Los jardines de Santa Clotilde, en Lloret de Mar, están a solo quince minutos en coche de los de Marimurtra. Nos llama la atención que haya unos jardines considerados bien cultural de interés nacional en un lugar como Lloret, que se ha significado, desde hace mucho tiempo, como destino del turismo europeo más andrajoso y devastador: hordas de guiris que ya bajan borrachos del avión (y que, si aún no lo están, no tardan ni cinco minutos en pillar tremenda cogorza) han conquistado sus calles y sus hoteles, desde los que practican la afamada modalidad del balconing, en la que son unos expertos, gracias a la cual engrosan cada año la lista de los turistas muertos por descalabramiento o fractura de columna vertebral. Sin embargo, cuando llegamos a los jardines de Santa Clotilde, somos nosotros los que nos emborrachamos enseguida, pero de la belleza del lugar. Son muy distintos de Marimurtra, ubérrimos, lujuriantes; Santa Clotilde es aristocrática y renacentista. No encontraremos la frondosidad del cosmopolita vergel de Blanes, pero, a cambio, disfrutaremos del orden delicioso de estas hectáreas espléndidas. A la entrada, se alza un casa particular, en la que todavía vive la última familia propietaria de los jardines. El acceso está prohibido, como diversas vallas y carteles (en varios idiomas, entre ellos el ruso) y los propios empleados de los jardines no se cansan de recordar. Dos estatuas de perros muy fieros, con collar de clavos al cuello, como los mastines que velan por las ovejas contra los lobos, flanquean el acceso a la propiedad. Nos queda claro que los curiosos no son allí bienvenidos. En cambio, el camino —o más bien avenida— que se adentra en los jardines, despejado como el cielo, nos acoge, hospitalario, enseguida. Por el paseo de los Tilos llegamos a la primera plaza del recinto, apropiadamente llamada «de la Bienvenida». En la plazuela hay un busto de mármol, neoclásico, apoyado en un pedestal cubierto de hiedra. Está desnarigado, como otros que veremos. La tentación de desnarigar los bustos es irremediable y universal. Muchos pueblos han privado a las estatuas de las civilizaciones que las habían precedido de todo aquello que sobresaliera —narices y, ay, órganos genitales— para despojarlas de su poder simbólico y, por lo tanto, para afirmar su presencia frente a los desalojados o vencidos. Pero el desnarigamiento de los bustos de estos jardines no obedece a ningún conflicto territorial, sino a puro y simple gamberrismo. Advertimos muchos cipreses a nuestro alrededor. De hecho, los jardines de Santa Clotilde son un vasto cipresal, que abarca tanto el autóctono cupressus como el más exótico ciprés de Monterrey (cupressus macrocarpa), que puede vivir más de 2.000 años, aunque estos no deben de ser tan antiguos. Los jardines se empezaron a construir en 1919, pero no se inauguraron hasta 1926. A diferencia de Marimurtra, obra de un burgués ilustrado, Santa Clotilde es creación de un aristócrata católico, el marqués de Roviralta, que era médico y un aplicado creyente en la beneficencia pública. Por eso fue consejero de Asistencia Social en el gobierno de la Generalitat durante el Bienio Negro. La caridad cristiana inspiraba su actuación. Su marquesado era pontificio, es decir, había sido otorgado por el Papa. En su escudo heráldico lucía la divisa Robur in fide, o sea, la fortaleza está en la fe. Y el nombre del jardín es el de su primera mujer, Clotilde Rocamora, muerta a los 32 años a causa de una intoxicación, al que se añadió el trascendental aunque algo previsible adjetivo de «santa». Claro que el marqués se podía permitir ser filántropo: por ser marqués y por el éxito de sus negocios, el principal de los cuales fue el de la glefina, un tónico reconstituyente a base de aceite de hígado de bacalao endulzado con azúcar quemado, como la crema catalana, indicado contra el raquitismo y la malnutrición, que a principios del siglo XX todavía causaban estragos en España, y que arrasó entre los enclenques del Principado y de España toda. El truco del azúcar quemado, que disimulaba el espantoso sabor del aceite, explica la popularidad del producto. La glefina hizo rico al laboratorio que la preparaba, Andrómaco —el nombre de uno de los médicos de Nerón—, propiedad del marqués de Roviralta y de Ferran Rubió i Tudurí, hermano de Nicolau Maria Rubió i Tudurí, el arquitecto a quien el marqués encargó el diseño de los jardines, que sería su primer proyecto; luego se haría famoso. Seguimos por el paseo y llegamos a la plaza central del conjunto, «de las Sirenas», así llamada porque de ella nace la escalera homónima, con cinco estatuas de sirenas, de bronce y aire botticceliano. Algunas tienen una sola cola; otras, dos. Varias surgen de sendas conchas; otras, no. Todo depende. Las esculpió Maria Llimona. En la plaza de las Sirenas nacen otras dos escalinatas. En lo alto de una, distinguimos otra estatua, muy parecida a la Venus de Milo, sin brazos, como ella. Avanzamos por el paseo, ahora llamado del marqués de Roviralta, hasta llegar al mirador de la Boadella, cuyo nombre es el de la playa aledaña, blanca, tranquila, en la que vemos a algunas parejas paseando y hasta tomando el sol. Anay me conmina a sentarnos en las chaises-longues que hay en el césped y desde las que contemplamos el enriscado paisaje que ya hemos admirado en Blanes. Aquí, sin embargo, no hay casas ensuciando las laderas ni colgadas de los acantilados: el paisaje es verde y virginal. Por el cielo pasan nubes, con las que es divertido hacer tests de Rorschach. Anay está absorta en el firmamento, quizá imaginando que los cúmulos que pasan ahora son seres maravillosos. Yo, en cambio, soy más de ver criaturas deformes o fieras corrupias. Las olas siguen ahí, laboriosas, perseverantes. Los rayos del sol continúan cayendo, como dardos amables. Los pinos que nos escoltan se inclinan hacia el agua en busca de luz. Y las rocas de los acantilados acogen a bandadas de pájaros, que se refugian, chillando, en sus escarpaduras. Descansados, reemprendemos el paseo, que nos lleva, subiendo por la escalinata del Mar, hasta la plaza del Mediterráneo, presidida por otro busto masculino, este con nariz, y luego al estanque, en cuyo centro se alza una estatua doble, de una mujer con túnica y un niño a su vera. Nos reconforta saber, como informa un rótulo, que los jardines se riegan con agua regenerada. El agua es un elemento muy preciado en este lugar, y a sus muchas virtudes se suma, pues, la de tener varias vidas. Además de los omnipresentes cipreses —ese árbol alegre, que daba la bienvenida en las villas romanas, y que el cristianismo convirtió en un árbol fúnebre, habitual de los cementerios, donde simboliza el ascenso del alma de los finados al reino de Dios—, vemos pinos, tilos, naranjos y cedros del Himalaya y del Atlas. No son gregarios: no se juntan en exceso; todo se distingue con nitidez, sin merma del equilibrio del conjunto. Todo en estos jardines es suave, mesurado, sereno: ejemplo de la armonía renacentista, recuperada por el novecentismo catalán. No hay terrazas, fisuras ni destemplanzas en el terreno: todo fluye con ligereza y cae sin fricción. Lo hecho por el hombre encaja, sin disonancias, con lo creado por la naturaleza. Más allá del estanque, damos con la pérgola, la escalera de los leones —guardada por sendas estatuas: de un león dormido y de otro despierto— y el mirador dedicado al diseñador del lugar, Rubió i Tudurí. Este no da al mar, sino a la montaña: la perspectiva es limitada, pero aun así agradable. Poco nos queda ya por ver, aunque no nos importaría seguir viendo esto mismo una y otra vez; más aún, no nos importaría quedarnos a vivir aquí. Nos encaminamos, pues, a la salida, moderadamente felices. No hemos hecho nada más que pasear y mirar. Pero eso nos ha dado felicidad. Ojalá nunca hiciera falta hacer, ese tótem abominable de la vida contemporánea, y solo bastara la contemplación para sentir que el mundo está bien hecho, como decía Jorge Guillén, y que es complaciente con nosotros.
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