Aunque las ciencias adelantan que es una barbaridad, y en nada se parece la experiencia de hoy a la que ha vivido el ser humano durante siglos, algo genético debe de haber en el terror que todavía nos inspira ir al dentista, al menos a mí. La literatura y la historia llevan milenios ofreciéndonos relatos escalofriantes de los cirujanos (sic) que igual ayudaban a parir a una yegua, fileteaban carne en el mercado del pueblo, sajaban los abscesos de los apestados o sacaban una muela, o la dentadura entera, cuando el cariado ya no aguantaba más. Y tenían trabajo, no solo por el pluriempleo, que siempre ha sido fatigoso, sino porque la gente no se lavaba, ni los dientes, ni casi nada. Aquellos primitivos odontólogos identificaban el origen del dolor —normalmente, una pieza negra en una boca tenebrosa—, introducían unas tenazas o unos alicates, lo que tuvieran más a mano, apresaban la muela podrida y, zas, con algunos certeros tirones, aunque tampoco importaba mucho que no fueran certeros, redimían al paciente de su calvario, aunque a costa de inenarrables dolores y un recital de aullidos. El calvario, no obstante, podía volver con facilidad, porque muchas veces quedaban restos de las raíces enfermas en el hueso y el mal se reproducía, o porque la higiene de las operaciones era escasa (quizá el cirujano venía de capar a un garañón o examinar la bosta de una vaca), todo quedaba impregnado de suciedad y la infección prosperaba de nuevo. Eso si había cirujanos en la comarca, o si la gente podía pagarles, porque, de otro modo, los atormentados tenían que obrar como Tom Hanks en Náufrago y arrancarse la razón de sus desvelos de una pedrada o atándola con un cordel a una puerta y cerrando la puerta. Hoy, por suerte, las cosas ya no son así. La anestesia —uno de los mejores inventos de la humanidad, junto con el libro y el aire acondicionado—, el perfeccionamiento del instrumental y el avance de la medicina han hecho que esas escenas terroríficas ya no se den. Pero, como decía, un miedo raigal nos encoge aún los testículos (los físicos de los hombres y los metafóricos de las mujeres). Acudo hoy a mi dentista —que lo será por primera vez: con los dentistas me pasa como con los peluqueros: me cuesta hacerme cliente; ninguno me convence—, que me ha prescrito la extracción de una muela muy estropeada y un implante posterior. Yo le he preguntado si no se podría aplicar un tratamiento más conservador —que conserve la muela, básicamente—, pero ella lo ha descartado con mucha inteligencia, sugiriéndome que pida una segunda opinión: está tan segura de lo que dice que no le importa que consulte a otro médico. Y eso me ha convencido. De modo que aquí estoy, tumbado en el antaño potro de tortura, hoy moderno sillón odontológico, con un foco con la forma de la cabeza de ET y el aspecto de aquellos flexos con los que los torturadores argentinos cegaban a los subversivos a los que se estaban trabajando en la Escuela de Mecánica de la Armada delante de los ojos, con las manos aferradas al cinturón de los pantalones y recordando —no puedo evitarlo— algunas desagradables experiencias en otras clínicas dentales, como aquella en la que la dentista, que aprovechaba que me tenía en sus manos para instruir a una aprendiz de su establecimiento, le decía que tuviera cuidado de coger bien la funda para que no se le cayese en el gaznate del paciente justo antes de que se le cayera la funda en mi gaznate: vi pasar entonces toda mi vida por delante de los ojos, lo que me pareció una mala señal, pero, en un infrecuente rapto de lucidez, en lugar de obedecer al instinto de tragarme aquel cuerpo extraño, taponé la entrada de la faringe con la lengua y tosí: la funda salió disparada y yo me sentí resucitar). La dentista de hoy, que se llama Luz, forma una buena pareja con el foco, pero ella es amable, y no gélidamente nosocomial, y hasta me acaricia el hombro para tranquilizarme. Algo hace muy bien: explica con detalle y calma lo que va a hacer y, cuando se pone a ello, lo que está haciendo. La información es fundamental para que uno no crea que todo va mal y que su hurgar desesperado en la quijada responde a que ha sucedido algo terrible o inesperado. El principio no es agradable, pero hay que entenderlo como una inversión: uno de los cuatro pinchazos de la anestesia, en plena mucosa, me recuerda a la cirugía de antaño. Pero no dura mucho y pronto, con los otros tres, surte el efecto de convertir mi boca en una masa de corcho insensible. La doctora introduce entonces, sucesivamente, artilugios punzantes, sajantes y cortantes, algunos parecidos a garfios, otros a ganzúas o escalpelos, todos los cuales tienen un brillo siniestro y hacen un ruido más siniestro todavía, mezcla de picana eléctrica —de nuevo, los torturadores de Videla— y martillo neumático. Pero yo, alabado sea el Hacedor, no noto nada. Mi dentista se afana en retirar todos los trozos de la muela, que estaba rota, sin partirlos más, aunque alguna raíz, me explica, se encontraba ya muy luxada. Me gusta esa expresión: una raíz luxada. Y me pregunto si, en el caso de que me torturasen realmente, también repararía en expresiones curiosas o llamativas que utilizaran los torturadores. Luego, concluido el trance, me enseñará esos trozos, en una bandeja metálica, como los médicos de campaña les enseñan las balas que los han atravesado a los heridos a los que han operado. En todo el proceso, Luz me ha contado muchas cosas y también me ha preguntado mucho. Pero no acabo de entender por qué lo hace, cuando responder es casi imposible: uno tiene la boca anestesiada, invadida por los artefactos del demonio con los que te está manipulando, y llena del agua que una ayudante implacable no deja de verter por una cánula, y que me provoca más de un ahogo. Cuando me atrevo a responder, parece que hable en albanés. Cuando acabamos, ha pasado una hora. Sin embargo, a mí me han parecido diez minutos. Es mentira que es sufrimiento prolongue el tiempo. Más bien lo acorta: el cerebro apresura la percepción para evitarlo, para que deje de oprimirlo. Me pasó, hace años, en un TAC que me hicieron por mis acúfenos (que siguen ahí): el ruido de aquel ataúd radiográfico era tan desquiciante que me parecieron solo cinco minutos los tres cuartos de hora que duró el tormento. Ahora tenemos que esperar a que la herida se cierre, pero solo para que pueda volver a abrirse: dentro de dos o tres meses hay que meter un clavo de titanio (el material de la naturaleza que mejor tolera el cuerpo humano) y después coronarlo con una muela nueva. Una gran perspectiva. Y la factura que caerá entonces por todo, otra. ¿Pero no eran los dientes la materia más dura de nuestro cuerpo? ¿Por qué, entonces, se empeñan en romperse, cariarse, temblar? ¿Por qué no dejan de fallarnos? ¿O les fallamos nosotros a ellos?
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