Y su principal tarea es garantizarse la supervivencia. Si, tras milenios de evolución, han descubierto que asociarse al ser humano les asegura vivir en las mejores condiciones posibles (con la salvedad de los energúmenos que los maltratan o abandonan) y prosperar como especie, se asociarán al ser humano: no por amor, ni por fidelidad, ni porque sean mejores que las personas (como dicen algunos que padecen una grave tara moral, aunque tienen razón en lo que a ellos respecta: los animales son mejores que las personas que dicen que los animales son mejores que las personas), sino porque eso les proporciona un refugio y les da de comer: porque los protege de las inclemencias del mundo. Está bien que, siendo eso así, el hombre establezca una relación simbiótica con los animales y los utilice para satisfacer sus propias necesidades: los perros policía, los san bernardos rescatadores de montañeros accidentados, las palomas mensajeras, las vacas lecheras y las ovejas que dan lana, entre tantas otras especies útiles, son muy provechosos y hasta imprescindibles. Y también lo son todos esos perros que acompañan a gente sola y la salvan de la tristeza o la depresión, o esos caballos a los que montar o acariciar ayuda a gente con problemas mentales, o los gatos que... bueno, los gatos no sé muy bien para qué sirven, pero ahí siguen, tan panchos y rozagantes. De hecho, yo no he descartado tener un perro más adelante, cuando la ancianidad, que ya entreveo en un horizonte cada vez más próximo, me prive, en buena medida, del trato humano que nos acompaña cuando aún no nos hemos desecado, cuando todavía no se nos han muerto casi todos. Entonces no me quedará más remedio que recoger las cacas de mi perro, e imagino que lo haré sin pesar. Qué contradictorios somos. En cualquier caso, mis relaciones con los animales nunca han sido demasiado felices. Recuerdo en Azanuy, el pueblo de Huesca donde solía pasar los veranos de niño, el miedo que me daban los perros feroces, que abundaban, y hasta los que no lo eran tanto, pero paseaban desgreñados por todas partes, y el susto que me llevaba cuando los murciélagos salían en tromba de alguna gruta por cuyas cercanías pasaba, y los arañazos frecuentes de los gatos, y la masa apeñuscada de las ovejas que se apresuraba al establo, y la enormidad de las vacas y los caballos (y el violento repicar de los cascos de estos en las calles de piedra), y la cola de los alacranes, que se enderezaba cuando removías un terrón o un guijarro. Pero también recuerdo la violencia con que muchos campesinos trataban a las bestias: los garrotazos que les pegaban en los flancos a las mulas o los asnos para que caminaran, las patadas a los perros que molestaban, los jabalíes cazados (cuyos cadáveres sanguinolentos los cazadores gustaban de colgar de ganchos a la puerta de sus casas, para que admiráramos la hazaña), la naturalidad con la que los zagales abatían pájaros a perdigonazos, la multitud de pollos o conejos, apretados hasta la asfixia, en las granjas de cría. Aquel mundo animal, para un chico de ciudad como yo, era tan fascinante como atemorizador, pero para los aldeanos los animales solo era materia prima (como todavía son hoy los toros para los taurinos), un recurso gracias al que subsistir: en los seres irracionales solo veían una fuente de utilidad, no un compañero de vida ni mucho menos un sujeto éticamente autónomo. En casa, en Barcelona, mis padres nunca quisieron mascotas, aunque a mí no me habría desagradado probar con un perro. Daban mucho trabajo, según ellos. Yo también daba mucho trabajo, añadían, pero yo al menos no mordía los muebles ni soltaba pelo por el piso. El único animal de compañía que recuerdo en el piso en el que me crie, fue un jilguero, que cantaba menos de lo que esperábamos, pero, en cambio, se inflaba de un alpiste que no dejábamos de suministrarle. Un día se nos escapó y mis padres decidieron no repetir la experiencia. La jaulita de madera y alambre en la que había vivido aquellos pocos meses quedó vacía para siempre. Recuerdo también que, cuando les conté a mis amigos del colegio cuál había sido el destino de nuestro pájaro, uno me contestó que en su caso había sido peor: se habían olvidado de meterlo en casa una noche de helada y se había muerto de frío, y otro, que de lo que ellos se habían olvidado era de darle de comer al suyo, y que había perecido de inanición. Me temo que en aquellos tiempos la conciencia animalista era muy inferior a lo que es hoy en día. Años después, cuando ya disponíamos de piso propio, mi mujer y yo probamos a tener un cobaya para nuestro hijo Pablo, que no dejaba de reclamar un animal de compañía. Pero aquel conejillo de Indias ni daba compañía ni hacía nada: se limitaba a estar en la jaula, mirándonos con ojos indiferentes y royendo cosas sin parar, que excretaba asimismo sin interrupción. No acabábamos de entender cuál era la diversión o el aprendizaje que podía extraer Pablo de aquello. No obstante, no nos dio tiempo a entenderlo, porque el bicho se puso enfermo enseguida y, tras una rápida pero sobrecogedora agonía, un mal día apareció tieso y dejó sumido en la postración al niño, que lloró aquella pérdida como si se le hubiera muerto el abuelo. Decidimos entonces no volver a tener animales en casa y dejar que fuesen nuestros hijos los que los adoptaran, si querían, cuando tuvieran su propio hogar. No obstante, Pablo se ha adelantado y ha metido una gata en el mío. Y a mí sigue dándoseme mal tratar con cuadrúpedos: nada más verme, la gata sale corriendo. Ahora tanto ella como nosotros hemos de convivir con otro indescifrable enigma animal: en el suelo de la cocina nos aparecen cada día abejas muertas. No las vemos volar, no las oímos, no hemos descubierto ningún panal oculto, aunque hemos buscado y rebuscado por todas partes. Simplemente, aparecen muertas o agonizantes en el gres. Las abejas no son animales domésticos, pero sí benéficas y simpáticas, siempre que no las molestes. Nos duele que perezcan casi tanto como nos intriga. En Hoyos he tenido que combatir, durante años, a las avispas que se instalaban, sin invitación, en los huecos de las claraboyas. Aquí, en Sant Cugat, también he peleado contra ejércitos de hormigas que penetraban en disciplinadas filas indias por desagües y grietas, y se desparramaban después por doquier. Ahora tengo que recoger abejas muertas del suelo de la cocina. La convivencia con los humanos no es fácil. Pero con los animales también es una batalla. Al menos para mí.

1 comentario: