Blade Runner ilumina la mayor tragedia —o el mayor escándalo— al que está sometido el hombre: tener que morir. Y lo hace en un escenario donde siempre llueve y siempre es de noche. Su iluminación es oscura. La caducidad de la vida conduce a los replicantes a una rebelión desesperada. Son androides, pero en realidad son hombres: participan de su misma sustancia, el tiempo, y de su misma suerte, la muerte. Solo que ellos mueren antes, programados por un designio utilitario y un mandato esclavizador. No obstante, nada esencial los diferencia de nosotros. Este hecho elemental, el terror a la finitud, la zozobra de saberse transitorio y perecedero, que arrastrará consigo la muchedumbre de sucesos insignificantes, pero sostén de nuestras vidas, con que atravesamos los años y los destruirá como a pompas de jabón, transforma el celuloide en metáfora; y la metáfora es siempre un concepto que renace, el núcleo, lavado, de una realidad. Este concepto, esta realidad somos nosotros, los humanos. Pero en Blade Runner no comprendemos el tropo revelador —no nos comprendemos— hasta el final, que no es la impertinente escena de la huida en coche de Deckard y Rachael por un resplandeciente paisaje de montañas y lagos, sino esa otra en la que Roy salva al blade runner de caer desde la azotea del destartalado edificio en el que han luchado, y pronuncia su inmortal parlamento: «I've seen things you people wouldn't believe. Attack ships on fire off the shoulder of Orion. I watched C-beams glitter in the dark near the Tannhäuser Gate. All those moments will be lost in time, like tears in rain. Time to die». Hasta entonces, la película se interpreta como un ejemplo más de la milenaria, de la eterna lucha entre el bien y el mal. En ese instante, cuando Rutger Hauer, el holandés de mirada albina que encarna a Roy, el líder de los Nexus-6, desvela las cosas que ha visto y que ni Deckard ni sus semejantes podrían llegar a imaginar, entendemos por fin que el malo no es el malo, sino el bueno; que el malo no es el malo, sino nosotros. Entonces se nos aparece su miedo como eso mismo que sentimos cuando cobramos conciencia de que este momento en el que escribo estas palabras, o en el que tú, lector, las lees, de que cualquier momento al que hayamos entregado nuestro pensamiento y nuestra piel, nuestra sangre y nuestro semen, todo el estupor y la delicia que experimentamos al sabernos palpitantes en el magma de calamidades y deslumbramientos que es el mundo, se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Y son tales el arrebato que inspira la filmación, obediente a la despellejada poesía de Ridley Scott, y el estallido de significado y compasión que sentimos en esa azotea llovida, en la que dos hombres, solo separados por el origen espurio y la muerte matemática de uno de ellos, quieren matarse y acaban salvándose —porque quienes comparten destino solo pueden compadecerse y salvarse—, que ni siquiera rechazamos la cursilería de las lágrimas y la lluvia, o de que una paloma blanca (¿de dónde sale?) eche a volar cuando Roy muere, sino que la aceptamos como manifestación exacta de una humanidad torturada por su flaqueza y ensombrecida por su fugacidad. Los replicantes rebeldes han matado porque han de morir: porque alguien ha decidido que deben morir; sin consultárselo, sin derecho alguno, como Dios. Su maldad combate la maldad superior de un fin planificado e inadmisible. Su insumisión también es la nuestra, porque también nosotros somos víctimas de un plan inicuo, porque también nosotros somos esclavos. Otras escenas de Blade Runner merecen recuerdo. El cuerpo escamoso y magnífico de Zhora, cubierto por un impermeable transparente y barrido por los disparos de Deckard, con fúnebre fragor de cristales. La lengua de Pris, «un modelo básico de placer», también retirada por Rick Deckard, que asoma entre sus labios muertos y es besada por un Roy melancolérico. El traje negro, la falda ajustada y los pasos cortos de Rachael —una replicante que no sabe que lo es— acercándose por los lóbregos pasillos de la Tyrell Corporation, la creadora de los replicantes. Memorable es también que una película que anticipa tantos sórdidos acaecimientos de la sociedad humana no haya previsto la existencia de los teléfonos móviles.
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