En el Auditorio actúa hoy el Harlem Gospel Choir, un grupo neoyorquino que recorre el mundo cantando espirituales negros. Voy a verlos con mis hijos. El Auditorio está abarrotado: no queda un asiento libre. El presentador de la velada lo recalca orgullosamente desde el escenario: «No queda un asiento libre». Nosotros estamos en el anfiteatro, desde donde vemos, en la platea, un mar de cabezas, mayoritariamente calvas. La media de edad, como enseguida señalan Pablo y Álvaro con alguna melancolía, es alta. El presentador también subraya que el concierto se enmarca en el Voll Damm Jazz Festival de Barcelona, y los tres juzgamos prometedor que sea una empresa de cervezas la que lo patrocine. El Harlem Gospel Choir está compuesto por nueve cantantes (seis mujeres y tres hombres), un teclista y un batería; todos negros, y todos de negro. Los toques de color se limitan a una estola anaranjada que visten los nueve, que recuerda el origen evangélico de la música, pero que de lejos parece una bufanda del Atlético de Madrid, y a unos pompones verdes, rojos o amarillos que llevan en el pelo las mujeres, parecidos a las rosas o los claveles reventones de las cantaoras hispanas. Estas cantantes, sin embargo, no vienen de Triana, sino del Bronx, o quizá de Alabama. Al coro, me parece, le cuesta calentar la voz: empiezan con un tono bajo, que el entusiasmo del batería contribuye a hacer más bajo todavía (aunque algo le debe de pasar, porque un operario no deja de acercársele, marcharse y luego volvérsele a acercar por el fondo del escenario; cosas del directo). Gastan buenas voces, pero todo parece un poco anodino, un poco lábil aún. Los temas que cantan tampoco son conocidos: no hay piezas clásicas, sino un repertorio privado, algo blando para mi gusto. Pero poco a poco se van animando. Cantan a coro algunas piezas, pero en otras alguno de ellos se adelanta del grupo y ejerce de solista. Nos emociona la voz de uno de los hombres, el único delgado del conjunto, y también el único calvo; todos los demás demuestran tener un apetito formidable, y tienen pelo. Su fraseo es flexible y hondo, repleto de acariciantes vibratos. El Harlem Gospel Choir es muy participativo: desde el primer momento piden las palmas del público e incluso lo animan a cantar con ellos, lo que el respetable de Sant Cugat hace a medias, con educada tibieza. El que parece líder del grupo, que ocupa el centro del semicírculo que dibuja el coro en el escenario, nos recuerda que you don't have to be quiet ['no tenéis que estar callados'], recomendación que la mayoría no atiende, pero no por desinterés, sino porque no la entiende. Los cantantes no hablan español y se dirigen al público solo en inglés. Lo único que dicen en otro idioma —breves fórmulas de cortesía, como «gracias» o, dadas las entrañables fechas en las que nos encontramos, «feliz Navidad»— es en castellano, y me sorprende que nadie les haya informado de que quizá habría sido más conveniente, para seducir al público local, emplear el catalán, aunque el catalán sea para los neoyorquinos un idioma tan exótico como el samoano. El deseo de que acompañemos su actuación se deriva del carácter comunitario y celebratorio de la música espiritual, que se cantaba en las iglesias negras en el siglo XVIII y que se popularizó en los años 30 del siglo pasado; hasta Elvis la pelvis Presley —«Peace in the Valley», Elvis Christmas Album— la incorporó a su repertorio. Se nota que, cantándola (y bailándola), estos músicos se lo pasan bien. Es más, se lo pasan en grande. Alternan las canciones más alborozadas con otras más melancólicas, pero todas expresión de un sentimiento religioso elemental y exultante: en las letras, no siempre comprensibles, se reconocen multitud de lords, gods, aleluyas y amens. Una solista agradece a Dios los cambios en nuestra vida, aunque no alcanzo a imaginar qué gracias podríamos darle por el cambio que supone quedarnos sin trabajo, sin casa o sin hígado. Otra se confiesa glad to serve this wonderful God ['alegre de servir a este maravilloso Dios'], y yo me pregunto qué necesidad tendrá Dios, omnipresente, omnipotente y eterno, de que le sirvan unas criaturas tan insignificantes como nosotros; yo, francamente, prefiero servir a seres menos encumbrados. Los miembros del Harlem Gospel Choir siguen exhibiendo sus magníficas voces, acompañándose de una gestualidad que no es unánime ni sincrónica, sino más bien caótica (qué esdrújulo me ha salido esto, pero no encuentro adjetivos mejores). Las canciones transmiten alabanza y alegría. Un cantante empieza a tocar una pandereta. Los focos del auditorio, dirigidos al público, se encienden y apagan a veces, como un rudimentario remedo de la iluminación discotequera. La parte final del concierto la han reservado para cantar a la Navidad, the most wonderful time of the year ['la época más maravillosa del año'], como dice una de las solistas, que añade: Jesus is the reason for this season ['Jesús es la razón de esta estación']. De nuevo discrepo (íntimamente): la Navidad no tiene para mí nada de wonderful; es más bien un horror. Pero ella se ratifica entonando con mucho sentimiento el «Oh, Happy Day», uno de los varios temas clásicos que ahora sí atacan, punteados por numerosos «¡Feliz Navidad!». La velada se cierra con entusiasmo, tanto por parte del coro como del público. Pablo no deja de acompañar las canciones con palmas; Álvaro lo hace con menos fervor; yo no aplaudo. Cuestión de caracteres. A la salida, una colaboradora del grupo ha plantado un tenderete en el vestíbulo del Auditorio, desde donde esgrime un CD y vocea: «¡sidís!, ¡sidís!» . No estoy seguro de que el público sepa a qué se refiere.
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