Asisto hoy, en el teatro-auditorio de Sant Cugat —una instalación que no tiene nada que envidiar al Madison Square Garden de Nueva York—, a un espectáculo musical, Dancing Vivaldi, que le pone danza al concierto de Brandenburgo número 3 en sol mayor, BWV 1048, de Juan Sebastián Bach, y al Gloria RV589 en re mayor para coro, solistas y orquesta, de Antonio Vivaldi. No me ha hecho falta mucho para decidirme: Vivaldi es mi compositor favorito y ver las obras que le he escuchado tantas veces me intriga tanto como me conmueve. Los conciertos de Brandenburgo, por su parte, tampoco están mal. Al interés de la velada se suma mi habitual encierro dominical, que he pasado encadenado a la banca de trabajo, como un galeote de la literatura (o de lo que pretendo sea literatura). El cuerpo me pide, pues, algo de movimiento, y el paseo al teatro-auditorio me reconfortará por dentro y por fuera. En la calle hace frío ya, y revolotean las primeras bufandas. Veo a varios vecinos esperando a que las enormes lavadoras de un autoservicio de lavandería concluyan la colada. Los tambores de las máquinas giran como grandes ojos desquiciados, en un caos circular de prendas y colores. Poco antes de llegar al teatro-auditorio, oigo, en un parque adyacente, el estruendo de un concierto. Se conoce que el ayuntamiento lleva —o permite que se lleve— la música tanto a los espacios cerrados como a los abiertos, para que sea omnipresente en la vida de los ciudadanos, aunque estos —en el caso de la música a la intemperie— no quieran. En España, ha de haber música siempre, en todos lados: en el metro, en las plazas públicas, en los retretes, en los ascensores y hasta en los cementerios. Viva la música y abajo el silencio, qué cojones. Que se note que vivimos en una cultura mediterránea y callejera. Por suerte, el teatro-auditorio está insonorizado. No sería agradable, ni para el público ni para los bailarines, que con los acordes de Bach y Vivaldi se mezclaran los exabruptos de un rapero o la última canción del verano de Georgie Dann, in memoriam. Mi asiento está, inverosímilmente, en la primera fila. Aún quedaban huecos en ese lugar privilegiado cuando compré la entrada por internet, y no dudé en hacerme con uno. Mi padre, que iba a menudo al teatro, su espectáculo preferido (junto con el pressing catch, otra forma de teatro), siempre pedía butacas de primera fila. Incluso había sobornado a los taquilleros alguna vez para que se las proporcionaran. Decía que le encantaba que le salpicara el sudor de los actores cuando trabajaban. La sensación de vida, de realidad única e irrepetible, que le transmitía aquella cercanía, frente a la frialdad de tantos espectáculos vistos desde lejos o en una pantalla, era, para él, impagable. Yo no llego a tanto, pero también me alegro de esta proximidad, que permite apreciar mejor muchos detalles de la actuación, y, sobre todo, de la posibilidad de estirar las piernas, algo casi siempre imposible por la estrechez de las butacas, aunque este desahogo tiene una contrapartida: no podré descalzarme como suelo hacer, sino que tendré que disimularlo, no sacando completamente los pies de sus fundas. Para que se note menos, hoy me he puesto calcetines oscuros. Poco antes de que empiece el espectáculo, cuando la orquesta —la sinfónica Victoria dels Àngels— ya está afinando los instrumentos en el foso —e interpretando, así, esa suerte de prólogo dadaísta que nos regalan todas las orquestas del mundo—, veo a mi lado a una chica con síndrome de Down bailando en el pasillo y haciendo como si dirigiera a la orquesta; luego, les toma algunas fotografías a los músicos. Pero alguien viene a buscarla y desaparecen en la platea. Empieza el espectáculo (precedido por una salutación enlatada en la que la locutora se dirige a los presentes con el inevitable «benvinguts i benvingudes» ['bienvenidos y bienvenidas']; ¿qué ha sido del elegante y exacto «senyors i senyores» o «damas y caballeros» que se ha usado siempre?), y los bailarines, vestidos como en el siglo XVIII, acompañan las alegres evoluciones del concierto de Brandenburgo con una sonrisa. Debe de ser muy difícil mantener esa sonrisa congelada en la cara cuando uno está sometiendo a tanta presión a todos los músculos del cuerpo y, además, tiene que hacerlo coordinadamente con muchos otros, ante los ojos implacables de la audiencia. Pero la compañía de danza, Par en Dansa, integrada por gente muy joven, en su mayoría mujeres, mantiene la mueca con profesionalidad. Sería incoherente, desde luego, que los rostros fueran inexpresivos o reflejasen tristeza cuando suenan los allegros impetuosos de Bach o sus rondós molto vivaci. También percibo de inmediato, y de una forma acuciante, el erotismo de la actuación. La danza, a la que nunca he sido muy asiduo, me impresiona siempre como exaltación del cuerpo, como gloria y culminación del cuerpo. Su presencia en absoluta: todo pasa por él; todo remite a él. El cuerpo —sus movimientos, su flexibilidad, su fuerza— es la voz del baile; el cuerpo dice la música, y es más elocuente que la palabra. Aprecio los muslos desnudos —y sorprendentemente recios, en el caso de no pocas bailarinas; lo celebro—, y los pechos, también rotundos, que se imprimen contra las mallas, y el revoloteo de las manos, y la miradas encendidas, y las nalgas pétreas, de hombres y mujeres, que parecen, en cambio, ligerísimas: todo me acaricia los ojos, mientras las notas de Juan Sebastián me acarician el oído; y siento que se me excita el tacto, inmóvil en la butaca. Los bailarines se tocan, se abrazan, se levantan en el aire, se sujetan por cintura o la entrepierna, se arrastran, hunden la cara en las axilas o el vientre del otro. Oigo el golpeteo de los pies en las tablas del entarimado, el roce granuloso de los dedos en los elásticos, los jadeos de unos y otros en los movimientos más esforzados, y me enardezco, turulato de sensualidad, pero sin perder la compostura, como si el calor de los gestos y la conjunción de los organismos me inflamase por dentro sin alterar mi educado hieratismo. La segunda parte de Dancing Vivaldi no tiene dancing: consiste en la interpretación de la Suite Abdelazer, de Henry Purcell, inspirada en la obra de teatro, de inquietante título, Abdelazer o La venganza del moro, de Aphrah Benn, cuya acción transcurre durante la Reconquista cristiana de la península ibérica. La orquesta, que en realidad debe de ser la sección de cuerda de la formación, porque solo se compone de violines, violas y cellos, ataca la pieza bajo la enérgica dirección de Pedro Pardo, que lee, en el atril, una partitura digital y no luce melena, como la mayoría de los directores —un rasgo que permite ver su actuación—, sino una pronunciada calvicie, lamentable pérdida que compensa con la abundancia sobrevenida de dos mascarillas: una blanca, abajo, y otra negra, encima, esta destinada a hacer juego con el uniforme del grupo, rigurosamente negro, y evitar que la albura de la primera introduzca una pincelada disonante en algo que ha de sonar, en todos los sentidos, minuciosamente conjuntado. Mientras las maestros tocan, se proyecta en la pantalla del escenario una serie de imágenes de cuadros del siglo XVII y los bailarines tienen tiempo de cambiar la indumentaria de época que han lucido en la primera parte por la estrictamente contemporánea que lucirán en la segunda. La coreografía es plenamente moderna, y los trenzados, carreras y sacudidas de los cuerpos hacen una nueva lectura de la deliciosa y a la vez sobrecogedora música de Vivaldi, y le dan un nuevo volumen. A los músicos y bailarines se ha sumado el coro del Orfeó Lleidatà, también dirigido por Pardo, con mujeres a la derecha del foso y hombres a la izquierda. La primera fila en la que me encuentro, me permite apreciar la vocalización de muchos de los cantantes, y hasta las palabras concretas que pronuncia cada uno, no solo el conjunto sonoro, siempre compacto e impersonal: otra ventaja de la contigüidad. En esta tercera y última parte también actúa el coreógrafo de la compañía, Rodolfo Castellanos, exbailarín principal del Ballet Nacional de Cuba, de admirable estampa y evoluciones felinas. También calvo, pero este por expreso rasurado. Sus músculos se despliegan por el escenario en una alarde de elegancia y flexibilidad, llevando las torsiones y los saltos a un ápice de belleza. Cuando salgo del teatro-auditorio, tengo los ojos, los oídos y el pensamiento llenos de ritmo y rebosantes de gozo. Paso al lado de un paqui y me compro unos higos. Así me llenaré también el gusto de placer.
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