Hoy, dentro de mi programa de supervivencia cultural, o de supervivencia a secas, en la pandemia, visito la exposición La guerra infinita, del fotógrafo catalán Antoni Campañà, en el Museo Nacional de Arte de Cataluña. Y lo hago solo: no contaré con la compañía de nadie, porque sigue siendo difícil que la gente se aventure a explorar estos nuevos territorios plagados de peligros —hic sunt dracones— que son los espacios cerrados, llenos de gente y, Dios no lo quiera, mal ventilados. Hacía mucho tiempo que no visitaba este museo, en el que recuerdo haber dado la mano, hace muchísimos años, con el desparpajo propio de un mocoso letraherido, a Julio Cortázar, que estaba de visita en Barcelona para ser entrevistado por Joaquín Soler Serrano en el mítico A fondo. Y, por ese largo tiempo transcurrido, ya no recordaba lo alto que está el museo y las muchísimas escaleras —solo parcialmente salvadas por algunos tramos de escaleras mecánicas— que hay que subir para llegar hasta el edificio, el Palacio Nacional, inaugurado en 1929 con ocasión de la Exposición Universal celebrada aquel año en Barcelona. Durante el trayecto de ascenso, me acompañan las anchas cortinas de agua de las fuentes de Montjuïc, hoy en funcionamiento, que caen, como láminas transparentes y azules, en las sucesivas balsas de piedra que trazan el camino hasta la fuente principal, esa que se ilumina con música, y a la que recuerdo que venía con mis padres de niño —no vivíamos lejos de aquí— para disfrutar del espectáculo mientras nos comíamos los bocadillos de jamón que mi madre había preparado. En el museo, todo es aún más incómodo de lo que me había imaginado: no solo hay que pasar los acostumbrados controles del gel antihigiénico y el escáner de seguridad, sino que hay que colocarse el adhesivo naranja de la entrada en un lugar visible (se me ocurre, pero no lo digo, que donde más visible resultaría, sería en la bragueta) y, como no hay taquilla donde dejarla, llevar la mochila delante, en el pecho, porque se conoce que llevarla en su posición natural, a la espalda, compromete gravemente algún marcial código de seguridad. Acorazada, pues, la pechera con el zurrón, que abulta como si fuese yo un legionario, empiezo el recorrido por la exposición, que es una y trina, como Nuestro Señor: antes de la guerra, durante la guerra y después de la guerra. La civil, por supuesto: la nuestra. No obstante, las fotos más novedosas de la exposición —y las que constituyen un valiosísimo hallazgo— son las 5.000 que hizo de los años de la Guerra Civil, que Campañà, acaso asustado por lo que aquellas imágenes reflejaban o por las consecuencias que pudieran tener para su familia o para él, guardó en una "caja roja" (que no tiene nada que ver con la de Nestlé: es más bien una sinécdoque de lo retratado, como el teléfono rojo de Teléfono rojo: volamos hacia Moscú lo era del peligro que comunicaba) hasta su muerte, y que su familia descubrió en un garaje (cuántos grandes descubrimientos se han hecho en garajes) en 2018. Como suele pasarme, la descripción que hacen las cartelas de las técnicas utilizadas por Campañà me seduce por su vigorosa sonoridad y su poético enigma, aunque no tenga ni idea de en qué consisten: algunas fotos se han hecho con "gelatina y plata sobre papel baritado" y otras, con "bromóleo sobre papel". Todas son en blanco y negro, y muchas, casi todas, me recuerdan a mi infancia: son pedazos de un mundo perdido hace mucho. Supongo que por eso mismo abunda la gente mayor en la exposición: personas que quieren recuperar esos añicos de la historia, de su historia, que quieren revivir una vida ya gastada y que apresan con los ojos los pecios de un naufragio, de su naufragio, iluminado por la luz melar de la nostalgia. En la primera sección, la anterior a la guerra, abundan los paisajes, tanto rurales como urbanos, y una mirada omnívora, que quiere captarlo todo: hay fotos de toros y toreros, de ríos, de marineros, de alpargaterías, de calles empedradas, de fútbol —Campañà fue un enamorado del balompié y, sobre todo, un culé irreductible: una foto es de los jugadores del Barça cambiándose en un vestuario del campo de Les Corts—, de boxeo, de paseadores de perros. También hay fotos de la Alemania nazi, a donde fue de viaje de novios (que ya son ganas) en 1933, y que aprovechó para estudiar nuevas técnicas con el afamado fotógrafo Willy Zielke. En una se ve a un guardia de tráfico, provisto de un muy prusiano casco con pincho, dando indicaciones a un peatón en medio de unas calles grises y casi desiertas. También hay una breve grabación de personas subiendo las escaleras de la plaza de Cataluña, o andando por ella. Y reparo en que un hombre, que camina con su mujer, mueve el paraguas al compás de su paso como lo hacía mi padre con su bastón: enfilándolo al frente y retrayéndolo luego hasta apoyarlo en el suelo, con garbo inglés. Pero aquel hombre no podía ser mi padre, desde luego: mi padre había nacido en 1925, y en los años 30 no solo no tenía novia, sino que, seguramente, ni siquiera tenía paraguas. Junto al vídeo, algunas fotos recuerdan la inveterada costumbre —pero erradicada ya por el ayuntamiento, que no deja de velar por la salud y el bienestar de los barceloneses— de dar de comer a las palomas en la plaza. Yo lo he hecho muchas veces: comprar un cucurucho de alpiste, sembrarlo en la mano y dejar que los pájaros se me encaramaran por todo el cuerpo —hasta la cabeza— para devorar los granos negros y duros como perdigones. Quizá no fuese muy higiénico, pero era muy divertido. Observo también, en este primer tramo de la exposición, un autorretrato de Campañà, en el que aparece joven, serio, con gafas y el pelo rizado: son cuatro pequeñas fotos juntas, tomadas desde ángulos diferentes; Campañà se preocupaba mucho por los ángulos, los contrapicados y la perspectiva, y en su propio retrato lo demuestra una vez más. Algo más allá, una foto, todavía civil, incluso alegre, augura el desastre que pronto iba a llegar: la de varios rostros, sonrientes, ilusionados, en las calles, celebrando el regreso a Barcelona del presidente de la Generalitat Luis Companys el 1 de marzo de 1936. (Campañà también fotografiaría la vuelta del presidente Tarradellas cuarenta años después, demostrando el eterno retorno de las cosas y la poca habilidad que tenemos los catalanes para mantener a los presidentes de la Generalitat en su puesto). Las imágenes de Campañà constituyen una fascinante mezcla de borrosidad —esto es, de ambigüedad— y de nitidez: las sombras, las negruras, siempre buscadas, difuminan los perfiles, pero, a la vez, otorgan una rara impresión de veracidad, que aclara el conjunto. Esta paradoja se exacerba en las fotos de la guerra, que revelan, de nuevo, la voracidad de la mirada de Campañà, que no pasa nada por alto, que de todo da testimonio, sea o no sea conveniente políticamente. Quizá la imagen más famosa del conjunto sea la de una miliciana anarquista encaramada a un camión y haciendo flamear una bandera rojinegra de la FAI en la calle Hospital de Barcelona el 25 de julio de 1936. Y es famosa porque esta foto sí se divulgó y adquirió de inmediato un carácter simbólico. Desde su aparición, no ha dejado de publicarse en la prensa, en carteles y libros, como representación de la insurrección anarquista y de su lucha contra el fascismo. La joven es muy bella, ríe con el pelo al viento y se muestra combativa y feliz, como una nueva libertad guiando al pueblo, aunque con el pecho cubierto. Campañà retratará, a lo largo del conflicto, a innumerables milicianos y milicianas: desfilando (algunos con traje, otros con monos de trabajo y espardenyes), armados, en barricadas, camino al frente (de Aragón), en la retaguardia, comiendo, en los hospitales: la milicia encontró en él un testigo permanente, que ha dejado constancia de su carácter multiforme y proteico, de su entusiasmo y su desorganización. Pero también retrató a las demás fuerzas que actuaban en la Cataluña republicana, como el PSUC, a algunos de cuyos militantes retrata haciendo prácticas de tiro en el cementerio de las monjas del Sagrado Corazón. De monjas hay muchas fotografías más. Escalofriantes son las de sus momias expuestas —muchas aún dentro del ataúd— a la entrada del convento de las Salesas, en julio de 1936. Familias enteras pasan a contemplarlas. Los niños, curiosos, se acercan mucho a los cadáveres, hasta casi tocarlos con la nariz. Los padres, en cambio, suelen mirarlos con cierto distanciamiento crítico, pero parecen contentos de que sus retoños participen del público espectáculo, en el que solo faltan globos y dar de comer a las palomas, y tengan ocasión de conocer aquella muestra de la sordidez claustral (y del salvajismo exclaustrador). Otra foto de monjas contrasta con estas, tan macabras, y da cuenta del cambio que había propiciado el desenlace de la Guerra Civil en la forma de tratarlas: un grupo de ellas, con montañosas tocas blancas, en el monasterio de Santa Isabel, charlan y ríen al lado de una pared en la que los republicanos habían pintado un barco con la bandera de la República, capitaneado por Popeye, que embestía a otra embarcación, negra y enemiga. Era 1940. Probablemente Campañà, que era católico, se sentía más reconfortado con esta que con aquella realidad, pero ambas las plasmó con idéntica objetividad y con indiscutible voluntad artística. Las imágenes de los años de la guerra, siempre dinámicas, aunque sean de objetos (o cuerpos) inanimados, ofrece un panorama desolador pero íntimo: son la cotidianidad del horror, la muerte susurrante y familiar. Reconozco el lugar exacto donde se encuentran unos niños, risueños, con el puño alzado y protegidos por una improvisada barricada de adoquines: en la calle Diputación, a la altura de la actual facultad de Teología, por donde tantas veces he pasado para ir al trabajo o para echar un vistazo a los apestosos puestos de libros de segunda mano que durante muchos años ocuparon aquellas aceras. Veo también el hotel Ritz, el más lujoso de Barcelona en aquellos tiempos, convertido en un comedor popular en 1936: un cartel pintado por la UGT y la CNT lo anuncia como "hotel gastronómico". Una tienda de "artículos de goma" en la calle Pelayo aparece en otra foto: participa, según informa la cartela, en una "feria revolucionaria", aunque no soy capaz de ver en qué consiste la feria ni mucho menos la revolución, a menos que lo haga porque los artículos de goma sean condones, muy necesarios en aquellos tiempos de promiscuidad bélica y desahogos reparadores. Pero no lo creo: debajo del anuncio de la tienda me parece leer "Viuda de...", y se me antoja improbable que alguien tan respetable como para presentarse como viuda de algún distinguido difunto se dedicara a aquel comercio venéreo. (Por cierto, Campañà retrata también, en otra imagen, un "hospital antivenéreo": solo la fachada, sin nadie que entre ni salga). Otras imágenes, en fin, recogen las colas que se formaban para comprar tabaco: en una, en la calle Londres, los hombres (porque solo lo consumían hombres) se apeñuscan para hacerse con el preciado bien, sometido al mismo racionamiento que las patatas o el aceite. Junto a estos retratos más, digamos, paisajísticos, otros ilustran acontecimientos efervescentes y multitudinarios, como el entierro de Buenaventura Durruti, el santo varón del anarquismo patrio, en noviembre de 1936, al que asistieron decenas de miles de desconsolados barceloneses. No faltan fotos de los refugiados —sobre todo, de Málaga y Madrid— que llenaron las calles de Barcelona en 1937 y 1938 (una, de una madre al borde del llanto que protege con el abrazo a una niñita rubia, que mira con fijeza e incomprensión a la cámara, me recuerda a otras de la Gran Depresión en los Estados Unidos, en las que madres famélicas abrazan también a hijas igualmente desvalidas e incrédulas), ni de los pobres de solemnidad que llenaban siempre los refugios y comedores populares. Campañà captó en una de ellas el momento exacto en que el pobre, de piel coriácea y boca agujereada, se llevaba la cuchara al coleto. Y tampoco faltan fotos de los feroces bombardeos con que la aviación italiana, con base en Mallorca, atormentó a Barcelona a lo largo de la guerra. Recuerdo a mi padre contarme que, cuando sonaban las alarmas, mi abuela lo cogía de la mano y salían corriendo de casa, para refugiarse en la estación de metro más cercana, habilitada como refugio, donde la gente se quedaba hasta que se marchaban los aviones. Muchos, no obstante, aterrorizados, se quedaban en los andenes toda la noche, aunque ya no cayesen bombas. Campañà me enseña hoy las casas destruidas, las calles llenas de cascotes, los cadáveres en las aceras, la gente que sale de su tienda, desolada, para contemplar la catástrofe. En otras ya ha reflejado el incendio y arrasamiento de las iglesias de los primeros meses de la guerra. Ambas destrucciones se unen en un círculo abominable. Y, tras todo esto, llegan los desfiles de la victoria, con los que Franco no dejó de castigar nunca a los derrotados. Del primero que se hizo en Barcelona, el 21 de febrero de 1939, cuando la victoria aún no se había conseguido, pero estaba a punto de llegar, Campañà aporta varias imágenes, en las que aparecen tropas alemanas en un camión, atavidas con pulcritud germánica, italianas, marchando por las calles, y moras, con sus turbantillos y ropas exóticas, vistas por detrás. Campañà, ya se ha dicho, lo captaba todo —todos los hechos, todas las banderas, todas las crueldades— sin exaltación ni vergüenza, sin propaganda ni ocultamiento: su lente era tan hospitalaria como crítica. Tras la guerra, su cámara vuelve al mundo civil y se refugia, con éxito, en el comercio. Será, por ejemplo, el primero en producir masivamente postales turísticas en color, y España (y buena parte del mundo) se llenarán de sus fotografías de los monumentos de Barcelona y los paisajes de la Costa Brava. Con muchas de ellas, pintadas con los colores chillones y satinados de la época, el artista Jesús Galdón ha creado una enorme instalación, titulada Mil y una historias de ninguna parte, que se despliega en una de las paredes de la sala. Alguna de esas imágenes de las playas catalanas me recuerda a las marinas de Sorolla, llenas de niños desnudos y felices rebozándose en la luz del Mediterráneo. En otras, veo a Dalí o a Kubala, dos genios, a El Cordobés o a Copito de Nieve (prefiero a Copito: me encantaba verlo cuando se comía sus propios vómitos), y escenas de la construcción del Camp Nou, pero también de las chabolas del Somorrostro o de la visita del Generalísimo a la ciudad: en una, tomada en el monumento a Colón, se ve a alguien que le rinde pleitesía estrechándole la mano e inclinándose hasta casi tocarse las rodillas con la nariz, mientras doña Carmen Polo de Franco sonríe encantada al lado de su marido y envuelta en aquellos collares esplendorosos que la caracterizaban. La guerra infinita conforma un diorama extraordinario, y hasta hace bien poco completamente desconocido, de la vida de la ciudad en el último siglo, en la que se mueven, como peces fugaces, mis propios recuerdos, y los recuerdos que mis padres han delegado en mí. Y yo, como Whitman, lo celebro y lo canto. Antoni Campañà murió en Sant Cugat del Vallès, donde hoy vivo, en 1989.
No hay comentarios:
Publicar un comentario