domingo, 21 de marzo de 2021

Trilogía 59, de Jonás Sánchez Pedrero

Trilogía 59, de Jonás Sánchez Pedrero (Rivas-Vaciamadrid, 1979), es un buen ejemplo de cierto tipo de libros que se publican en España (y supongo que en todas partes): libros magníficos, mucho mejores que la mayoría de las mediocridades que se publican en colecciones de postín, pero que pasan inadvertidos para casi todos, menos el puñado de amigos y lectores fieles que saben de ellos por otras vías que las de la difusión comercial, casi inexistente en su caso. ¿Por qué sucede así, si la calidad del texto es indiscutible? Por una suma de factores: el apartamiento físico del autor —Jonás vive en un rincón de las montañas de Cáceres—, la pequeñez de la editorial que lo acoge —Ediciones del Ambroz es un sello más que minoritario: es invisible— y la acostumbrada desidia de la crítica, que solo se preocupa por lo vistoso, por lo publicitado, por lo conocido: por lo que es fácil y no inquieta. También cuenta mucho un factor más subjetivo: que el autor quiera (y sepa) tejer una red de pleitesías y complicidades que sostengan lo que haga, diga o publique, algo que, en las comunidades pequeñas como la extremeña, sometidas, además, a fieros cacicazgos culturales, se convierte en una cuestión de supervivencia. En Jonás, salvo unas pocas lealtades firmes, asentadas en la admiración incondicional por el escritor y su obra, no hay obsecuencia alguna. A Jonás se le da especialmente mal respetar escalafones o lamer culos, aunque ello le suponga la desatención de la sociedad literaria y el olvido, cuando no la oposición, de sus mandarines y mandamases.

Trilogía 59 reúne las críticas de literatura, cine y música que Jonás ha publicado en ediciones de bibliófilo, con tiradas muy exiguas, en 2013, 2016 y 2020, respectivamente. Cada una de ellas constituye una sección del libro, y las tres cuentan con cincuenta y nueve reseñas (que el autor califica de «mentiras») y un prólogo: de Víctor Chamorro, José Camello y Alfredo Ramos, también respectivamente. Aunque se trata, pues, en rigor, de una reedición, la invisibilidad de los volúmenes que ahora vuelven a ver la luz, justifica con creces que Trilogía 59 sea considerado un libro nuevo.

Pero Trilogía 59 es mucho más que un libro nuevo: es un libro excelente. Lo hacen destacar una mirada incisiva, muy personal, y una prosa singularísima, punzante, a menudo descacharrante, que huye, como de la peste, del academicismo y la convencionalidad. Las reseñas de Jonás Sánchez Pedrero no son análisis técnicos —aunque no carezcan de información relevante para contextualizar las obras reseñadas y comprender su forma y su sentido—, ni falta que les hace. Porque contienen más verdad, son más reveladoras, que casi todas las críticas más o menos ortodoxas que uno lee por ahí. Jonás es un enjuiciador instintivo, o, como se dicen en inglés, un natural, alguien a quien el sentido crítico le viene de serie, pero que ha sabido cultivarlo en una vida de lectura y dedicación a las artes. Posee una sensibilidad inteligente, irremediablemente matizada por la ironía y el desengaño: por la sordidez del mundo. Sus juicios no son solo certeros, sino que revelan, con frecuencia, un tino pasmoso. Por ejemplo, cuando habla de Amarcord, de Federico Fellini, dice: «El reparto está clavado. Los niños tienen cara de hambre, las mujeres cara de sexo y los hombres cara de tontos». Y después remata con esta observación insuperable: «A Fellini lo que le importa es todo lo que no importa. “No tengo nada que decir, pero sé cómo decirlo”, decía. Fellini es lo que en literatura llamamos el estilo». Porque, en efecto, los mejores creadores —Proust o Juan Ramón Jiménez, un autor especialmente admirado por Jonás— han situado el estado superior de la creación en eso: decir la nada, pero decirla persuasivamente; que el relato —el poema, la película, la sinfonía— no cuente nada y, sin embargo, progrese, emocione, convenza.

La perspicacia de Jonás Sánchez Pedrero es la de un lector atento, entregado, que se sume en la lectura (y en la contemplación, y en la escucha), que la vive y la amasa y la respira, no la de un profesor ni mucho menos la de un opinador profesional. El arte es la forma que tiene Jonás de estar en la vida: plenamente, desesperadamente. Y su visión es amplia: no es sectario; le interesa todo (bueno, casi todo: Pérez Reverte, por ejemplo, no). Jonás salpimenta las reseñas, el discurso principal, de microjuicios estupendos, que trenzan con este una prosa colmada de descubrimientos y abren, sin cesar, ventanas a la reflexión. Aunque, más que juicios, lo suyo son fulguraciones, a veces de una intensidad bestial. Hablando de En el viento hacia el mar: 1959-2002, de Julia Uceda, escribe: «Uceda es una mujer octogenaria a la que ya no le duele decir “mierda”, porque sabe que la llevamos dentro y huele como la muerte. Sabe que la poesía es el arte de temblar (como decía Bergamín)». La escritura de Jonás tiene punch: siempre está tensa; nunca se amorcilla. Como debe ser. Y es indudablemente suya: no se parece a ninguna otra que conozca, aunque se nota —y él reconoce— la impronta que le han dejado algunos de los mejores estilistas españoles, como Valle-Inclán, Gómez de la Serna, Pla y, sobre todo, Francisco Umbral, cuyo Mortal y rosa, uno de los mejores libros en lengua castellana del siglo XX, reseña con devoción. Jonás no tiene reparo en crear neologismos o en ser vulgar, si eso aporta más luz, más verdad, que ser delicado. Y sabe ver detrás de lo obvio. Así empieza, por ejemplo, la reseña que dedica a El viejo y el mar, de Hemingway: «El viejo y el mar es el resumen bravucón del Moby Dick de Melville. Hemingway era más actor que novelista y más suicida que otra cosa. Su vida fue la búsqueda del momento de pegarse un tiro, porque lo de pegárselo a alguien no le iba. Era más de safari que de guerrilla. Su pose era una botella. Bebía —como decía Dostoievsky— para llorar mejor». Algo que también rezuman los trabajos de Jonás es humor, a menudo derivado de la propia acidez con que escribe, como el pino exuda una savia amarga. Leer Trilogía 59 es, inevitablemente, sonreír, aunque a veces lo hagamos con una sonrisa triste. En la reseña de Mediterráneo, la deliciosa película de Gabriele Salvatores, dice: «Cuando el escepticismo se viste de sarcasmo, adelgazas. Salvatores hace la guerra de Gila, pero en cine. Te entran ganas de dejarlo todo y pirarte a Miconos a pescar cangrejos hasta que se te caiga la piel a cachos, pero es más triste, si cabe, saber que no harás nada, mientras algún cabrón se pone cerdo a marisco “joroña que joroña”». Su implicación subjetiva en lo leído, visto o escuchado se pone de manifiesto en algunas reseñas mínimas: «¡Me cago!» es todo lo que dice al hablar de Sorgo rojo, de Zhian Yimou.

La crítica de Jonás Sánchez Pedrero tiene otras virtudes. Una de las más destacadas es su capacidad para conectar lo tratado con el mundo. No son lucubraciones aéreas, sino evaluaciones, pese a su jocundia, firmemente ancladas en la realidad: en la realidad a la que nos asoman las obras enjuiciadas y en la realidad, sin más, esa que nos rodea, se infiltra en nosotros y condiciona nuestra forma de leer (y de ver cine y de escuchar música). Si la inteligencia se ha definido como la capacidad para establecer relaciones, Trilogía 59 es uno de los libros más inteligentes que conozco, porque en él todo aparece vinculado, por asociación o contraste. En la reseña de Cuentos, fábulas y lo demás es silencio, del enorme (pese a lo mucho que le gustaban las miniaturas) Augusto Monterroso, Jonás establece un nexo sagaz entre Valle-Inclán, Tom Sharpe, Juan Gelman y el autor de «El dinosaurio». Y en la dedicada a Muerte accidental de un anarquista, de Darío Fo, escribe: «Esta obra es el esperpento valleinclanesco a la italiana, lo que Billy Wilder hizo a lo yanqui en su excelente película Primera plana, donde no falta su anarquista ni su muerte accidental. (…) El final de Muerte accidental de un anarquista es quizá una reproducción a escala del final de Irma la dulce». Los trabajos de Jonás nunca dejan de establecer paralelismos, analogías, similitudes, en una inacabable quermés intelectual. Así empieza la crítica de Trópico de Cáncer, de Henry Miller: «Trópico de Cáncer es a la novela lo que el orinal de Duchamp a la escultura. (…) Miller es un provocador que no sabe escribir, y se nota. Nadie ha sabido no escribir tan bien como él». Y todo ello articulado mediante excursos, mediante pobladas arborescencias, que dan a Trilogía 59, pese a la brevedad de la mayoría de los trabajos, una exuberancia casi selvática. La concatenación e inflorescencia de sus observaciones, no obstante, no significa desorden, sino espontaneidad asentada en un conocimiento exhaustivo del asunto o del autor tratados. Jonás estudia a fondo a los escritores de los que habla: ha leído lo que se ha escrito sobre ellos, conoce su correspondencia, si la hay, y hasta ha visto las entrevistas que les hizo Joaquín Soler Serrano en el mítico A fondo. Su prosa está trufada de ironía —que a menudo se encrespa en crítica descarnada: en sarcasmo—, paradojas (o parajodas, como decía Cabrera Infante) y juegos de palabras: «dialéctica con diálisis», «la secuela no cuela», «ágil de mente y hábil demente», mecanismos coincidentes con los que emplea en sus libros de aforismos, como Pezón, del que ya he hablado en este blog (https://eduardomoga1.blogspot.com/2018/03/pezon.html). De hecho, el fraseo de Trilogía 59 es aforístico: un encadenamiento de latigazos valorativos. En el volumen se percibe, también, un trasfondo lírico, con sorprendentes —y certeros— golpes metafóricos. Así, Rocío Jurado, a cuyo «En el punto de mira» dedica una trabajo, es «un bogavante que se convertía en mariposa como una Kafka de Chipiona». Cuando habla de la versión musicalizada por Paco Ibáñez de «Palabras para Julia», de José Agustín Goytisolo, habla en realidad de la poesía (y de sí mismo), y, al hacerlo, roza el poema en prosa: «Yo iba a que mi padre me hizo sus Palabras para Julia, y me jodió la vida. Tuvo esa delicadeza. Yo le quiero más porque no me quiso tener. Porque cuando la memoria viene con su hueco, me abrigo con aquella llama insomne, como la tinta del verso en la madrugada. He visto cosas en su silencio que no se olvidan y quería decírtelo».

Algunos rasgos caracterizan las secciones dedicadas al cine y a la música. Las reseñas cinematográficas son más largas; son textos ácidos y felices. Jonás continúa su labor arquitectónica —y a la vez ramificante— de establecer parentescos y denominadores comunes, y vincula el cine con el cómic, que también le interesa mucho, como (casi) cualquier cosa impresa, y con la pintura, en la que emerge con frecuencia la figura de Goya, aquel moderno antes de la modernidad. Le interesa particularmente el cine oriental, al que dedica mucha atención. A veces habla muy poco, casi nada, de la película reseñada. La crítica es entonces solo un pretexto para hacer un pequeño pero sustancioso recorrido por la historia del cine —y de las artes en general—. Así sucede cuando trata de «Monos como Becky», de Joaquim Jordà, en la que saltamos de Egas Moniz a Aldous Huxley, de El resplandor a Leopoldo María Panero, de Pere Gimferrer a Manu Chao, de John Cassavettes a Fiódor Dostoievsky.

Las reseñas musicales —agrupadas bajo el título «Tierra de ñus», el nombre que Jonás y los demás integrantes de Duodeno Band, la banda de música a la que ha pertenecido varios años, dan a Extremadura— se dedican aún menos a lo reseñado: son viñetas entre confesionales o autobiográficas y panorámicas, retratos de época de los lugares en los que ha vivido, como Vallecas, a la que invoca con el pretexto de hablar de «Vengan a ver», de Luis Pastor, o, precisamente, Extremadura. En el texto sobre Las cuatro estaciones, a los conciertos de Vivaldi solo les dedica una línea («sabemos [reconocerlos] porque el aleteo de violín de la primavera es inconfundible»). El resto trata del profesor de música del instituto, «El Pingüino», que les inculcó el gusto por ese arte por el extraño procedimiento de renunciar a darles clase. Las críticas musicales son las más personales del libro, siéndolo mucho todas, y también, a menudo, las más socarronas. Y su visión es, como siempre, ecléctica y amplísima. No tiene empacho en reseñar al Chiquilicuatre y su memorable participación en Eurovisión o «Los pajaritos» de María Jesús y, entre ambas reseñas, dedicar una página a los Carmina burana de Carl Orff. Jonás Sánchez Pedrero atiende a todo, porque todo en la vida lo interpela, porque su sensibilidad y su inteligencia no le dejan escapatoria.

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