sábado, 6 de marzo de 2021

En Terrassa, de librerías

Ayer por la tarde me fui a Terrassa. En otras circunstancias, me habría ido a Sevilla o a París, pero los catalanes —al menos, los cumplidores de la ley— no podemos salir de nuestra comarca. Vivimos en la comarca, como los hobits. Y Terrassa es, junto con Sabadell, la capital de la mía, el Vallés Occidental. No hi ha res com el Vallès ['nada es como el Vallés'], sostiene un dicho popular. Desde hace meses, a sus habitantes no nos queda más remedio que aferrarnos a esa máxima si queremos sobrevivir. Decidí viajar a Terrassa —que está a quince minutos de Sant Cugat en ferros— para visitar librerías. Como las de viejo son una especie en extinción, si es que no se han extinguido ya, quería acercarme a los dos rereads que Google Maps indicaba que había, como un moderno mapa del tesoro. Los rereads no pueden compararse con una buena librería de segunda mano —se anuncian como librerías low cost, y es cierto: son la ryanair de las librerías de segunda mano—, pero menos da una piedra. Además, me confirman en mi creencia de que los bibliófilos siempre hemos de escudriñar en cualquier montón de libros, por mucha basura que contenga: siempre puede encontrarse algo rescatable. Curiosamente, a Terrassa siempre parece que vaya para comprar libros usados. La última vez que visité la ciudad, hace algunos años, fue cuando me enteré de que una antigua librería (uno de aquellos almacenes, guardados por anarquistas o viejos republicanos, donde convivía la hojarasca marxista de los 60 y 70 con primeras ediciones del boom hispanoamericano en España) cerraba y saldaba sus fondos: hice, pues, una razzia y trinqué media docena de títulos valiosos. Llegar a otra ciudad, para la gente a la que le gusta viajar, como a mí, constituye hoy una emoción incomparable, aunque sea tan fea como Terrassa. De hecho, hace algunas décadas fue elegida por una revista japonesa de arquitectura y urbanismo como una de las diez ciudades más feas del mundo, lo que constituye un demérito indiscutible: es muy difícil estar entre los elegidos de una clasificación tan exigente. Los munícipes egarenses han trabajado duro por revertir un juicio tan oprobioso y la ciudad ha mejorado mucho, aunque no haya podido desprenderse de su caótica y, a menudo, proletaria configuración, consecuencia de su pasado industrial, que ha hecho que se la considerase la Mánchester catalana. Pero, precisamente por su historia fabril, Terrassa no solo alberga barrios de trabajadores, sino también algunos brillantes ejemplos de arquitectura burguesa, que en Cataluña se identifica con la arquitectura modernista, como la casa Alegre de Sagrera o la masía Freixa, una construcción onírica, ondulante, que fue primero fábrica textil y luego residencia familiar del fabricante, y hoy alberga la escuela de música de la ciudad. Camino por la rambla de Egara hasta la primera de las librerías que quiero explorar. Hay mucha gente, y eso me agrada, por lo que supone de interés por la literatura, pero también me disgusta, porque dificulta mis evoluciones entre los plúteos. De todos modos, no hay muchas evoluciones que hacer: los estantes reservados a la poesía, en los rereads y en casi cualquier librería del mundo, de viejo o de nuevo, suelen ser pocos, si es que existen, y estar situados en los rincones del local o en las alturas a donde es más difícil llegar. Como suele suceder, hay pocos libros de interés: muchos son autoediciones infames o forman parte de colecciones populares, con mal papel y ningún interés bibliográfico. Pero encuentro una traducción de Gerard Manley Hopkins, el jesuita y poeta británico (aunque quizá el orden debería ser otro: el poeta y jesuita británico), hecha por otro jesuita, de la Universidad de Deusto, que no tiene mala pinta, y la echo al zurrón. He de vencer para ello el repelús que me produce el tufo eclesiástico que emanan el prólogo y los paratextos, pero pienso que el meollo literario del libro probablemente valga la pena. Además, el volumen está bien conservado, quizá porque nadie lo ha leído nunca. También me llama la atención un ejemplar, este bastante fatigado, de 20 boyards papel maíz, un título psicodélico de un poeta catalán, José Elías, que escribió primero en castellano y luego en catalán, y que murió joven, en 1982, con cuarenta años. Sé poco del autor —que aparece fotografiado en la contracubierta, con melena, una gorra muy existencialista y expresión triste—, pero me atrae lo que picoteo en el libro: no es bueno, pero sí muy representativo de una época. Y está escrito con las tripas: unas tripas de joven antifranquista, enamorado y abandonado por su amada, que fuma mucho, se reúne en tugurios vagamente revolucionarios con otros jóvenes airados con el sistema, ve películas de Godard y lee a Gramsci, y cree en la poesía como antídoto del mundo o expresión última de su ser dolorido. Además, el libro lo publicó Lumen en 1974, con el general aún vivito, en su colección "Palabra Menor", y eso es algo también a tener en cuenta: esa serie es por sí sola una referencia. Reparo también en un título, Génesis, de uno de mis poetas de cabecera, Manuel Álvarez Ortega. Es un libro magnífico, uno de los mejores de su autor, y deploro que esté aquí. Como la antología de Hopkins, tampoco parece que lo haya tocado nadie. Salió de la las prensas de Visor en 1975 —un año después que el libro de Elías— y seguramente ha acabado en esta inclusa, casi medio siglo después, sin que nadie se haya detenido en sus poemas prodigiosos: 

Porque conoce, regresa al primer día. No verá, sin embargo, cómo se encalma la sangre. Qué aliento en su interior se purifica.

Toca el muro: aún están en él las manos del ciego. Mas no oye sus pasos, su voz muerta. 

Vaya o venga, vuelto al peso de su propia ceniza, solo quedará su maldición, intacta

leo para mí, rodeado por la gente que rebusca entre los libros para niños o los manuales de cocina. Sopeso comprarlo también para regalárselo a algún amigo, pero por fin lo dejo donde está, con la vaga esperanza de que alguien se interese por él, como el náufrago espera que la botella que arroja al mar llegue hasta alguien, aunque sea medio siglo después, y me llevo el Hopkins y el Elías tras comprobar que las demás baldas que podrían tener algo interesante —biografías, estudios literarios, filosofía— no lo tienen. La otra librería reread de Terrassa no está lejos de esta. El camino que me lleva hasta ella pasa por delante del ayuntamiento de la ciudad, cuya señorial fachada neogótica se abre a la plaza mayor, y el mercado de la Independencia, cuyo nombre histórico tiene hoy, para mí, resonancias sombrías. El segundo reread combina los libros con los caramelos. A la entrada, detrás de un mostrador de madera, dos jóvenes están atareados sirviendo dulces y golosinas, a la antigua usanza —de botes de hojalata o frascos de cristal, llenos de perlas, gominolas, bomboncitos y regalices, a bolsas de papel de estraza y de ahí a la báscula, que determina el peso y el precio—, mientras los interesados por la literatura andan más allá, huroneando entre los libros. (Este reread se suma a otras librerías bífidas, solapadas o excrecentes de otro negocio, que he conocido: una inverosímil librería-peluquería en Palma de Mallorca, otra que también vende chucherías y libros en Sant Cugat y, apoteósicamente, el establecimiento de Carlos, en Badajoz, que es librería, churrería y taller de bicicletas). Me uno a ellos —mi diabetes me prohíbe atender a los confites, aunque me gustaría— y enseguida descubro, en unos estantes muy nutridos, una pieza interesante, titulada Poesía trunca y publicada por Casa de las Américas, en Cuba, en 1977. El antólogo y prologuista es Mario Benedetti, ese poeta solo apto para quienes no leen poesía, que ha reunido en ella a veintiocho poetas hispanoamericanos "que dieron sus vidas por la causa revolucionaria". La lista de los que murieron por la revolución empieza, cómo no, por el Che Guevara y acaba por Jacques Viau, un joven poeta dominicano que murió combatiendo al sanguinario Trujillo, cuya triste historia conocí en mi última visita a Santo Domingo, y del que ya he hablado en este blog (https://eduardomoga1.blogspot.com/2019/12/jacques-viau-poeta-joven-y-muerto.html), aunque de los otros veintiséis solo conozco a dos más: el gran Roque Dalton y el legendario Víctor Jara, el cantante que iluminó tantas tardes melancólicas de mi adolescencia. Aparto el libro sin dudar. Y también me llevo El fulgor y el monstruo. Elogio a Chipre, de un desconocido Giorgis Kótsiras, atraído, sobre todo, por ese "elogio a Chipre" del título: la isla me cautivó hace un par de años, cuando la visité con la que entonces era mi mujer, en el último viaje que hicimos juntos. Mientras sigo hojeando cosas, acariciado por la delicada música de jazz que suena en el local, como si estuviéramos en un cafetín de Montmartre, un par de colegialas se asombran de encontrar, en la estantería contigua, donde se alinean los "clásicos hispánicos", un Quijote. "¡Mira! ¡El Quijote!", grita una, como si hubiera descubierto una calavera maya ansiada por los nazis. Y yo no sé si alegrarme de esa alegría juvenil y cervantina o entristecerme por que lo único que les atraiga con tanto entusiasmo de todo cuanto hay aquí sea un clásico escolar. Luego, para mi sorpresa y mi aflicción, vuelvo a encontrar otro poemario de Álvarez Ortega, Gesta, publicado por Devenir (la editorial en la que se refugió en su vejez), también excelente, también abandonado y también intacto. Se conoce que, por razones que se me escapan, Álvarez Ortega ha tenido una gran presencia en Terrassa, pero muy pocos lectores; como en el resto de España, en realidad y por desgracia. Así dice el principio de uno de sus poemas, que leo otra vez en silencio: 

Dóciles a la noche,
como dos sombras en el cielo de un verano 
tardío,
             ¿qué esperamos en esta ensenada 
desierta? ¿Qué queremos
detener del paso de los días, si el cuerpo
envejece y se hace de espinas
y sufrimiento?
                           ¿Alcanzarán nuestras almas
un patrimonio más grato
allí donde otro amor, con un calor distinto,
será nuestra destrucción,
ceniza en la nada?
                                   No supimos ser felices
en esta tierra y ahora
nada queremos; pero una voz de un más allá
que no conoceremos simula la paz,
perpetuamente nos llama con la vana imagen
que no quisimos ser.

En el tren de regreso a Sant Cugat, leo a José Elías y confirmo mi primera impresión: su poesía es imprecisa, desordenada y excesiva, pero desprende un maravilloso aroma antañón —setentero— y denota a alguien que creía que la poesía era la mejor expresión del compromiso social y la sensibilidad atormentada. Anoto, no obstante, algunos versos certeros: 

Dejar caer la ceniza despacio dejar caer los días también
distraerse con las grietas de los muros desconcertarse
aprovechar el sol luego tal vez la tristeza de leyendas
                                                                                         [inmortales
corregidas hincar las manos entre aristas desistir
en seguida de esta comedia porque la comedia es uno mismo
a falta de mejor almohada y ya ni siquiera sentirse solitario
sino finalmente no sentirse no tener argumentos
no sufrir por lo que pone el periódico no notar
más que una niebla que arremete contra la frente por dentro

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