Las noticias, estos días, están llenas de Haití y Afganistán, dos de esos lugares remotos que uno llamaría sin dificultad el culo del mundo (aunque sus habitantes seguramente también consideren a España, si es que saben que existe, el culo del mundo). Ambos son un imán para las desgracias, sitios que parecen creados por el infortunio y destinados al sufrimiento. De Afganistán me asombra que la evidencia de que la principal causa de su situación es la religión, ese fatídico fenómeno humano, no haga reflexionar más a la gente sobre la necesidad de reducirla a la nada, de pulverizar esa losa de un inexistente mundo ultraterreno que ahoga el mundo real y causa dolor a tantas personas. A Haití parece que alguien le haya hecho vudú. Paradójicamente, fue el segundo país de América que se libró del yugo de la colonización (tras el coloso norteamericano), aunque quizá fuera eso lo que determinara, de nuevo paradójicamente, su suerte, porque ganó la independencia cuando aún no disponía de ningún recurso ni estructura para sobrevivir al control económico que ejercía, y nunca dejó de ejercer, la potencia colonial. En 1803, tras varias revueltas de los esclavos, inspiradas (tercera paradoja) por la Revolución que había tenido lugar en 1789 en la madre patria, y que acababan indefectiblemente en un baño de sangre —una de ellas se llamó la Guerra de los Cuchillos: solo el nombre acojona; y es que Francia fue especialmente tiránica en esta colonia antillana, que le proporcionaba, sin coste (la mano de obra era gratis), todo el azúcar que reclamaban los refinados salones parisinos—, un antiguo esclavo, Jean-Jacques Dessalines, derrotó en la batalla de Vertièrres a las fuerzas del general Donatien de Rochambeau, que Napoleón había enviado a la isla para sofocar la rebelión. Cuando se conoce el número de combatientes que participaron en la batalla —27.000 negros furiosos contra solo 2.000 soldados franceses—, uno piensa que la cosa tuvo poco mérito. Pero no: las tropas de Rochambeau eran aguerridas, estaban bien equipadas y se habían fogueado en los campos de batalla de Europa, donde Napoleón campaba a sus anchas, mientras que los haitianos apenas contaban con cañones y formaban, más bien, una desharrapada turba —un claro precedente del ejército de Pancho Villa— que sustituía las armas y la formación militar por ira y determinación. Los esclavos se lanzaron con tanto valor contra los fusiles enemigos que Rochambeau mandó un alto el fuego y envió un oficial a caballo a comunicar, en el mismo campo de batalla, sus respetos al oficial, François Capois, que había dirigido la carga (y a quien desde aquel momento se conoció, simpáticamente, como Capois-La-Mort). Luego prosiguió el combate, cuyo desenlace, favorable a los insurrectos, no pudo evitar el último y desesperado contraataque de Jean-Philippe Dault, al frente de sus granaderos, que fue repelido, con grandes pérdidas, por los haitianos. Estos, finalmente vencedores, no correspondieron al elegante gesto de Rochambeau reconociendo su coraje y, tras prometer que cuidarían a los prisioneros franceses para que pudieran volver a Francia, los ahogaron al cabo de pocos días, ahorrándose así un montón de problemas. Pocos meses después, en 1804, Dessalines proclamó la independencia del país. Desde entonces, su historia ha sido una sucesión de dictaduras, golpes de Estado, intervenciones extranjeras, guerras con la República Dominicana, guerras civiles, magnicidios (el último, el del presidente electo Jovenel Moïse, hace poco más de un mes), esperpentos (Haití tuvo dos autoproclamados emperadores: el propio Dessalines, ufano por su victoria contra los franceses, y otro con nombre de vino, Faustino I, que ocupó el poder diez años a mediados del siglo XIX), corrupción, analfabetismo y miseria, aderezada con devastadoras desgracias naturales —huracanes, terremotos, incendios— que parecen complacerse en arrasar este ya habitualmente arrasado rincón del Caribe. En el siglo XX, Haití ha gozado de una de las dictaduras más sanguinarias del mundo, la del abominable François Duvalier, Papá Doc, que gobernó el país con mano de hierro (se calcula que hizo asesinar a unas 30.000 personas) y, tras ocupar el poder desde 1957 hasta 1971, fue sucedido por su hijo, no menos abyecto, Jean-Claude Duvalier, Baby Doc, que mantuvo el poder hasta 1986, cuando fue felizmente derrocado. Desde entonces, pese a la mucha ayuda internacional que ha recibido (con la que, por cierto, se han introducido en el país el cólera y los violadores: en Haití el refrán funciona al revés: no hay bien que por mal no venga), el país no levanta cabeza. Y, cuando parece empezar a hacerlo, llega el líder de una banda de narcotraficantes, un ciclón, una pandemia o un seísmo para hundírsela otra vez en el barro, hasta el punto de que Haití casi se ha convertido en un Estado fallido, en un no país, si no lo es ya. Recuerdo que, la última vez que estuve en la República Dominicana, un buen amigo de allí me contaba la impresión que le había causado ver, desde el balcón del hotel en el que se alojaba (entonces aún había hoteles en Puerto Príncipe), a cientos, a miles de jóvenes haitianos, sin nada que hacer, paseando simplemente de un extremo a otro de la avenida. Mis conocimientos de Haití son muy limitados: me fascina el creóle que se habla en la isla; y conozco a algunos escritores haitianos: Dany Laferrière, autor del superventas Cómo hacer el amor con un negro sin cansarse, Micheline Dusseck, que escribe en español, y Samuel Gregoire, un poeta con el que coincidí en la última Semana Internacional de Poesía de Santo Domingo, y que lo hace en tres lenguas: créole, español y francés. En esa estancia mía en la República Dominicana, fui a comer con unos amigos a un restaurante haitiano de la capital, que es lo más cerca que he estado nunca de Haití. Y lo disfruté mucho. Di cuenta de ese almuerzo en un capítulo de Diarios de viaje (2016-2019), que transcribo a continuación:
Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
domingo, 22 de agosto de 2021
Haití y la desdicha
Como luego en un restaurante haitiano de la ciudad colonial, el Maison Kryòl, con Pedro Antonio, antiguo director de la Feria del Libro —seguramente lo era cuando fui uno de los invitados, en mi primer viaje a la isla—, y su mujer Ibeth, a los que conocí ayer en la cena con lectura de poemas incluida. Les dije que me gustaría mucho visitar Haití —el primer país libre de Hispanoamérica y el más pobre, hoy, del continente—, pero que no tenía tiempo para hacerlo esta vez. Pedro Antonio tuvo entonces la idea de sustituir esa visita ideal por una mucho más modesta a un trozo de la cultura haitiana, como es la gastronomía. Y a continuación me explicó que la última vez que él pasó al país de Toussaint Louverture fue cruzando en balsa el río que lo separa de la República Dominicana, y pagándole al balsero la cantidad estipulada. Esos fueron todos los trámites fronterizos que hubo de cumplir. Aunque llegar es notablemente difícil: las carreteras son escasas y, a menudo, impracticables, y las infraestructuras adelgazan hasta prácticamente desaparecer al acercarse a la raya. En el Maison Kryòl pido pescado créole y una cerveza Prestige, que no suelta chapapote, como sugiere su nombre, sino un líquido delicado que me refresca gloriosamente. Mientras comemos y charlamos —sobre Trujillo, suministrador inagotable de anécdotas siniestras; sobre Haití y la población negra de la República Dominicana—, contemplo un cuadro de pintura naíf —el estilo predominante en Haití—, alegre y colorista. En el restaurante también venden libros. Reparo en uno titulado Los negros a la luz de la Biblia, de Benoit Sanon, que es escritor, músico, pintor, sastre, profesor y pastor haitiano, portavoz de la teología del Cuerpo de Cristo. Aunque el título es incitante (y nada eufemístico: los negros son los negros, no los afroamericanos, o los ciudadanos de color, o cualesquiera otros de los circunloquios con que los difusos censores del lenguaje moralmente aceptable emborronan la realidad), las ocupaciones de su autor —sobre todo las de pastor y portavoz teológico— no lo son, y no me animo a comprarlo. La dueña del restaurante, que nos ha atendido solícita hasta el momento, nos sigue agasajando, ahora con un digestivo baraka, de canela. Fuera, ha empezado a lloviznar.
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