Había nacido en 1887 en Pointe-à-Pitre, en la isla de Guadalupe, en el seno de una familia de terratenientes, rodeado de la exuberante naturaleza del Caribe. Pero la isla tembló —hubo un devastador seísmo en 1897— y la economía de la familia también, y el niño Alexis hubo de sufrir el primer exilio de su vida: la familia se radicó en Pau, en los Pirineos franceses, después de que la biblioteca familiar, tan querida, que trasladaban desde las Antillas se hundiese por accidente en el mar y solo le pudiera ser devuelta en forma de pasta de papel. Su padre murió pocos años después. Saint John-Perse se marchó entonces a París, ingresó en el Ministerio de Relaciones Exteriores, viajó por Asia —estuvo destinado en China de 1916 a 1921— y, ya regresado a Europa, participó activamente, como alto funcionario y luego secretario general del Ministerio, en la convulsa política europea de los años 20 y 30. Militó, por desgracia, a favor de la no intervención de Francia en la Guerra Civil española —aquella malhadada abstención condescendiente con el fascismo y letal para la República— y formó parte de la delegación francesa en la Conferencia de Múnich de 1938, donde Mussolini lo piropeó como al gran poeta que ya era —había publicado Anábasis en 1924—, pero Hitler gritó: «¿Quién es este martiniqués, este negro que se atreve a desafiarme?». Hitler se equivocaba doblemente: Perse ni era de la Martinica, sino de Guadalupe, ni negro. Pero qué orgullo que Hitler lo insultara a uno. Los nazis, no obstante, le hicieron pagar sus osadías y, cuando ocupan Francia, saquean su piso en París —cinco volúmenes manuscritos e inéditos se convierten en humo—, el gobierno títere de Vichy confisca todos sus bienes y lo priva de la nacionalidad francesa, y él, arruinado y apátrida, tiene que huir a Inglaterra, luego a Canadá y, por fin, a los Estados Unidos, donde se establecerá. Será su segundo y definitivo exilio, y de él nacerá uno de sus mejores poemarios: Exilio. En Washington sobrevive como asesor de la Biblioteca del Congreso, gracias a la mediación de su amigo, el también poeta Archibald MacLeish. Luego viaja por el país, tan anchuroso como China, como ya hiciera en Asia. En 1960 recibe el premio Nobel y muere en Francia en 1975.
Es significativo que su primer libro, Estampas para Crusoe, publicado en la Nouvelle Revue Française en 1909, invocase al protagonista de la novela de Defoe, alguien que reconstruyó la civilización, el mundo, en una isla desierta, con su ingenio y los magros medios que sobrevivieron a su naufragio. Porque lo mismo hará Perse con su poesía: rehacer el mundo, y cantar su reconstrucción, con la materia del lenguaje, eso que sobrevive, en cada uno de nosotros, al naufragio de la vida. Saint-John Perse, desde Estampas para Crusoe hasta Canto para un equinoccio, su último poemario, publicado en 1971, edifica el cosmos: reúne los infinitos paisajes de la naturaleza (Lluvias, Nieves, Vientos, Mares, Pájaros: así se titulan sucesivos poemarios suyos) y las desconcertantes aventuras de los hombres, en el azaroso serpentear de la historia (sus ciudades, sus mitos, sus civilizaciones, sus catástrofes), para comprender ese caos maravilloso y también luciferino, ese hogar y ese exilio: para someterlo al dominio del espíritu. Y lo hace desplegando unos vastísimos conocimientos de geología, de navegación, de astronomía, de botánica, que se suman a los que le proporciona haber pisado, en sus destierros y correrías, las tierras y los océanos del planeta. Los poemas de Perse son himnos euclidianos, ecuaciones jubilosas, saber que muda en asombro y alegría: «erudición sensible», como dijo José Antonio Gabriel y Galán, uno de los mejores traductores de Anábasis. Perse reúne el lirismo y la épica, la objetividad y la imaginación, la conciencia individual y la conciencia colectiva. Y practica la enumeración como pocos poetas lo han hecho: a la altura de Whitman, o incluso más allá, Perse teje sus poemas con montuosas acumulaciones de objetos, profesiones, sucesos o seres; acumulaciones que no son meros catálogos, sino delicados entramados de correspondencias. Nunca sabemos muy bien de qué nos está hablando Perse, pero sabemos con seguridad que es algo muy importante, que nos concierne esencialmente como seres humanos, como habitantes de la historia y del planeta. Saint-John Perse ha pasado a menudo por poeta hermético, pero, como él mismo dijo y recoge el encendido y a la vez analítico prólogo de Juan Carlos Mestre y Alexandra Domínguez, ils m’ont appelé l’obscur et j’habitais l’éclat: «Me llamaban el oscuro, pero yo habitaba el resplandor». Y eso mismo siente, no puede dejar de sentir, quien se acerca a su obra sin la estrechez del cíngulo racional: su forma, versicular, fluyente, exaltada, precisa, constituye el sentido. Sus imágenes, desligadas de ataduras chatamente inteligibles, se bastan para transmitir el alborozo y la confusión de la vida, el pasmo ante las realidades visibles y las invisibles, las luces y las sombras del hacer humano, la soledad que subyace tanto en el exilio como en el amor, las tinieblas del sol y la claridad de la noche. Y todo eso se capta sin más, sin asedios lógicos, desciframientos ni exégesis: por la mera exposición al poder alquímico de sus alegorías, al ritmo embriagador de su verbo. Los poemas de Perse no significan: son.
Saint-John Perse ha tenido siempre mucha suerte con sus traductores: Rilke, Eliot, Ungaretti, Octavio Paz, Walter Benjamin, Drummond de Andrade, Auden y Lezama Lima, entre otros grandes, han vertido su obra a casi todos los idiomas del mundo. En España, también ha recibido la atención de excelentes traductores, como José Antonio Gabriel y Galán, Manuel Álvarez Ortega —que publicó una amplia antología de su poesía, Pájaros y otros poemas, en 1976— y Enrique Moreno Castillo, responsable de unas también magníficas Poesías en 1988. La versión de Alexandra Domínguez y Juan Carlos Mestre, probablemente el poeta más persiano de España, junto con Antonio Gamoneda, obra el prodigio de reproducir sin merma la sintaxis ramificante de Saint-John Perse, la prosodia hirviente de sus enumeraciones y su acusada dificultad léxica: la precisión insuperable del original requiere una exactitud equiparable en la traducción. Au grand bruit frais de l’autre rive, les forgerons sont maîtres de leurs feux ! Les claquements du fouet déchargent aux rues neuves des tombereaux de malheurs inéclos. Ô mules, nos ténèbres sous le sabre de cuivre ! quatre têtes rétives au noeud du poing font un vivant corymb sur l’azur, escribe Perse en el poema IV de Anábasis. Y traducen Mestre y Domínguez: «¡En el reciente estruendo de la otra orilla, los herreros son dueños de su lumbre! Los chasquidos del látigo descargan en las nuevas calles sus carretelas de latentes infortunios. ¡Oh mulas, nuestras tinieblas bajo el yatagán de cobre! cuatro cabezas reacias a las bridas del puño forman un floreciente corimbo en el azur».
La edición se completa con el discurso de aceptación del Premio Nobel, que Perse pronunció el 10 de diciembre de 1960, una pieza de altísima oratoria donde se dan razones como esta: «Mediante el pensamiento analógico y simbólico, mediante la iluminación remota de la imagen mediadora y a través del juego de sus correspondencias, en miles de reacciones en cadena y de inéditas asociaciones, por la gracia al fin de un lenguaje en el que se tramite la manifestación misma del ser, el poeta se inviste de otra realidad». Esta visión expansiva, y a la vez entrañada, define la poesía de Saint-John Perse. Y la realidad de la que habla es la que todos albergamos, sin conocerla.
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