sábado, 19 de junio de 2021

La vuelta a la normalidad

Me llama la atención el anhelo de la gente por volver a la normalidad. Es como el clamor universal por tener trabajo. Ambos —normalidad y trabajo— pueden ser, y son, necesarios en la sociedad que hemos creado y en la que nos resignamos a vivir, pero nunca deberían ser deseables. El trabajo es una condena, una losa insoportable, una castración. Y la normalidad, otra: de lo maravilloso, de lo excepcional, de lo desconocido. Asombrosamente, la gente va por ahí procesionando universalmente tras la imagen de Sacher-Masoch y reclamando (yo también lo haría, desde luego, si no lo tuviera) "¡trabajo!, ¡queremos trabajo!, ¡dadnos trabajo!", que es algo así como suplicar "¡castigadnos!, ¡atormentadnos!, ¡arrancadnos la piel a tiras!". Lo mismo sucede con la normalidad, que supone la negación de cuanto hace interesante la vida: de cuanto la hace más vida. Pero la normalidad ya está aquí, o va estando. Conforme la vacunación avanza, el riesgo, las restricciones y el miedo disminuyen, y el mundo de antes, aquel en el que no había mascarillas ni coronavirus ni toques de queda, vuelve a posesionarse de la realidad, como la creciente infiltración de un agua embalsada que acaba por romper los diques y anegarlo todo y devolverlo a lo que fue: una superficie homogénea, rasada por la costumbre, la banalidad y las falsas necesidades, en la que no sobresale nada, en la que nada disuena, ni siquiera el jolgorio nocturno de las terrazas, que se suma al estrépito planetario con el que el ser humano ahoga su confusión y su soledad.

Ayer cogí los ferrocarriles para ir a Barcelona a abrazar a unos amigos. En los asientos reconocí las mismas caras de asco de la gente que iba o volvía de trabajar. El mismo aburrimiento, el mismo aislamiento, el mismo abatimiento: lo mismo. Y también los mismos adolescentes o los mismos tarugos que hablan a gritos o que, merced al móvil, nos enteran a todos —que no queremos enterarnos de nada de eso— de sus cuitas domésticas, laborales o conyugales. Todo igual. Recuerdo con melancolía aquellas primeras semanas de la pandemia en las que preclaros arúspices sociales o no menos clarividentes conocedores del comportamiento humano auguraban cambios profundos en la conducta de las personas: seríamos más conscientes de nuestra fragilidad y eso nos haría más solidarios y comprensivos. En los ferrocarriles, ese microcosmos en el que todos los días se representa una fidedigna tragicomedia de la conducta humana, el joven que ocupa un asiento reservado que no le corresponde o que no le cede su sitio a una persona mayor, no parece ni una pizca más solidario de lo que ha sido siempre, que es nada, y el vociferante tampoco parece entender más de lo que entendía antes —que también era nada— la necesidad que tenemos los demás de no aturdirnos con estridencias ni intimidades innecesarias. Una catástrofe como la pandemia, que ha causado 80.000 muertos en España (aunque probablemente sean más de 100.000) y casi cuatro millones en el mundo (más una lista larguísimas de enfermos, viudos, huérfanos, empobrecidos y damnificados), no ha servido para mejorarnos: para hacernos más conscientes. En realidad, solo ha sido una ciénaga letal en la que estábamos deseando dejar de chapotear y que ansiábamos olvidar. Tampoco a nivel social ha servido de nada, o de muy poco: a muchos de los médicos y sanitarios que se contrató para luchar contra el virus, que suplían a los que se había recortado en los años de la crisis, y que tanto alababan los políticos como aplaudían los ciudadanos, se les va a poner de patitas en la calle sin que nadie rechiste. Ya no son necesarios. 

En un pasillo del metro, ya en Barcelona, oí un choque sordo y, a continuación, a un anciano gritar: "¡Idiota!", se conoce que a un tipo, cincuentón, que lo había atropellado y que no dejaba de caminar por su izquierda, sorteando a la gente, a toda velocidad. Este, sin aminorar la marcha ni abandonar el slalom en el que se había llevado por delante al abuelo, le respondió: "¡Vete a la mierda!". Qué escena más bonita, pensé. Como tantas que había visto antes de la pandemia. Cuánta poesía urbana. Supe que, en efecto, todo estaba volviendo a la normalidad. Y me sentí mucho más tranquilo.

Me reuní en la plaza Real con los amigos con los que había quedado. Como la normalidad a la que estamos deseando volver aún no es total —pero se acerca, ya se acerca, risueña como un crótalo—, había poca gente en las terrazas, y todo estaba más calmo y pacífico. Corría un airecillo no entorpecido por la muchedumbre y hasta la luz parecía brillar con más sosiego. Pero en las tres horas de charla y cervezas que pasamos en El Glaciar —uno de los pocos bares míticos que quedan en la ciudad, arrasados casi todos por la especulación inmobiliaria y la modernidad homogeneizadora—, recibimos la visita de cinco mendigos, dos vendedores de flores y uno que regalaba libros. Salvo el donante callejero de libros, una figura hasta ahora desconocida para mí, los demás encarnaban lo de siempre: la miseria y la necesidad de sobrevivir. Lo normal, que volvía a aflorar como si se hubiera retirado la losa vírica que a todos, también a los pobres, nos tenía atrapados. Cuando, acabadas la conversación y las cervezas, volvimos a las Ramblas, pasamos junto a cuatro indigentes que dormían, sobre mantas sucias o tiras de cartón, en los porches de la plaza Real. Lo normal. Antes no había nadie en la calle y, claro, nadie dormía al raso. Ahora todo empieza a ser como siempre. Todo vuelve a la normalidad. Me imagino a Marlon Brando, en Apocalypse now, remojándose la calva con ligeros toques de las manos y diciendo, en la penumbra terrorífica de su refugio en la selva, no "¡el horror, el horror!", sino "¡lo normal, lo normal!".

Volví a casa tarde: la conversación con mis amigos había durado mucho. Pasada la medianoche, me metí en la cama. Con las ventanas abiertas, claro, para que entrara algo de fresco en el cuarto y no me ahogara de calor. Sí, entraba algo de relente, pero también mucho del estruendo del tráfico y del griterío de los transeúntes que disfrutaban de la noche. Ah, cuánto eché de menos el toque de queda: que, a partir de las diez de la noche, un silencio reparador se enseñoreara del mundo y uno pudiese leer, o ver una película, o echarse a dormir, o ese culmen de la felicidad que es no hacer nada, sin que lo perturbara el crimen insidioso del ruido. Pero el toque de queda era anormal, y, felizmente, ha quedado atrás. Ya volvemos a la normalidad. Qué bien. Liberté, égalité, normalité. Ese debería ser nuestro lema. Nada revolucionario, pero apaciguador. Que todo vuelva en sí. Que todo sea orgásmicamente normal.

2 comentarios:

  1. Todo ha cambiado. El miedo se ha instaurado en nuestras vidas. Ahora, volver a una normalidad no aceptada; ¿ qué es la normalidad? En mí caso,nada cambió el confinamiento. Tuve que adaptatme al uso de la mascarilla. Celebró tu ánimo ante este sinsentido. Vamos a ser optimistas: viva la nueva normalidad...

    Un beso grande.

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  2. Segunda lectura.

    Que todo sea orgánicamente normal.
    Ahí me quedo.
    Un aplauso, Eduardo.

    Besos, besos y más besos.

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