sábado, 25 de diciembre de 2021

Uno de nosotros. Homenaje a Ramón García Mateos

Silva Editorial, de Tarragona, acaba de publicar Uno de nosotros. Miscelánea homenaje a Ramón García Mateos, un libro dedicado a mi viejo amigo, poeta y folclorista, con ocasión de su jubilación como profesor de enseñanza secundaria. Los responsables de la edición son sus también amigos Juan López-Carrillo, Alfredo Gavín y Germán García Martorell, y en el volumen, de casi cuatrocientas páginas, han colaborado algunos de los mejores poetas españoles del momento, como Antonio Gamoneda, Juan Carlos Mestre, Agustín Fernández Mallo, María Ángeles Pérez López, Jaime Siles, Antonio Carvajal, Luis Alberto de Cuenca o Tomás Sánchez Santiago, además de muchísimos excelentes escritores y amigos —porque esta es una de las principales virtudes de Ramón: fomentar la amistad—, como Juan Luis Calbarro, Pilar Blanco, Luis Felipe Comendador, Efi Cubero, Teresa Domingo Català, Juan Carlos Elijas, José Luis Ferris, Ángel García López, Juan González Soto, Ángel Guinda, Gustavo Hernández Becerra, José Ángel Hernández, Máximo Hernández, Manuel Moya, Nancy Morejón, Ángel Luis Prieto de Paula, Manuel Rivera —editor de Silva— o Antonio Tello, entre muchos otros. El libro también incluye una sección con muestras de la correspondencia que Ramón mantuvo con grandes escritores ya fallecidos, desde José Agustín Goytisolo —una de sus principales influencias, a quien ha dedicado su tesis doctoral— a Claudio Rodríguez, desde Diego Jesús Jiménez hasta Félix Grande, estudioso del flamenco y la copla popular, como él. Ramón se merecía este homenaje, sin duda. Su obra literaria, su rica e infatigable labor docente, su condición de activista cultural, de dinamizador de la palabra y la literatura, y, sobre todo, su bonhomía, su inteligencia y su sentido del humor, lo hacían un candidato ideal al reconocimiento de sus contemporáneos. Esta ha sido mi contribución al volumen, titulada «Elogio de Ramón García Mateos»:

 
la vida:
esa puta que puede
de pronto enamorarnos
y puede sin motivo
pudrirnos la esperanza.

RAMÓN GARCÍA MATEOS,
«La luz que huye es más hermosa», III,
Como el faro sin luz de la tristeza

La primera vez que vi a Ramón García Mateos, iba desnudo (él). Yo entraba en la habitación donde iba a alojarme durante el curso de verano en el que me había inscrito, allá por 1996, que se celebraba en El Escorial y trataba de poesía amorosa (los organizadores, como nos revelaron luego, habrían preferido titularlo El sexo en la boca de los poetas, con lo que la asistencia habría sido multitudinaria, pero la universidad, incomprensiblemente, no lo consideró oportuno), y me encontré a un voluminoso y reluciente varón saliendo de la ducha. Por fortuna, llevaba una toalla blanca enrollada a la cintura. Era Ramón. Por un momento, pensé si la presencia de un señor en cueros en las habitaciones no formaría parte del curso, que acaso pretendía complementar con ejercicios prácticos el contenido académico, y lo primero que se me ocurrió es que habían equivocado mis gustos: a pesar de las prometedoras hechuras de Ramón, yo habría preferido a una señora. Pero Ramón se apresuró a presentarse y a informarme de que a) en aquel establecimiento, las duchas eran compartidas, y b) él ocupaba el cuarto de al lado. Así que nos dimos la mano, yo sujetando aún la maleta con la otra, y él, la toalla. Contra todo pronóstico, aquel fue el principio de una larga amistad. El curso del que ambos éramos alumnos no solo fue un excelente encuentro poético —fue un placer, por ejemplo, escuchar a Claudio Rodríguez hablar de flores y frutas en la poesía amorosa del Siglo de Oro—, sino también, y aún más importante, un suceso afortunado que sirvió para que se cimentaran numerosas amistades entre los asistentes, con las que ambos todavía nos honramos: con Juan Luis Calbarro, con Máximo Hernández, con Ada Salas, con Luis Felipe Comendador —al que bautizamos cariñosamente como «el comendador de Béjar»—, con Regino Mateo, con Tono González Fuentes y con un ser maravilloso, por el que todos sentíamos una encendida admiración, la barcelonesa Montse Salas. Tras aquella enriquecedora juerga veraniega, Ramón y yo seguimos hablando, carteándonos, intercambiando libros, compartiendo inquietudes, visitándonos. Pude comprobar, a lo largo de los años, su energía incansable en pro de la poesía. Ramón no solo era un escritor sobresaliente, sino un organizador estupendo y un dinamizador cultural de primer orden. Sus Jornadas de Poesía Contemporánea, que se celebraron en Cambrils en 2003 y cuyas ponencias y poemas se recogieron en el volumen Palabras frente al mar. Antología, coordinado y editado por él, constituyeron un acontecimiento poético memorable, en el que participaron poetas de la talla de Antonio Gamoneda, Félix Grande, Diego Jesús Jiménez, Juan Carlos Mestre, Antonio Carvajal, José Corredor-Matheos, Ada Salas, María Ángeles Pérez López, Tomás Sánchez Santiago (que, con ocasión de las Jornadas, y dado lo mucho que llovió aquellos días de abril, contribuyó a la renovación de la paremiología española: En Cambrils, aguas mils, proclamó), Agustín García Calvo o José Agustín Goytisolo. Ramón siempre ha bregado por los demás, lo que constituye un mérito insólito en un mundo —y sobre todo en el mundo poético— generalmente insolidario e incluso solipsista. Lo ha hecho como maestro, ganándose el afecto de los cientos de alumnos que han pasado por sus clases en el Instituto de Cambrils donde ha trabajado muchos años, y también como poeta y amigo. Durante un tiempo ejerció incluso de editor, alumbrando títulos novedosos en una colección de su invención, Trujal, cuya segunda época tuve la satisfacción de inaugurar con un breve y muy surrealista poemario, La ordenación del miedo, en 1997. Pero Ramón ha sido, y sigue siendo, también, un magnífico escritor, cuyos poemas claros, luminosos, humanos, que persiguen la noble, la transparente vibración de la literatura popular, me han acompañado desde que lo conocí. Cuando los leo, además del placer estético que me procuran, no puedo dejar de sentir afecto por el hombre que los ha escrito; y así sería aunque no fuese mi amigo. Sus versos promueven una estima especial por alguien que persigue la limpieza en cuanto dice o hace; que mira el mundo con ojos inteligentes, pero que han sabido conservar un candor casi infantil; que aspira al amor sin desconocer su naturaleza claroscura y perecedera; que se diría incapaz de una traición o una bajeza. Ramón es una de las personas más generosas que conozco, pero cuya generosidad no excluye otras virtudes reseñables, como la lucidez, a veces ácida, y el sentido del humor, omnipresente —que son, en realidad, una y la misma—. Ramón bromea, bromea mucho, pero siempre con sentido, y siempre sobre cosas serias. Y ríe mucho también, aunque su risa enseguida desborde esa condición y prospere en carcajada: una carcajada sanadora, ancha como su mirada, bruñida como tantos versos suyos; una carcajada que se diptonga: juá, juá, juá. Ramón es un amante de la vida y de sus placeres. Hedónico, radical en sus querencias, pero hospitalario con todo, gusta del vino y la copla, del mar y la luz, de la amistad y la alegría, de la palabra y el silencio. Ramón García Mateos recicla las amarguras y las devuelve encalmadas —y, a veces, encamadas, lo que es aún mejor—, desbrava la tristeza, destiñe la bilis, ahuyenta el malestar, baila cuando procede, sabe hacer pedorretas pero también discursos, no repara en admiraciones, desde Antonio Machado hasta Juan Gelman —y admirar es una de las tareas más difíciles en este mundo de egoísmos perros, solo al alcance de los espíritus más altos—, es saludablemente anticlerical y disfruta tanto con Luis Cernuda como con El cipote de Archidona, de don Camilo. Ramón posee la rara virtud de contagiar, a la vez, sosiego y energía. Cuando uno está con él, está mejor: es mejor.

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