Hoy me voy de excursión con una amiga, Anay. Visitaremos dos jardines botánicos muy cercanos entre sí: Marimurtra, en Blanes, y Santa Clotilde, en Lloret de Mar. No me gusta conducir, pero encuentro hasta placentero circular por las calles de Barcelona a esta hora tempranísima de un miércoles atravesado por el magno puente de la Inmaculada Constitución: están vacías, casi como durante el confinamiento. Solo nos acompaña el temblor grisáceo de la mañana recién estrenada y el rumor rugoso de los neumáticos en el asfalto húmedo. En menos de una hora llegamos a Blanes: la autopista está aún más vacía que la ciudad. El tráfico ha sido tan llevadero que aparcamos en la misma puerta del jardín botánico Marimurtra un cuarto de hora antes de que abran y decidimos llenar ese hueco imprevisto con una visita a la vecina ermita de Sant Francesc, una de las muchas que salpican los alrededores de Blanes. Es una construcción encalada de blanco y muy chiquita, pero con espadaña. A una de sus paredes se aferra una hinchada buganvilla, tachonada por sus hermosas flores violetas, debajo de la cual luce una placa cerámica con un poema de Joan Maragall, «Cap al tard en la platja de Sant Francesc ['Al atardecer en la playa de Sant Francesc']: Flameja al sol ponent l'estol de veles / en el llunyà confí del cel i l'aigua... ['Flamea al sol poniente la escuadra de velas / en el lejano confín del cielo y el agua...']. La ermita data de finales del siglo XVII, como acreditan dos inscripciones en piedra de la fachada, aunque discrepantes: en una consta 1681 y en la otra, 1683. La erigieron los pescadores de atún de la comarca para rendir culto a San Francisco Javier, aunque inquieta que la primera piedra la colocara el reverendo padre Francisco de Poch, nada menos que calificador del tribunal de la Santa Inquisición de Barcelona y examinador sinodal del obispado de Barcelona, sea esto lo que sea, pero que acojona. A los pies de la ermita, igual que, como veremos luego, a los pies de los jardines, el Mediterráneo se estampa contra las rocas de los acantilados y expulsa espumas que se esparcen por el aire, llamas blancas, desaparecidas tras la explosión, pero que se suceden sin fin. La piedra, no obstante, aunque mordida por el oleaje, resiste el embate, y se diría más bravía que el agua, torcida, dentada, zarandeada, dinámicamente inmóvil. Volvemos a Marimurtra y entramos ya. El jardín lo fundó, en 1921, un hombre de negocios alemán establecido en Cataluña, Carl Faust Schimdt, al que la botánica le gustaba más que los negocios. El nombre proviene de la unión de «mar» y «murtra», 'mirto' en catalán, abundante en estos parajes. Carl Faust habría podido llamar a su jardín «Mar y Montaña», pero la gente lo habría confundido con un restaurante, y, claro, se lo pensó mejor. El hombre luchó mucho por este lugar: consiguió que sobreviviera a los bombardeos y catástrofes de la Guerra Civil, y luego a la incautación de las propiedades alemanas después de la Segunda Guerra Mundial. Es un jardín enorme y exuberante: contiene más de 200.000 plantas de 6.000 especies diferentes, incluidas 150 en peligro de extinción o que ya han desaparecido de sus hábitats originales. Esto es, pues, un bosque y una suerte de museo, o de reserva india. El terreno, de unas 16 hectáreas, se divide en zonas etnobotánicas, aunque muy juntas unas con otros, casi superpuestas: paseamos por entre las cactáceas de México o las propias de las zonas áridas de Chile, Canarias o Sudáfrica, por el arboretum templado o el subtropical. Admiramos magníficos ejemplares de euphorbia canariensis, de encephalartos ferox, con sus bulbos anaranjados, de gloriosa mediopicta —esto es, yuca—, de araucaria heterophylla o de la aún más espectacular araucaria bidwillii. Hay palmerales, chaparrales y bambudales, cuyo salvajismo contrasta con el artificio de un tronco seco y pintado, al modo de Agustín Ibarrola. Nos intriga la zona de plantas tóxicas, junto a la que pasamos con cautela y alguna reverencia. Identificamos la ungínea marítima, que sirve como matarratas, y la belladona, que tiene usos médicos, pero cuyos muchos alcaloides la convierten, mal administrada, en un veneno fatal. En un recodo, damos con un ombú, también llamado bellasombra, cuyo panel informativo, un tanto ajado ya, dice que es el árbol nacional de la Argentina. Pero Anay —cuyo nombre proviene de anahí, el nombre guaraní de la flor del ceibo— sostiene que el árbol nacional de la Argentina es el ceibo. Acudo, en un aparte, sin que Anay me vea, a la versión contemporánea y muy mejorada de la Enciclopedia Británica que es Wikipedia, y compruebo que las opiniones están divididas, como en los toros: en algunas páginas consta el ombú como árbol nacional; en otras, el ceibo; y en otras más se especifica que el árbol nacional es el ombú, pero la flor nacional es la del ceibo, una distinción interesante que acaso resuelva la peliaguda cuestión. A mí, no obstante, más interesante que la condición nacional o no del árbol, me interesa el hecho de que el ombú puede ser masculino, y tener solo flores, o femenino, y tener flores y frutos. Como los humanos, más o menos. Seguimos nuestro paseo por la selva de Marimurtra, bendecidos por el día claro y la temperatura suave, el canto de los pájaros que se refugian en las infinitas ramas del lugar, y los olores, también infinitos, que desprenden de los matorrales y las plantas. Cerca del área de descanso —un bar con una agradable terraza de sillas y mesas de madera en el septentrión del jardín— vemos un «hotel de insectos», una de esas casitas rellenas de paja, madera y broza para que críen los insectos, a salvo de depredadores, pisotones y riadas, y con todas las comodidades de la hostelería moderna. Pese a su interés, Anay no se acerca demasiado. No le gustan los bichos, y sospecho que, si por alguno de los muchos agujeros de la casita asomara un abejorro, una crisopa o una avispa de las arañas, tres de las especies que se hospedan en estos establecimientos, apretaría a correr y quizá no parase hasta llegar a Barcelona. Pero Marimurtra no es solo un jardín botánico, sino también algo parecido a un parque cultural: Carl Faust era un filántropo ilustrado, uno de esos alemanes laboriosos creyentes en la ciencia y la razón, como un von Humboldt del Ampurdán, que sembró su jardín de numerosos ejemplos de su devoción por las artes y el saber, en forma de homenajes a científicos, filósofos y escritores. Un busto suyo, modesto para la magnitud de su esfuerzo, luce en la pérgola de Marimurtra. Y en varios rincones asoman versos, inscritos en delicadas placas cerámicas. Wordsworth nos recuerda que «la naturaleza nunca ha traicionado al corazón que la ha amado», y Goethe, una de las grandes influencias de Carl Faust —de nombre muy goethiano—, nos da la clave del lugar con estos versos de una canción que canta Mignon, la protagonista de su novela Años de aprendizaje de Wilhelm Meister, traducidos al catalán por Joan Maragall y al castellano por Sebastián Sánchez Juan: Kennst du das Land, wo die Zitronen blühn, / Im dunkeln Laub die Gold-Orangen glühn, / Ein sanfter Wind vom blauen Himmel weht, / Die Myrte still und hoch der Lorbeer steht? ['¿Conoces el país donde florece el limonero, / centellean las naranjas doradas entre el follaje oscuro, / una suave brisa sopla bajo el cielo azul, / y hallar se puede al silencioso mirto y al alto laurel?' (versión de Abel Alamillo)]. En otro punto del recorrido encontramos el adusto pero penetrante perfil de Charles Darwin, homenajeado también. Uno de los varios miradores del jardín está dedicado a Ramón Margalef, el gran ecólogo catalán, que, recién licenciado, colaboró con Carl Faust en Marimurtra. Y, en fin, la escalera de Epicuro —aquel gran defensor del placer morigerado, del hedonismo racional: el otro gran referente del pensamiento de Carl Faust—, flanqueada por cipreses, se constituye como columna vertebral del conjunto, si es que algo cumple esa función en esta romántica y, por lo tanto, deliciosamente caótica jungla mediterránea (y mundial). La magnífica drossanthemum floribundum, también llamada cabellera de la reina, tiñe de rosa, en primavera, la rocalla por la que discurren las escaleras epicúreas, pero ahora, en diciembre, solo podemos disfrutar de los colores pizarrosos de la piedra. La escalera de Epicuro desemboca (o nace, según se mire) en el templete de Linneo, el padre de la taxonomía biológica, a quien Carl Faust rinde asimismo homenaje, un sencillo pero airoso quiosco sostenido por ocho columnas dóricas, desde el que contemplamos el mar y el cielo azules, hermanados —apenas los distingue el horizonte—, y la abrupta línea de la costa, salpicada por espesos cúmulos de vegetación, en muchos de los cuales brillan, como estrellas varadas, legiones de flores amarillas, o bien por las casas que se construyeron aquí, y en toda la Costa Brava, en los años 50, cuando estos parajes, hasta entonces moderadamente intactos, se abrieron —o más bien se destriparon— al turismo moderno, es decir, masivo. Las construcciones que vemos eran entonces semilujosas; hoy resultan feas y toscas, como grandes moluscos gibosos que se hubieran abierto camino por la infinita pineda que tapiza la costa. Hacemos el esfuerzo de imaginar este lugar sin la presencia humana —o, por lo menos, sin la presencia humana inmobiliaria; el templete de Linneo nos parece estupendo que esté aquí— y nos dejamos arrullar por el ruido de las olas y acariciar por la luz sedosa, que cae con delicadeza, como si no quisiera molestar. Nos marchamos, por fin, calmados y excitados al mismo tiempo. Camino de la salida, pasamos junto a un estanque habitado por nenúfares, aquellas plantas que tan a menudo aparecían en los poemas de Francisco Villaespesa, el cual se maravilló un día, paseando por el Retiro con Unamuno, de lo bonitas que eran aquellas extrañas flores que flotaban en el estanque del parque. «Son nenúfares, Paco», le respondió don Miguel, «esas flores que tanto elogias en tus poemas». Anay recuerda a Ofelia, muerta, rodeada de flores. Y su evocación es certera, aunque no haya nenúfares en el cuadro de Millais.
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