Quien, inadvertido, entre en Heridas que se curan solas. Aforismos sobre la poesía (Madrid, Libros de la Resistencia, 2020), de Jesús Aguado (Madrid, 1961), buscando lo que su título promete, aforismos, se llevará un chasco. Un chasco feliz. Porque, sí, contiene aforismos —entendidos como «sentencias breves o doctrinales que se proponen como reglas» en el arte de la poesía—, pero también largos pronunciamientos que atañen tanto a la concepción y el ejercicio de la poesía como a la concepción y el ejercicio de la vida. Heridas que se curan solas es un impecable tratado literario, pero es mucho más que eso: es un repertorio filosófico, es un vademécum de iluminaciones e incertidumbres, es una enciclopedia de bolsillo; hasta un poemario —y espléndido— es. Su estructura, sin embargo, no es lineal ni argumentativa, al modo de los compendios tradicionales, ni tampoco la de un diccionario, sino fragmentaria, como una sucesión de reflexiones, sutilmente ordenada por temas. Así, por ejemplo, los aforismos sobre la gramática, o sobre la muerte, o sobre los haikus, o sobre la naturaleza, o sobre el aforismo, se agrupan en una o varias páginas del libro, y dan paso, sin solución de continuidad (me encanta esta expresión, «sin solución de continuidad», que durante mucho tiempo no supe qué significaba), al siguiente objeto de consideración. Aguado pone en práctica, así, uno de sus principios estéticos —y éticos— primordiales: articular sin estabular, fluir sin derramarse, construir sin levantar muros; un principio probablemente influido por las filosofías orientales, de los que es uno de los mejores conocedores, actualmente, en España. En cualquier caso, Heridas que se curan solas parece un libro aluvial, en el que se reúnen pedazos de la crítica literaria y la enseñanza de la literatura, en talleres y escuelas, que Jesús Aguado lleva años ejerciendo. Y esa condición de sedimento o amalgama de un saber decantado por la ponderación y la práctica lo dota de la misma vitalidad que Aguado reclama —y demuestra— en sus máximas: el continente, alborotado pero sin desasosiego, incisivo pero cordial, resbaladizo como un pez pero sólido como una manzana, se adecua al contenido: se vuelve el contenido. La aparentemente espontánea fusión de fondo y forma, esa lúcida resolución de la constante duda entre el sonido y el sentido que es la poesía, es el primer aprendizaje que extraemos del libro.
Heridas que se curan solas incorpora un complejo corpus de pensamiento, pero estoy seguro de que a Jesús Aguado no le gustaría que se definiera de este modo: como un corpus de pensamiento, es decir, como algo clausurado y concluido. Él prefiere, y no deja de manifestarlo así a lo largo del libro, que sus aforismos se entiendan como trozos de vida, como latidos en forma de palabra, como ideas, sensaciones o inquietudes en vuelo, asomadas tanto a la luz como a la sombra, siendo tanto luz como sombra. Aguado defiende una poesía incardinada en la existencia, que sea existencia ella misma. Y que circule por los márgenes, por los intersticios de la realidad, en este territorio fronterizo que no está (o que lucha por no estar) sometido por ningún poder establecido, por ninguna doctrina o ideología. Este es otro de los pilares de su pensamiento: la poesía como eterna opositora de la manipulación y la mentira; la poesía como lo que devuelve —como quería Mallarmé y luego reivindicó Valente— las palabras —purificadas, renacidas— a la tribu; la poesía como resistencia a los dictados de los gobernantes y los prescriptores; la poesía como mecanismo para que cada cual sea lo que es; la poesía como camino a la felicidad. Y ahí está la clave. En aforismos que a veces son verdaderos poemas en prosa, enumerativos y metafóricos —Aguado nunca pierde el pulso lírico: su escritura es siempre la de un poeta, aunque escriba ensayo, aunque no escriba—, el autor de El fugitivo expone un objetivo tan lúcido como elemental: «La poesía es, o debería ser, una propuesta de felicidad universal»; y, en el fragmento que sigue, «la poesía y las palabras, es decir, la felicidad». Un vitalismo arrollador recorre Heridas que se curan solas: los aforismos de Aguado traslucen pasión por las cosas y voluntad de abrazar el mundo, pero no para asfixiarlo, sino para fundirse con él: para hacerlo suyo sin que deje de ser ajeno, sin que deje de ser de todos. «Nada sin alegría», escribió Montaigne. Y Aguado le obedece: escribe —y piensa— con alegría. Su defensa de lo mestizo, de lo híbrido, de lo fluctuante, de lo líquido, de lo incierto, de lo leve, de lo fragmentario, de lo marginal, del afuera, de lo que se borra y no dura, de la contradicción, de lo animal, del vacío, además de situarse, militantemente, en los antípodas de las infames seguridades (lo uno, lo indudable, lo indiscutible) con las quieren sojuzgarnos los que mandan, supone un canto a la capacidad del hombre para sobreponerse a sus inercias y limitaciones, y elevarse en un vuelo jubiloso que no solo lo llevará a lo más alto, sino también a lo más bajo: a todas esas terribles impurezas que nos hacen, sin embargo, radicalmente humanos, que nos llenan de tierra y de mierda y de dolor, pero que nos entregan, asimismo, una rara plenitud y nos abren la puerta de la totalidad. Con algunos recursos retóricos muy bien aparejados, como la paradoja, y una prosa que nunca tropieza, que es, a la vez, transparente y honda, Aguado transita en Heridas que se curan solas por un espacio tumultuoso —el de la naturaleza de la poesía y el de las relaciones de la poesía y la vida—, pero que él allana con precisión quirúrgica e inteligencia lírica, valga la redundancia. Pese a su apariencia frondosa, los aforismos de Heridas que se curan solas son, en realidad, claros en el bosque de la literatura, como quería María Zambrano, una de los mejores maestros de Aguado: lugares donde se reúne el análisis de la palabra, la crítica de la realidad («la realidad agrede», dice en uno de los primeros fragmentos) y la exposición del yo; una disección que no mata, sino que desnuda y reconcilia. «La felicidad es el arte de temblar sin quebrarse: como la rama de un árbol súbitamente abandonada por un pájaro, como una espiga azotada por la brisa, como una flor después de ser libada por una abeja», escribe Aguado al final de Heridas que se curan solas. Esa es la felicidad a la que todos deberíamos aspirar.
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