domingo, 14 de noviembre de 2021

La ciudad encontrada

Por tercera vez, Los Papeles de Brighton, la editorial fundada y dirigida por Juan Luis Calbarro hace ya ocho años, acoge una obra mía. Antes fueron un sucinto poemario, Décimas de fiebre, en 2014, y un compendio de reseñas y artículos literarios, Homo legens, en 2018. Ahora es La ciudad encontrada, una recopilación de las crónicas que he escrito sobre Sant Cugat del Vallès, la ciudad en la que resido desde 1998 —con los paréntesis de Londres y Mérida—, y que he publicado en mis blogs, Corónicas de Ingalaterra y Corónicas de Españia, desde el 2 de enero de 2014 hasta el 24 de junio de 2021. Así, justamente, se subtitula el volumen: Crónicas de Sant Cugat. Es el cuarto diario que publico, entendiendo por diario esta suma de relatos sobre los lugares en los que he vivido. Me gusta escribir diarios, o quizá debería decir que a los diarios les gusta escribirme. Dar forma escrita a las casi siempre pequeñas peripecias que me suceden allí donde estoy y colgarlas en el blog, es una forma —modesta, pero forma al fin y al cabo— de perdurar: de dejar constancia de nuestros leves pasos in hac lachrymarum valle, que tan importantes son para nosotros mismos, pero a los que tan indiferentes se muestra el mundo. La épica de la cotidianidad nos rescata de la insignificancia de la que estamos hechos, y da la oportunidad a los lectores de reconocerse y, por lo tanto, de confraternizar con su propia levedad. La levedad es nuestra amiga: nos quiere. Aunque casi siempre creamos que lo que nos pasa es el eje alrededor del cual gira el universo, lo que nos pasa suele ser una menudencia por la que no se le mueve un pelo al cosmos (ni a casi nadie). Asumir esa futilidad y relatarla con humor, para que no supure, sino para enaltecerla humildemente, para hacerla tolerable (y hacernos tolerables nosotros) y hasta placentera, es la única redención posible. De eso tratan estas crónicas: de plasmar lo que ocurre con ironía y llaneza; de ofrecer el fruto de la contemplación, ese arte olvidado, con la sal necesaria, para que no sea solo un fruto, sino también un alimento; de contar sin ánimo literario, o con un ánimo literario embridado, consciente de su causticidad, lo que ocupa los días y la conciencia. La ciudad encontrada es, claro, Sant Cugat del Vallès, en el doble sentido del término: es la ciudad que la que entonces era mi mujer y yo encontramos cuando buscábamos un lugar en el que escapar de los alquileres abusivos y el jaleo de la ciudad, pero también una ciudad con la que se tropieza, a la que uno se opone, o de la que disiente. Tengo sentimientos encontrados con Sant Cugat, como creo que se podrá apreciar en estas crónicas. Del libro que ahora publico, me gusta especialmente la ilustración de la cubierta, que reproduce el adorno de la aldaba de hierro de la actual puerta principal de acceso al monasterio de Sant Cugat: es una cara negra, que parece una máscara africana. Y eso conviene singularmente a un pueblo cuyo epónimo —Sant Cugat: San Cucufato— fue un mártir nacido en la provincia romana de Cartago y, por lo tanto, de piel oscura. Por cierto que Cucufato, según el Martirologia romano, ofreció una resistencia numantina a sus torturadores, con la ayuda de Dios: primero volvió a meterse en el vientre las tripas que le habían sacado y a coserse acto seguido el abdomen con un cordón; luego, condenado a la hoguera, vio cómo Dios apagaba de un soplo el fuego que iba a consumirlo; y, más tarde aún, encerrado en una mazmorra (se conoce que los romanos se habían cansado de intentar matarlo sin conseguirlo), logró convertir a sus carceleros. Pero él quería subir al cielo por la vía del martirio y Dios, para agradecerle su fe inquebrantable, accedió a su deseo: permitió que sus perseguidores lo degollasen. Ese regalo le hizo. Hoy, de san Cucufato —Cucuphas en el Martirologio queda la oración testicular que pronuncian los que han perdido algo y hacen unos nudos en un pañuelo: "San Cucufato, san Cucufato, los cojones te ato, y hasta que no encuentres [lo que sea que hayan extraviado], no te los desato". Yo confieso no haber recurrido nunca a Sant Cugat (ni acudido a la oficina de objetos perdidos de la ciudad) para encontrar los paraguas o las gafas que constantemente me dejo por ahí, pero quizá deba hacerlo la próxima vez. Será otra de las ventajas de vivir aquí.

Esto cuento en el prólogo del libro:

Me establecí en Sant Cugat en 1998. Ángeles, mi mujer entonces, y yo llevábamos diez años viviendo en un piso de alquiler en Barcelona y estábamos cansados; de vivir en alquiler, quiero decir, no el uno del otro (todavía). Como ambos habíamos venido, desde nuestros inicios proletarios, a mejor fortuna (por el muy hispánico procedimiento de hacernos funcionarios), decidimos convertirnos en eso que casi todos los españoles quieren ser: propietarios. De proletarios a propietarios, pues. Y empezamos a buscar casa en Barcelona, una tarea que se reveló, sobre agotadora, desesperante: a finales del siglo pasado, el mercado inmobiliario, más hinchado que un zepelín, ofrecía pocilgas a precio de casa solariega, y nuestros magros ingresos no podían hacer frente a los dinerales que el más deleznable hacendado pedía por sus cuatro (y a veces solo tres) paredes. Pero tuvimos un golpe de suerte: el colegio de médicos de Barcelona, alentado por la perspectiva de sumarse a aquel frenesí constructor que dejaba a casi todos beneficios astronómicos, decidió ejercer de promotor inmobiliario y ofreció a sus colegiados —entre los que se contaba mi esposa— una propiedad sobre plano en Sant Cugat del Vallès. (...) La promoción se llevó a cabo sin desfalcos ni incumplimientos —el colegio de médicos de Barcelona es mucho colegio de médicos— y muy pronto nos radicamos en una calle que daba al Parc Central, una zona de nueva urbanización en el municipio. Hasta entonces, Sant Cugat solo había sido para nosotros una más de las muchas localidades del cinturón de Barcelona, de la que apenas sabíamos nada. Sí teníamos la impresión, empero, de que no era como Santa Coloma de Gramenet o L’Hospitalet de Llobregat, destinos de la inmigración española a Cataluña en las décadas precedentes y, a nuestros ojos asustadizos y pequeñoburgueses, ciudades sin ley, poco más que amontonamientos de chabolas, habitadas por hordas de lolailos y navajeros. Sant Cugat era un reducto tranquilo, catalán (no como Santa Coloma y Hospitalet, que eran enclaves andaluces en Cataluña), acomodado y ultramontano  —esto es, situado más allá de la montaña del Tibidabo—, que crecía con firmeza, y que muchos consideraban ya un refugio de pijos. Mi único conocimiento del pueblo —que en 1998 ya tenía poco de pueblo: contaba con más de 50.000 habitantes; hoy acoge a más de 90.000— provenía de las visitas que le había hecho a un amigo de adolescencia que había vivido allí durante un tiempo antes de emigrar a Israel. (...) Recuerdo que un día, tras pasar toda la tarde con ambos paseando por el lugar, fui a la estación de los ferrocarriles de la Generalitat para volver a casa y ya no había trenes: la estación oscura, las puertas cerradas, la sensación de abandono. Volví al piso de mis amigos y hube de pasar con ellos la noche (compartiendo la cama con otra amiga; fue una noche rara). Pero ahí se acabaron mis relaciones con Sant Cugat, hasta que el azar médico inmobiliario me devolvió a él. 

Cuando nos instalamos en nuestro nuevo hogar, aún quedaban bastantes rastros del pueblo que había sido. El Parc Central solo estaba construido hasta la mitad —luego ha crecido hasta constituir, con el adyacente Parc del Turó de Can Mates, uno de los parques urbanos más grandes de España— y, al llegar al final de lo edificado, se veían unos trigales que se extendían al horizonte, interrumpido por los grumos rocosos de la montaña de Montserrat, y que era un placer contemplar a la puesta del sol, cuando los últimos rayos desordenaban los ocres serenos y los convertían en un amarillo refulgente, casi desquiciado. También subsistían —y siguen subsistiendo— algunas casas de la posguerra entre los edificios nuevos y rutilantes: lugares sencillos, a veces incluso toscos, que tenían huertos en lugar de jardines, trabajados por propietarios provectos, que atendían los tomates y las lechugas en camiseta de tirantes. Aquellas fincas, sólidamente ancladas a la tierra, habían resistido el vendaval de la reurbanización y seguían manteniendo su carácter dignamente humilde, que recordaba los esfuerzos de la gente, no demasiados años atrás, por hacerse un hueco en el extrarradio y levantar un techo propio que los protegiera de las amenazas del mundo. Esta condición rural, presente aún en muchos rasgos del pueblo —sus masías, su tradición vinícola, sus negocios de cerámica—, venía conviviendo, no obstante, con el carácter residencial que le había otorgado la burguesía de Barcelona a finales del siglo XIX. Familias pudientes habían descubierto un lugar fresco y apacible, en pleno bosque de Collserola, donde pasar felizmente los veranos húmedos y los incómodos inviernos de su ciudad. En 1914, los ingenieros norteamericanos y canadienses de la Barcelona Traction, Light and Power Company, que estaba electrificando Barcelona, inauguraron en Sant Cugat el primer club de golf de Cataluña, que no solo sigue funcionando hoy, sino que se ha convertido en una respetable institución de la comunidad. Y en 1917 llegó el tren, que facilitó el desplazamiento desde la capital: ya no eran necesarios fatigosos viajes en coche, tartana o animal por los polvorientos caminos o las improbables carreteras de la época. Los más adinerados se apresuraron a levantar torres, mansiones y villas (...) que hoy constituyen un significativo muestrario de la arquitectura modernista y posmodernista catalana, y una prueba del poderío de muchas familias capitalinas. No pocas de esas casas se construyeron cerca de la vía férrea, lo que las hacía aún más adecuadas, a pesar del ruido de los trenes. Otras se diseminaron por el núcleo urbano o dieron pie a nuevos barrios. (...)



Enlace del libro en la página web de la editorial: https://lospapelesdebrighton.com/2021/11/05/eduardo-moga-la-ciudad-encontrada/

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