¿La hay? ¿Se puede identificar algo que sea, o que nosotros convengamos en que sea, por los rasgos que la caracterizan, por su tono u objeto, por el perfil psicológico que refleja —si es que refleja alguno—, literatura homosexual? ¿Es literatura gay la escrita por un homosexual, aunque hable del cultivo del crisantemo, o la literatura que trata de la vida sexual y los conflictos emocionales de los homosexuales, aunque la haya escrito alguien que no lo sea? Más aún: ¿es lícito hablar de «literatura homosexual», cuando nunca se habla de «literatura heterosexual» como categoría literaria o fenómeno estético? ¿No supone hacerlo una especificación indebida, una suerte de establecimiento de un gueto ideológico, algo muy cercano a una discriminación? Por otra parte, ¿no es lógico pensar que un rasgo tan señalado de la condición sexual —señalado no por su naturaleza intrínseca, sino por su desviación de la norma, por su carácter excéntrico respecto del mandato social, y, por lo tanto, también por la marginación sufrida, por la superación (o no) de las dificultades para su expresión impuestas por la ley común— ha de imprimirse, de alguna forma, en la sustancia o matriz de lo dicho? Todas estas preguntas, y otras que no sigo enumerando, me asaltan estos días, en que han coincidido en mis manos, por azar, varios textos en los que la homosexualidad está singularmente presente. El primero son los Diarios. A ratos perdidos 1 y 2, de Rafael Chirbes, una obra excepcional, cuya lectura me ha absorbido: por la calidad de su prosa, por la autenticidad y entereza de sus revelaciones personales, por el acierto crítico con el que disecciona el mundo y por la integridad moral que demuestra. Descubrí a Chirbes tarde, cuando vivía en Mérida. Allí leí algunos de sus ensayos, y me sedujo para siempre. Curiosamente, él también había vivido en Extremadura: en un pueblo de menos de 300 habitantes, entre Zafra y Fregenal de la Sierra, llamado Valverde de Burguillos, donde residió nada menos que doce años y escribió seis de sus catorce libros. Allí asistí, como director de la Editora Regional de Extremadura, en 2016, a un encuentro en su homenaje en el que recuerdo que participó, con una destacada intervención, Luciano Feria. En los Diarios da cuenta tanto de las relaciones sentimentales que mantiene con algunos hombres —durante bastante tiempo, con un francés llamado François— como de los encuentros fugaces y moderadamente sórdidos con otros partenaires en locales de ambiente o rincones urbanos aptos para el desahogo inmediato. Pero su relato, aunque cargado del peso que supone satisfacer una sexualidad distinta en una sociedad todavía reticente y a menudo intolerante con el otro, nunca incurre en la autocompasión ni se refocila en lo morboso. Sus informaciones son directas pero naturales, o todo lo naturales que pueden ser en un entorno adverso. (Los Diarios abarcan de 1984 a 2005, un periodo en el que España aún no había avanzado todo lo que ha progresado luego en la defensa de los derechos de los homosexuales, y los españoles participaban más que hoy del tradicional espíritu del macho hispánico y la abominación de los maricones). A Chirbes no lo ofuscan las dificultades que sufre para vivir y disfrutar de su condición, ni la expía de ningún modo, ni exagera lo que experimenta o añora, ni borra con la hipérbole de la prosa el daño o la insatisfacción que siente: refiere lo que le pasa con precisión y calma, aunque no sin confusión ni, a veces, perplejidad. Y lo hace sin envolverlo en metáforas o veladuras retóricas: su llaneza, cervantina, beneficia al relato e ilumina al lector. En la entrada correspondiente al 12 y 13 de diciembre de 1987, describe este encuentro con un vecino:
A las once de la noche, salgo de casa y me encuentro con mi vecino R.: borrachera hasta las siete de la mañana, alcohol, coca, y, a última hora, popper. Como otras veces (todo son preludios para ese desenlace sabido), me pide que me haga una paja delante de él: acerca su cara y mira con ojos morbosas cómo me corro. Él está casado, convencido de su heterosexualidad, pero tiene un órgano infantil, y prácticamente inútil. Se desnuda, se tumba y me mira con la cara pegada a mi polla, que es más bien poca cosa. A mí me excita eso: verle el deseo en los ojos. Me frota, me palmea en las nalgas mientras me la meneo, pega su cara a mi polla casi a punto de chupármela, le doy con ella junto a la boca. Se aparta, finge asco. La tienes gorda, cabrón, dice. No es verdad, pero a él le excita decirlo. Deja que te la toque. Lo hace con dos dedos, como si le diera asco, y a mí me excita verle ese corpachón y allá a fondo de la entrepierna, el rabito como un niño perdido entre sus carnosos y fuertes muslos blancos, mientras vuelve a poner los labios junto a mi polla. Pero no me toques con ella, cabrón susurra (pp. 190-191)
Un segundo libro gay —¿libro gay?— que me acompaña estos días es una antología poética del norteamericano Harold Norse, que ando traduciendo para una editorial andaluza. Norse es un autor completamente desconocido en España. Perteneció al grupo beat, aunque nunca descolló entre los Burroughs, Ginsberg o Kerouac que se llevaban la fama. La primera vez que supe de él fue cuando investigaba sobre un poema de Auden titulado «A Platonic Blow (A Day for a Lay)» [‘Una mamada platónica (un día para echar un polvo)’], que también quería traducir, y di con una cita suya, sacada de su autobiografía, Memoirs of a Bastard Angel ['Memorias de un ángel bastardo'] (que está pidiendo a gritos ser traducida al castellano), en la que decía de Auden y de su escasa habilidad para la felación: «Cuantas más ganas le echaba, menos respondía yo». Norse, obviamente, sabía de lo que hablaba. En su antología, el norteamericano canta el amor homosexual con una intensidad inusitada, y también con poca ocultación, como Chirbes. Pero en sus poemas siempre hay una crítica por la marginación a la que se ve sometido como gay, una denuncia de la represión y el desprecio que el homoerotismo suscita, incluso un temor por el daño que los déspotas de la heterosexualidad —de las-cosas-como-deben-ser— todavía podían causar. En una fecha tan tardía como 1999 —Norse había nacido en 1916, y moriría en 2009, solo, en una residencia de ancianos— aún escribió un poema titulado «Réquiem por San Robbie Kirkland (1984-1998, martirizado por sus compañeros de colegio)», en recuerdo de un adolescente gay que se había suicidado un año antes como consecuencia del terrible acoso que llevaba sufriendo en la escuela desde los seis años. La poesía de Norse es una exaltación del deseo y de la satisfacción del deseo; una llamada a la liberación de las ataduras que le impiden a cada cual ser como es y a los demás, aceptarlo; una oda al cuerpo del hombre y al placer que proporciona. Harold Norse era muy lorquiano, no tanto en su estilo, más próximo a Bukowski, pero sin sus exabruptos facciosos y sus bravatas de macho, como en su sensibilidad. Admiraba al granadino, cuya «Oda a Walt Whitman» figuraba entre sus lecturas de cabecera, y al que dedica un duro y hermoso poema, «Nos hemos cargado a su amigo el poeta», y menciona en muchos otros, como este «Yo no recomendaría el Amor», de inequívocas sugerencias:
Mi cabeza se sentía apuñaladapor una corona de espinas, pero bromeaba e iba en metro
y me metía en los calzoncillos del colegio y me masturbaba
y escribía en secreto
sobre el infierno de la adolescencia
porque era “diferente”
el primero y el último de mi especie
reprimiendo sensaciones muy agudas
en piscinas y vestuarios
adicto a los labios y los genitales
loco por las nalgas
que Whitman y Lorca
y Catulo y Marlowe
y Miguel Ángel
y Sócrates admiraban
si queréis sobrevivir,
yo no recomendaría
el Amor
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