En el Auditorio actúa hoy el Harlem Gospel Choir, un grupo neoyorquino que recorre el mundo cantando espirituales negros. Voy a verlos con mis hijos. El Auditorio está abarrotado: no queda un asiento libre. El presentador de la velada lo recalca orgullosamente desde el escenario: «No queda un asiento libre». Nosotros estamos en el anfiteatro, desde donde vemos, en la platea, un mar de cabezas, mayoritariamente calvas. La media de edad, como enseguida señalan Pablo y Álvaro con alguna melancolía, es alta. El presentador también subraya que el concierto se enmarca en el Voll Damm Jazz Festival de Barcelona, y los tres juzgamos prometedor que sea una empresa de cervezas la que lo patrocine. El Harlem Gospel Choir está compuesto por nueve cantantes (seis mujeres y tres hombres), un teclista y un batería; todos negros, y todos de negro. Los toques de color se limitan a una estola anaranjada que visten los nueve, que recuerda el origen evangélico de la música, pero que de lejos parece una bufanda del Atlético de Madrid, y a unos pompones verdes, rojos o amarillos que llevan en el pelo las mujeres, parecidos a las rosas o los claveles reventones de las cantaoras hispanas. Estas cantantes, sin embargo, no vienen de Triana, sino del Bronx, o quizá de Alabama. Al coro, me parece, le cuesta calentar la voz: empiezan con un tono bajo, que el entusiasmo del batería contribuye a hacer más bajo todavía (aunque algo le debe de pasar, porque un operario no deja de acercársele, marcharse y luego volvérsele a acercar por el fondo del escenario; cosas del directo). Gastan buenas voces, pero todo parece un poco anodino, un poco lábil aún. Los temas que cantan tampoco son conocidos: no hay piezas clásicas, sino un repertorio privado, algo blando para mi gusto. Pero poco a poco se van animando. Cantan a coro algunas piezas, pero en otras alguno de ellos se adelanta del grupo y ejerce de solista. Nos emociona la voz de uno de los hombres, el único delgado del conjunto, y también el único calvo; todos los demás demuestran tener un apetito formidable, y tienen pelo. Su fraseo es flexible y hondo, repleto de acariciantes vibratos. El Harlem Gospel Choir es muy participativo: desde el primer momento piden las palmas del público e incluso lo animan a cantar con ellos, lo que el respetable de Sant Cugat hace a medias, con educada tibieza. El que parece líder del grupo, que ocupa el centro del semicírculo que dibuja el coro en el escenario, nos recuerda que you don't have to be quiet ['no tenéis que estar callados'], recomendación que la mayoría no atiende, pero no por desinterés, sino porque no la entiende. Los cantantes no hablan español y se dirigen al público solo en inglés. Lo único que dicen en otro idioma —breves fórmulas de cortesía, como «gracias» o, dadas las entrañables fechas en las que nos encontramos, «feliz Navidad»— es en castellano, y me sorprende que nadie les haya informado de que quizá habría sido más conveniente, para seducir al público local, emplear el catalán, aunque el catalán sea para los neoyorquinos un idioma tan exótico como el samoano. El deseo de que acompañemos su actuación se deriva del carácter comunitario y celebratorio de la música espiritual, que se cantaba en las iglesias negras en el siglo XVIII y que se popularizó en los años 30 del siglo pasado; hasta Elvis la pelvis Presley —«Peace in the Valley», Elvis Christmas Album— la incorporó a su repertorio. Se nota que, cantándola (y bailándola), estos músicos se lo pasan bien. Es más, se lo pasan en grande. Alternan las canciones más alborozadas con otras más melancólicas, pero todas expresión de un sentimiento religioso elemental y exultante: en las letras, no siempre comprensibles, se reconocen multitud de lords, gods, aleluyas y amens. Una solista agradece a Dios los cambios en nuestra vida, aunque no alcanzo a imaginar qué gracias podríamos darle por el cambio que supone quedarnos sin trabajo, sin casa o sin hígado. Otra se confiesa glad to serve this wonderful God ['alegre de servir a este maravilloso Dios'], y yo me pregunto qué necesidad tendrá Dios, omnipresente, omnipotente y eterno, de que le sirvan unas criaturas tan insignificantes como nosotros; yo, francamente, prefiero servir a seres menos encumbrados. Los miembros del Harlem Gospel Choir siguen exhibiendo sus magníficas voces, acompañándose de una gestualidad que no es unánime ni sincrónica, sino más bien caótica (qué esdrújulo me ha salido esto, pero no encuentro adjetivos mejores). Las canciones transmiten alabanza y alegría. Un cantante empieza a tocar una pandereta. Los focos del auditorio, dirigidos al público, se encienden y apagan a veces, como un rudimentario remedo de la iluminación discotequera. La parte final del concierto la han reservado para cantar a la Navidad, the most wonderful time of the year ['la época más maravillosa del año'], como dice una de las solistas, que añade: Jesus is the reason for this season ['Jesús es la razón de esta estación']. De nuevo discrepo (íntimamente): la Navidad no tiene para mí nada de wonderful; es más bien un horror. Pero ella se ratifica entonando con mucho sentimiento el «Oh, Happy Day», uno de los varios temas clásicos que ahora sí atacan, punteados por numerosos «¡Feliz Navidad!». La velada se cierra con entusiasmo, tanto por parte del coro como del público. Pablo no deja de acompañar las canciones con palmas; Álvaro lo hace con menos fervor; yo no aplaudo. Cuestión de caracteres. A la salida, una colaboradora del grupo ha plantado un tenderete en el vestíbulo del Auditorio, desde donde esgrime un CD y vocea: «¡sidís!, ¡sidís!» . No estoy seguro de que el público sepa a qué se refiere.
Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
jueves, 30 de diciembre de 2021
sábado, 25 de diciembre de 2021
Uno de nosotros. Homenaje a Ramón García Mateos
Silva Editorial, de Tarragona, acaba de publicar Uno de nosotros. Miscelánea homenaje a Ramón García Mateos, un libro dedicado a mi viejo amigo, poeta y folclorista, con ocasión de su jubilación como profesor de enseñanza secundaria. Los responsables de la edición son sus también amigos Juan López-Carrillo, Alfredo Gavín y Germán García Martorell, y en el volumen, de casi cuatrocientas páginas, han colaborado algunos de los mejores poetas españoles del momento, como Antonio Gamoneda, Juan Carlos Mestre, Agustín Fernández Mallo, María Ángeles Pérez López, Jaime Siles, Antonio Carvajal, Luis Alberto de Cuenca o Tomás Sánchez Santiago, además de muchísimos excelentes escritores y amigos —porque esta es una de las principales virtudes de Ramón: fomentar la amistad—, como Juan Luis Calbarro, Pilar Blanco, Luis Felipe Comendador, Efi Cubero, Teresa Domingo Català, Juan Carlos Elijas, José Luis Ferris, Ángel García López, Juan González Soto, Ángel Guinda, Gustavo Hernández Becerra, José Ángel Hernández, Máximo Hernández, Manuel Moya, Nancy Morejón, Ángel Luis Prieto de Paula, Manuel Rivera —editor de Silva— o Antonio Tello, entre muchos otros. El libro también incluye una sección con muestras de la correspondencia que Ramón mantuvo con grandes escritores ya fallecidos, desde José Agustín Goytisolo —una de sus principales influencias, a quien ha dedicado su tesis doctoral— a Claudio Rodríguez, desde Diego Jesús Jiménez hasta Félix Grande, estudioso del flamenco y la copla popular, como él. Ramón se merecía este homenaje, sin duda. Su obra literaria, su rica e infatigable labor docente, su condición de activista cultural, de dinamizador de la palabra y la literatura, y, sobre todo, su bonhomía, su inteligencia y su sentido del humor, lo hacían un candidato ideal al reconocimiento de sus contemporáneos. Esta ha sido mi contribución al volumen, titulada «Elogio de Ramón García Mateos»:
La primera vez que vi a Ramón García Mateos, iba desnudo (él). Yo entraba en la habitación donde iba a alojarme durante el curso de verano en el que me había inscrito, allá por 1996, que se celebraba en El Escorial y trataba de poesía amorosa (los organizadores, como nos revelaron luego, habrían preferido titularlo El sexo en la boca de los poetas, con lo que la asistencia habría sido multitudinaria, pero la universidad, incomprensiblemente, no lo consideró oportuno), y me encontré a un voluminoso y reluciente varón saliendo de la ducha. Por fortuna, llevaba una toalla blanca enrollada a la cintura. Era Ramón. Por un momento, pensé si la presencia de un señor en cueros en las habitaciones no formaría parte del curso, que acaso pretendía complementar con ejercicios prácticos el contenido académico, y lo primero que se me ocurrió es que habían equivocado mis gustos: a pesar de las prometedoras hechuras de Ramón, yo habría preferido a una señora. Pero Ramón se apresuró a presentarse y a informarme de que a) en aquel establecimiento, las duchas eran compartidas, y b) él ocupaba el cuarto de al lado. Así que nos dimos la mano, yo sujetando aún la maleta con la otra, y él, la toalla. Contra todo pronóstico, aquel fue el principio de una larga amistad. El curso del que ambos éramos alumnos no solo fue un excelente encuentro poético —fue un placer, por ejemplo, escuchar a Claudio Rodríguez hablar de flores y frutas en la poesía amorosa del Siglo de Oro—, sino también, y aún más importante, un suceso afortunado que sirvió para que se cimentaran numerosas amistades entre los asistentes, con las que ambos todavía nos honramos: con Juan Luis Calbarro, con Máximo Hernández, con Ada Salas, con Luis Felipe Comendador —al que bautizamos cariñosamente como «el comendador de Béjar»—, con Regino Mateo, con Tono González Fuentes y con un ser maravilloso, por el que todos sentíamos una encendida admiración, la barcelonesa Montse Salas. Tras aquella enriquecedora juerga veraniega, Ramón y yo seguimos hablando, carteándonos, intercambiando libros, compartiendo inquietudes, visitándonos. Pude comprobar, a lo largo de los años, su energía incansable en pro de la poesía. Ramón no solo era un escritor sobresaliente, sino un organizador estupendo y un dinamizador cultural de primer orden. Sus Jornadas de Poesía Contemporánea, que se celebraron en Cambrils en 2003 y cuyas ponencias y poemas se recogieron en el volumen Palabras frente al mar. Antología, coordinado y editado por él, constituyeron un acontecimiento poético memorable, en el que participaron poetas de la talla de Antonio Gamoneda, Félix Grande, Diego Jesús Jiménez, Juan Carlos Mestre, Antonio Carvajal, José Corredor-Matheos, Ada Salas, María Ángeles Pérez López, Tomás Sánchez Santiago (que, con ocasión de las Jornadas, y dado lo mucho que llovió aquellos días de abril, contribuyó a la renovación de la paremiología española: En Cambrils, aguas mils, proclamó), Agustín García Calvo o José Agustín Goytisolo. Ramón siempre ha bregado por los demás, lo que constituye un mérito insólito en un mundo —y sobre todo en el mundo poético— generalmente insolidario e incluso solipsista. Lo ha hecho como maestro, ganándose el afecto de los cientos de alumnos que han pasado por sus clases en el Instituto de Cambrils donde ha trabajado muchos años, y también como poeta y amigo. Durante un tiempo ejerció incluso de editor, alumbrando títulos novedosos en una colección de su invención, Trujal, cuya segunda época tuve la satisfacción de inaugurar con un breve y muy surrealista poemario, La ordenación del miedo, en 1997. Pero Ramón ha sido, y sigue siendo, también, un magnífico escritor, cuyos poemas claros, luminosos, humanos, que persiguen la noble, la transparente vibración de la literatura popular, me han acompañado desde que lo conocí. Cuando los leo, además del placer estético que me procuran, no puedo dejar de sentir afecto por el hombre que los ha escrito; y así sería aunque no fuese mi amigo. Sus versos promueven una estima especial por alguien que persigue la limpieza en cuanto dice o hace; que mira el mundo con ojos inteligentes, pero que han sabido conservar un candor casi infantil; que aspira al amor sin desconocer su naturaleza claroscura y perecedera; que se diría incapaz de una traición o una bajeza. Ramón es una de las personas más generosas que conozco, pero cuya generosidad no excluye otras virtudes reseñables, como la lucidez, a veces ácida, y el sentido del humor, omnipresente —que son, en realidad, una y la misma—. Ramón bromea, bromea mucho, pero siempre con sentido, y siempre sobre cosas serias. Y ríe mucho también, aunque su risa enseguida desborde esa condición y prospere en carcajada: una carcajada sanadora, ancha como su mirada, bruñida como tantos versos suyos; una carcajada que se diptonga: juá, juá, juá. Ramón es un amante de la vida y de sus placeres. Hedónico, radical en sus querencias, pero hospitalario con todo, gusta del vino y la copla, del mar y la luz, de la amistad y la alegría, de la palabra y el silencio. Ramón García Mateos recicla las amarguras y las devuelve encalmadas —y, a veces, encamadas, lo que es aún mejor—, desbrava la tristeza, destiñe la bilis, ahuyenta el malestar, baila cuando procede, sabe hacer pedorretas pero también discursos, no repara en admiraciones, desde Antonio Machado hasta Juan Gelman —y admirar es una de las tareas más difíciles en este mundo de egoísmos perros, solo al alcance de los espíritus más altos—, es saludablemente anticlerical y disfruta tanto con Luis Cernuda como con El cipote de Archidona, de don Camilo. Ramón posee la rara virtud de contagiar, a la vez, sosiego y energía. Cuando uno está con él, está mejor: es mejor.
lunes, 20 de diciembre de 2021
De jardines mediterráneos (y 2): Santa Clotilde, en Lloret de Mar
martes, 14 de diciembre de 2021
De jardines mediterráneos (1): Marimurtra, en Blanes
viernes, 10 de diciembre de 2021
Cayetana
Cayetana Álvarez de Toledo y Peralta-Ramos tiene cara de personaje de Picasso, como Rossy de Palma. Y carácter de personaje de Céline. O de Pedro Muñoz Seca. También es marquesa de Casa Fuerte. Su prosapia sobrecoge: entre quienes han transmitido la semilla principesca que ha desembocado en Cayetana, figuran conquistadores, virreyes, capitanes generales y grandes de España; hasta los burgueses de su familia han culminado grandes gestas: el fundador de la ciudad del Mar del Plata, estanciero intrépido, es tataratataraalgo suyo; y otro de sus antepasados, no menos ilustre, Francisco de Borja Álvarez de Toledo Osorio y Gonzaga, duodécimo marqués de Villafranca, recibió en 1819 de Fernando VII, aquel monarca preclaro, la Medalla de Sufrimientos por la Patria. La familia Álvarez de Toledo siempre se ha significado por sufrir mucho por la patria; por la patria, por su unidad y su gloria, hay que hacer cuantos sacrificios sea menester, y hasta colaborar con la FAES si es necesario. Es normal, pues, que, sin haber alcanzado un genuino conocimiento de la condición humana —que conduce a la certeza de la incertidumbre y al calambre del desamparo, antídotos para cualquier tentación de encumbramiento—, haya desarrollado los aires de emperatriz de todas las Rusias que la caracterizan. Cayetana, como cualquier marquesa viajada, habla varios idiomas: inglés, francés y español, como mínimo, y en todos ellos suelta los mismos disparates. No habla, sin embargo —casi ni entiende—, el catalán que se habla en la provincia por la que es diputada, Barcelona, pero eso es normal, porque todo el mundo sabe que el catalán es un idioma de segunda que los barceloneses, y los catalanes en general, utilizan porque no les da la gana utilizar el castellano, que es la lengua de todos. Aunque, si Cayetana visitara un poco más la provincia cuyos intereses tiene la obligación de defender —en la que ha puesto los pies una vez o ninguna desde que fuera elegida, hace un bienio—, quizá le resultaría menos engorroso aprenderlo. Cayetana no es nacionalista, es más, es antinacionalista, pero tiene tres nacionalidades: española, francesa y argentina. Como uno de sus variopintos mentores, el Nobel y antiguo escritor Vargas Llosa, que tampoco es nacionalista, pero que tiene dos: peruana y española. Curiosamente, los que más contrarios al nacionalismo dicen ser, son los que más naciones acaparan. Cayetana es antinacionalista como el Papa es antirreligioso. Cayetana defiende que España sea soberana e independiente, pero rechaza que otras comunidades también lo sean. Como tantos otros patriotas españoles, niega a los demás aquello de lo que ella disfruta. Cayetana comparte un nacionalismo plenamente investido de Estado, que, por tanto, ha satisfecho todas sus ansias de reconocimiento institucional frente a sí y frente al mundo, y que, a fuerza de no percibirse, ni siquiera llega a concebirse como nacionalista. El nacionalismo es, para Cayetana, un horror, siempre que sea el de los otros. El propio no lo es, porque no es nacionalismo. O, en todo caso, es un nacionalismo no nacionalista. La invisibilidad del nacionalismo que anima a tantos —políticos y no políticos, de derechas y de izquierdas, aunque los de derechas siempre han experimentado una mayor necesidad de refugiarse en la comunidad, en la tribu, para sentirse alguien— es una singularidad de la política contemporánea, casi tan reseñable como la propia existencia del nacionalismo. Cayetana lleva la ideología como lleva la ropa: visible, colorida, de marca. En su cráneo no hay cerebro, sino ideología. La ideología le rebosa hasta tal punto que, cuando abre la boca, se le caen las palabras «democracia» o «libertad». Son palabras de escayola, tan escuálidas como la razón que las sustenta, aunque, cuando las expele, parezca que pronuncie un nuevo discurso de Gettysburg. El concepto de democracia de Cayetana es como el concepto de religión del Papa: es democrático (y religioso) lo que ya existe, lo que tengo yo, lo que no cuestiona las seguridades en las que he prosperado. Esa es la única fe verdadera; lo demás es expulsado a las tinieblas exteriores: cosas irrealizables, inimaginables, heladoras. Cayetana no concibe el Estado moderno como un acuerdo, diariamente renovado, entre ciudadanos libres, sino como el mantenimiento de las instituciones públicas y las entidades políticas sacramentadas por el curso ciego de la historia. Defiende una democracia de estuco, una democracia mosaica, una democracia españolísima y sagrada. La democracia es para ella un fetiche que debe permanecer incólume, un tótem de piedra. Como ha recordado el peligroso crítico marxista Terry Eagleton en Ideología (2005), «cuanto más terriblemente utilitaria es una ideología dominante, más refugio buscará en la retórica compensatoria de carácter trascendental (...). La base del capitalismo moderno está, así, en contraposición con su superestructura. Un orden social para el cual la verdad significa el cálculo pragmático sigue apelando a verdades eternas; una forma de vida que (...) invoca ritualmente lo sagrado». De la misma guisa procede Cayetana con la palabra «libertad», revestida de pladur sacro, vacía como el caparazón de una tortuga muerta, y que solo es libertad si libera a quienes piensan como ella de cuantos piensan —es decir, desean— otra cosa. En la cosa de la libertad, Cayetana ha encontrado una amiga entrañable en Isabel Díaz Ayuso, la musa capitalina cuya capacidad para excretar sandeces, con muy castiza naturalidad, eso sí, supera la de cualquier dirigente político desde el inenarrable Pich i Pon. Pero Cayetana también ha tenido aciertos, y uno, en particular, muy destacado: ha conseguido engañar a todo el mundo, y eso es muy meritorio, aunque España sea tierra propicia para engatusamientos semejantes. Alguien que se presentaba sencillamente como periodista, aterrizó un buen día en España y, tal como puso el pie en la tierra de sus ancestros, embrujó a Pedro J., que se atusó los tirantes y la aupó a los altares del El Mundo, y luego a ese prócer del periodismo patrio, fino intelectual y dechado de ecuanimidad, que es el turolense Federico Jiménez Losantos, para, por fin, infiltrarse en el PP y ser nombrada jefa de gabinete de Angelito Acebes, aquel ínclito secuaz aznariano al que todavía recordamos asegurando a los españoles, con aplomo inconmovible, que el atentado del 11-M había sido obra de ETA. Cayetana se labró, con desparpajo y largueza verbal, el futuro del que carecía en la Argentina, una república quizá demasiado turbulenta para ella y poco dada a bailarles el agua a aristócratas que confraternizaban con el enemigo, y en el Reino Unido, donde había estudiado con el historiador conservador John Elliott, pero en el que su mediocridad intelectual, su conservadurismo inclemente y su patrioterismo mohoso, amén de una altanería draconiana, no iban, no podían pasar inadvertidos, ni las rígidas esferas políticas iban a abrirse para dar cabida, como Cayetana ansiaba, a una franco-argentina más estirada que las inglesas más estiradas, que ya es decir. Como decía Julio Camba, las hijas de Albión parecen paraguas; pero es que Cayetana parece una sombrilla de playa. Por eso recaló en España. Como recuerda siempre que puede —porque eso de la patria, ya lo hemos visto, le mola mucho, siempre que no sea una patria que impugne a la suya—, Cayetana decidió hacerse española, desmintiendo así a Cánovas del Castillo, para quien era español el que no podía ser otra cosa. Aquí debió de reconocer el lugarejo papanatas donde los políticos —y, ay, los intelectuales— son tan zoquetes que aclaman a las señoras linajudas que hablan idiomas (y español con exótico deje rioplatense) y se pasean por las redacciones de los periódicos y los congresos de los partidos con un doctorado por Oxford bajo el brazo (Pablo Casado lo hace con uno por Harvaravaca, facilitado por un ahora retribuido magistrado del Tribunal Constitucional, y Pedro Sánchez con otro semiplagiado, de prosa atroz) y mucho deslenguado y neolítico neoliberalismo: un rincón estupendo para ser cabeza de ratón, porque, en realidad, Cayetana siempre ha querido ser lo que le falta: cabeza, aunque sea de una sociedad tan provinciana y cabrera, al decir de Cernuda, como la nuestra. Cayetana se hizo, pues, española —y ahora flamea su españolía con desacomplejada facundia— y del PP, es decir, de centro-derecha: en nuestro país, igual que los nacionalistas españoles no son nacionalistas, sino constitucionalistas, los derechistas no son derechistas, sino centroderechistas, que es lo mismo, pero un poco menos. Hasta los neofascistas de VOX, con los que el PP no vacila en amistarse para gobernar, son de centroderecha. Y a Cayetana, tan liberal, tan esclarecida, tan constitucionalista, la veneran ahora hasta los otrora eximios intelectuales patrios, como Fernando Savater, que cada día que pasa abraza la carcundia con más ahínco (y para mayor sonrojo de los que alguna vez creímos en sus infancias recuperadas y sus corrosivas desmitificaciones), o Félix de Azúa, que idolatra a Cayetana solo un pizca menos que a Ciudadanos, otros cracs del facherío nacional, a los que piensa seguir votando hasta que culminen el camino que han emprendido con entusiasmo y se suiciden definitivamente, por no hablar del ya mentado Mario Vargas Llosa, que acaba de publicar un articulazo en la página noble de El País, ese periódico dizque de izquierdas, para defender a su pupila resueltamente contraria al nacionalismo (de los otros). Todos ellos han sido seducidos por el hecho, insólito en la política española, de que Cayetana sea capaz de articular una frase con un sujeto, un verbo y un predicado, por este orden, y hasta con una oración subordinada a continuación. Pobres, no estaban acostumbrados. No obstante, no sé yo si a Cayetana le complacerán demasiado los halagos de estos revenidos septuagenarios y octogenarios de la reacción, cuando ella ha demostrado no sentir demasiado respeto por la edad, como en aquella ocasión en que llamó «senil» y «abuelita entrañable» a Manuela Carmena, la alcaldesa más civilizada que ha tenido Madrid en décadas, a la que no pudo, ni podrá nunca, perdonar que hubiese cometido la atrocidad de vestir al rey Gaspar con un vestido que no era de verdad. Se conoce que Cayetana acaba de publicar un libro, Políticamente indeseable, cuyo título es otro acierto, acaso el único: Cayetana es políticamente indeseable, pero no por las razones que ella alega, y con las que se autoengaña y pretende seguir engañando a todos, sino por dogmática, sectaria y radical: radical del españolismo, radical del capitalismo, radical de la injusticia, radical del desdén, radical de la desigualdad, radical de la falta de compasión. A Cayetana, como la portadora de la sangre azul que es, le resulta existencialmente inconcebible que haya gente que sufra necesidades —en muchos casos, necesidades extremas— sin responsabilidad por su parte, sino como consecuencia de unas relaciones de poder obscenamente desequilibradas, de las iniquidades estructurales a que conduce la economía de mercado. Cayetana es incapaz de entender que muchas mujeres están sometidas a la violencia machista —a veces, física o sexual; siempre social, todavía— y que no pueden librarse de ella sin ayuda. Cayetana desconoce el concepto de solidaridad, que es, para ella, una superchería de la izquierda, como la sociedad era una engañifa para Margaret Thatcher, para quien solo existía el individuo. Cayetana lleva toda la vida siendo rica, viajando por el mundo, codeándose (y hasta casándose) con lo mejor de cada casa. A algunos beneficiados por la fortuna, los más lúcidos o sensibles, disfrutar de tantos privilegios por derecho de nacimiento los vuelve conscientes de la situación en la que malviven tantos que no tienen tanta suerte. Pero a la mayoría no, y a Cayetana tampoco. Cayetana es, en este sentido, una aristócrata adocenada cuyo ensoberbecimiento solo obedece a una íntima mezquindad moral, a una sombría vileza disimulada por una bien cuidada cabellera rubia.
domingo, 5 de diciembre de 2021
Ventajas e inconvenientes del suicidio
VENTAJAS
No tendría que coger un tren abarrotado todas las mañanas para ir a trabajar.
No tendría que ir a trabajar.
No contaría, desde la cama, los grumos de oscuridad que me asedian por la noche, ni los vería sonreírme, como polillas enormes.
No sentiría la oscuridad mordiéndome los dedos de los pies y subiéndome por el espinazo hasta estallar dentro, donde los pulmones.
No vería cómo los cuerpos de las personas que me rodean se pudren.
No tendría que ir a la farmacia a comprar los medicamentos que impiden que se pudra el mío.No tendría que esperar a que me dieran mesa en un restaurante.
No sentiría la levedad deshacerme los huesos, obstruirme la tráquea, arrancarme los testículos.
No pasaría los días sentado frente a la nada.
No sufriría por no haber escrito un poema en mucho tiempo.
No escribiría poemas.
No me dolería recordar a quienes han muerto.
No tendría que ir al dentista, ni quitar el polvo de los libros, ni soportar que se llenen de ronchas de óxido los espejos.
No conviviría con la idiotez.
No tendría que pasar la ITV del coche.
No tendría que oír las escalas que el vecino del primero practica implacablemente al piano.
No vería cómo se me mueren las plantas.
No tendría que comer solo en Navidad y cenar, también solo, en Nochevieja.
No me dejaría medio sueldo en algo tan frágil y perecedero como los libros.
No tendría que ir a hacer pesas a un gimnasio ruinoso.
No tendría que desatascar el váter.
Nadie volvería a decirme nunca que no.
No añoraría a quien me repudia.
No necesitaría hablarle a la cajera del supermercado porque llevase días sin hacerlo con nadie.
No sentiría el tiempo perderse por el desagüe de los días.
No se me estropearía la lavadora, ni la impresora se quedaría sin tinta cuando estuviera imprimiendo un documento importante.
No tendría que cargar con un pene indolente, reacio a la refriega.
No me cruzaría con la odiosa vecina del quinto, que, además, es feísima.No me decepcionaría releer libros que me entusiasmaron la primera vez que los leí.
No tendría que planificar, al levantarme, en qué voy a ocupar la jornada, ni salir a pasear para desentumecer un cuerpo baldado por la inactividad.
No pensaría en la muerte, ni tendría miedo a morir.
No tendría que sonreír cuando no quisiera sonreír, ni llorar cuando se esperase de mí que llorase.
No sufriría atroces calambres en la cama.
Se extinguiría la incertidumbre.
No tendría que privarme de la tarta sacher, de la morcilla de Burgos, de la torta del Casar.
No sentiría las horas echárseme encima, despacio, como un manto de lava y vacío.
No evitaría mirar fotos para ahorrarme la tristeza.
No pagaría impuestos.
No sería cruel, ni mentiría, ni manejaría por interés a mis semejantes, ni me mostraría indiferente a su sufrimiento.
No tendría que afeitarme.
No me preguntaría por qué hay que vivir, para qué hay que vivir.
No tendría que ser educado; no tendría que agradar.
No me preguntaría quién es ese, cansado, arrugado, que me mira desde el espejo, o que camina a mi lado, o dentro de mí.
No envejecería.
No tendría que negociar nada con nadie; no habría de transigir.
No sentiría envidia.
Tampoco el peso del yo: su espesor ominoso, su gruesa tiniebla, su despótico imperio.
No tendría que hacer trámites digitales, ni despachar con robots telefónicos.
No creería que nada existe, que todo pasa: que la realidad se consuma y desaparece en el mismo instante en el que sucede.
Dejaría de preocuparme por el destino de mi biblioteca tras mi muerte.
Dejaría de tener esperanza, esa mala puta.
INCONVENIENTES
Elegir la forma de hacerlo: cortarse las venas lo deja todo perdido, y no quisiera poner a mis hijos en el brete de recoger con una fregona la sangre de su padre muerto; para dispararse en la boca o en la sien hace falta un arma de fuego que no tengo ni sabría cómo conseguir; ahorcarse requiere un soporte firme que no ceda a mi mucho peso («dadme un punto de apoyo y moveré el mundo», dijo Arquímedes; dádmelo a mí y me acabaré para el mundo, digo yo) y del que mi piso carece (además, el estrangulamiento afloja los intestinos y produce erecciones post mortem, dos consecuencias desagradables que me gustaría ahorrar a forenses y allegados), aunque siempre podría colgarme de la reja de una ventana callejera, como hizo Nerval; arrojarse al vacío no asegura el resultado (y puede que conduzca a una situación mucho peor, en una silla de ruedas o lelo para siempre, que la que se pretendía evitar); hacerlo a las vías del tren es una descortesía para con los viajeros; e ingerir una sustancia letal exige un asesoramiento científico que no estoy seguro de lograr, ni de que me garantice un final óptimo, sin incertidumbre ni agonía. (Aunque siempre queden opciones más ingeniosas, como la de Virginia Woolf en el río Ouse: llenarse de piedras los bolsillos del abrigo y meterse en las aguas. Pero ¿en qué río haría eso? ¿En el Llobregat?).
No tendría vacaciones; ni siquiera libraría los fines de semana.
Los ataúdes son muy estrechos: no podría rascarme la espalda, ni acomodarme la entrepierna, ni rebullir.
El silencio sería, de tan compacto, doloroso.
No vería cuerpos de mujer, ni álamos mecidos por el viento, ni atardeceres.
No leería a san Juan de la Cruz, ni a Marcel Proust, ni a Alejandra Pizarnik.
Nadie me diría nunca que sí.
No sentiría el calor de las sábanas las mañanas de invierno.
Serían imposibles el café con leche y el gin-tonic, el gorgonzola y el tête de moine.
No sentiría la satisfacción de haber escrito un poema, aunque fuese malo.
No podría ayudar a nadie.
No acariciaría pechos, ni lamería vulvas.
No me acompañaría el calor de establo que desprende el latido, la tibieza maternal de las cosas que nos arropan, la alegría animal de respirar.
No sentiría el pálido fulgor de la conciencia, aunque no estoy seguro de que esto sea un inconveniente.
Tampoco el consuelo de las palabras, que pueden ser inicuas, pero también sanadoras.
Sería pasto de los gusanos antes de tiempo.
Bajo tierra, hace frío.
Me envolvería la nada: me colmaría. (La nada sería tanta que ni esta frase sería cierta: no habría nada que envolver; yo ya no ostentaría la condición de algo que pudiera ser envuelto; la nada prevalecería, total, arrolladora en su inexistencia).
Nadie me diría «te quiero», aunque fuese mentira.
Nadie pronunciaría mi nombre.
Nadie vendría a visitarme, salvo, quizá, las escolopendras.
No podría ducharme.
No sentiría el placer del grafito del lápiz rasguñando el papel cuando escribo un verso.
No vería crecer las plantas.
No me encontraría con los amigos para tomar una cerveza y charlar un rato, mientras la tarde pasa.
No vería a mi madre, sin pelo ya, pero sonriendo, en el retrato que conservo de ella en el dormitorio.
No recordaría a las mujeres que he amado.
No escucharía los conciertos para oboe y violín de Albinoni, ni Kind of Blue, de Miles Davis.
No sabría qué ha sido de mis hijos.
No podría celebrar que hubiese justicia, alguna vez, en el mundo: por ejemplo, que Gadafi fuera linchado, o que Slobodan Praljak se suicidara al escuchar el veredicto en su contra del Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia, o que Franco fuese exhumado del obsceno monumento a su victoria.
Me salen más ventajas que inconvenientes.