viernes, 10 de diciembre de 2021

Cayetana

Cayetana Álvarez de Toledo y Peralta-Ramos tiene cara de personaje de Picasso, como Rossy de Palma. Y carácter de personaje de Céline. O de Pedro Muñoz Seca. También es marquesa de Casa Fuerte. Su prosapia sobrecoge: entre quienes han transmitido la semilla principesca que ha desembocado en Cayetana, figuran conquistadores, virreyes, capitanes generales y grandes de España; hasta los burgueses de su familia han culminado grandes gestas: el fundador de la ciudad del Mar del Plata, estanciero intrépido, es tataratataraalgo suyo; y otro de sus antepasados, no menos ilustre, Francisco de Borja Álvarez de Toledo Osorio y Gonzaga, duodécimo marqués de Villafranca, recibió en 1819 de Fernando VII, aquel monarca preclaro, la Medalla de Sufrimientos por la Patria. La familia Álvarez de Toledo siempre se ha significado por sufrir mucho por la patria; por la patria, por su unidad y su gloria, hay que hacer cuantos sacrificios sea menester, y hasta colaborar con la FAES si es necesario. Es normal, pues, que, sin haber alcanzado un genuino conocimiento de la condición humana —que conduce a la certeza de la incertidumbre y al calambre del desamparo, antídotos para cualquier tentación de encumbramiento—, haya desarrollado los aires de emperatriz de todas las Rusias que la caracterizan. Cayetana, como cualquier marquesa viajada, habla varios idiomas: inglés, francés y español, como mínimo, y en todos ellos suelta los mismos disparates. No habla, sin embargo —casi ni entiende—, el catalán que se habla en la provincia por la que es diputada, Barcelona, pero eso es normal, porque todo el mundo sabe que el catalán es un idioma de segunda que los barceloneses, y los catalanes en general, utilizan porque no les da la gana utilizar el castellano, que es la lengua de todos. Aunque, si Cayetana visitara un poco más la provincia cuyos intereses tiene la obligación de defender —en la que ha puesto los pies una vez o ninguna desde que fuera elegida, hace un bienio—, quizá le resultaría menos engorroso aprenderlo. Cayetana no es nacionalista, es más, es antinacionalista, pero tiene tres nacionalidades: española, francesa y argentina. Como uno de sus variopintos mentores, el Nobel y antiguo escritor Vargas Llosa, que tampoco es nacionalista, pero que tiene dos: peruana y española. Curiosamente, los que más contrarios al nacionalismo dicen ser, son los que más naciones acaparan. Cayetana es antinacionalista como el Papa es antirreligioso. Cayetana defiende que España sea soberana e independiente, pero rechaza que otras comunidades también lo sean. Como tantos otros patriotas españoles, niega a los demás aquello de lo que ella disfruta. Cayetana comparte un nacionalismo plenamente investido de Estado, que, por tanto, ha satisfecho todas sus ansias de reconocimiento institucional frente a sí y frente al mundo, y que, a fuerza de no percibirse, ni siquiera llega a concebirse como nacionalista. El nacionalismo es, para Cayetana, un horror, siempre que sea el de los otros. El propio no lo es, porque no es nacionalismo. O, en todo caso, es un nacionalismo no nacionalista. La invisibilidad del nacionalismo que anima a tantos —políticos y no políticos, de derechas y de izquierdas, aunque los de derechas siempre han experimentado una mayor necesidad de refugiarse en la comunidad, en la tribu, para sentirse alguien— es una singularidad de la política contemporánea, casi tan reseñable como la propia existencia del nacionalismo. Cayetana lleva la ideología como lleva la ropa: visible, colorida, de marca. En su cráneo no hay cerebro, sino ideología. La ideología le rebosa hasta tal punto que, cuando abre la boca, se le caen las palabras «democracia» o «libertad». Son palabras de escayola, tan escuálidas como la razón que las sustenta, aunque, cuando las expele, parezca que pronuncie un nuevo discurso de Gettysburg. El concepto de democracia de Cayetana es como el concepto de religión del Papa: es democrático (y religioso) lo que ya existe, lo que tengo yo, lo que no cuestiona las seguridades en las que he prosperado. Esa es la única fe verdadera; lo demás es expulsado a las tinieblas exteriores: cosas irrealizables, inimaginables, heladoras. Cayetana no concibe el Estado moderno como un acuerdo, diariamente renovado, entre ciudadanos libres, sino como el mantenimiento de las instituciones públicas y las entidades políticas sacramentadas por el curso ciego de la historia. Defiende una democracia de estuco, una democracia mosaica, una democracia españolísima y sagrada. La democracia es para ella un fetiche que debe permanecer incólume, un tótem de piedra. Como ha recordado el peligroso crítico marxista Terry Eagleton en Ideología (2005), «cuanto más terriblemente utilitaria es una ideología dominante, más refugio buscará en la retórica compensatoria de carácter trascendental (...). La base del capitalismo moderno está, así, en contraposición con su superestructura. Un orden social para el cual la verdad significa el cálculo pragmático sigue apelando a verdades eternas; una forma de vida que (...) invoca ritualmente lo sagrado». De la misma guisa procede Cayetana con la palabra «libertad», revestida de pladur sacro, vacía como el caparazón de una tortuga muerta, y que solo es libertad si libera a quienes piensan como ella de cuantos piensan —es decir, desean— otra cosa. En la cosa de la libertad, Cayetana ha encontrado una amiga entrañable en Isabel Díaz Ayuso, la musa capitalina cuya capacidad para excretar sandeces, con muy castiza naturalidad, eso sí, supera la de cualquier dirigente político desde el inenarrable Pich i Pon. Pero Cayetana también ha tenido aciertos, y uno, en particular, muy destacado: ha conseguido engañar a todo el mundo, y eso es muy meritorio, aunque España sea tierra propicia para engatusamientos semejantes. Alguien que se presentaba sencillamente como periodista, aterrizó un buen día en España y, tal como puso el pie en la tierra de sus ancestros, embrujó a Pedro J., que se atusó los tirantes y la aupó a los altares del El Mundo, y luego a ese prócer del periodismo patrio, fino intelectual y dechado de ecuanimidad, que es el turolense Federico Jiménez Losantos, para, por fin, infiltrarse en el PP y ser nombrada jefa de gabinete de Angelito Acebes, aquel ínclito secuaz aznariano al que todavía recordamos asegurando a los españoles, con aplomo inconmovible, que el atentado del 11-M había sido obra de ETA. Cayetana se labró, con desparpajo y largueza verbal, el futuro del que carecía en la Argentina, una república quizá demasiado turbulenta para ella y poco dada a bailarles el agua a aristócratas que confraternizaban con el enemigo, y en el Reino Unido, donde había estudiado con el historiador conservador John Elliott, pero en el que su mediocridad intelectual, su conservadurismo inclemente y su patrioterismo mohoso, amén de una altanería draconiana, no iban, no podían pasar inadvertidos, ni las rígidas esferas políticas iban a abrirse para dar cabida, como Cayetana ansiaba, a una franco-argentina más estirada que las inglesas más estiradas, que ya es decir. Como decía Julio Camba, las hijas de Albión parecen paraguas; pero es que Cayetana parece una sombrilla de playa. Por eso recaló en España. Como recuerda siempre que puede —porque eso de la patria, ya lo hemos visto, le mola mucho, siempre que no sea una patria que impugne a la suya—, Cayetana decidió hacerse española, desmintiendo así a Cánovas del Castillo, para quien era español el que no podía ser otra cosa. Aquí debió de reconocer el lugarejo papanatas donde los políticos —y, ay, los intelectuales— son tan zoquetes que aclaman a las señoras linajudas que hablan idiomas (y español con exótico deje rioplatense) y se pasean por las redacciones de los periódicos y los congresos de los partidos con un doctorado por Oxford bajo el brazo (Pablo Casado lo hace con uno por Harvaravaca, facilitado por un ahora retribuido magistrado del Tribunal Constitucional, y Pedro Sánchez con otro semiplagiado, de prosa atroz) y mucho deslenguado y neolítico neoliberalismo: un rincón estupendo para ser cabeza de ratón, porque, en realidad, Cayetana siempre ha querido ser lo que le falta: cabeza, aunque sea de una sociedad tan provinciana y cabrera, al decir de Cernuda, como la nuestra. Cayetana se hizo, pues, española —y ahora flamea su españolía con desacomplejada facundia— y del PP, es decir, de centro-derecha: en nuestro país, igual que los nacionalistas españoles no son nacionalistas, sino constitucionalistas, los derechistas no son derechistas, sino centroderechistas, que es lo mismo, pero un poco menos. Hasta los neofascistas de VOX, con los que el PP no vacila en amistarse para gobernar, son de centroderecha. Y a Cayetana, tan liberal, tan esclarecida, tan constitucionalista, la veneran ahora hasta los otrora eximios intelectuales patrios, como Fernando Savater, que cada día que pasa abraza la carcundia con más ahínco (y para mayor sonrojo de los que alguna vez creímos en sus infancias recuperadas y sus corrosivas desmitificaciones), o Félix de Azúa, que idolatra a Cayetana solo un pizca menos que a Ciudadanos, otros cracs del facherío nacional, a los que piensa seguir votando hasta que culminen el camino que han emprendido con entusiasmo y se suiciden definitivamente, por no hablar del ya mentado Mario Vargas Llosa, que acaba de publicar un articulazo en la página noble de El País, ese periódico dizque de izquierdas, para defender a su pupila resueltamente contraria al nacionalismo (de los otros). Todos ellos han sido seducidos por el hecho, insólito en la política española, de que Cayetana sea capaz de articular una frase con un sujeto, un verbo y un predicado, por este orden, y hasta con una oración subordinada a continuación. Pobres, no estaban acostumbrados. No obstante, no sé yo si a Cayetana le complacerán demasiado los halagos de estos revenidos septuagenarios y octogenarios de la reacción, cuando ella ha demostrado no sentir demasiado respeto por la edad, como en aquella ocasión en que llamó «senil» y «abuelita entrañable» a Manuela Carmena, la alcaldesa más civilizada que ha tenido Madrid en décadas, a la que no pudo, ni podrá nunca, perdonar que hubiese cometido la atrocidad de vestir al rey Gaspar con un vestido que no era de verdad. Se conoce que Cayetana acaba de publicar un libro, Políticamente indeseable, cuyo título es otro acierto, acaso el único: Cayetana es políticamente indeseable, pero no por las razones que ella alega, y con las que se autoengaña y pretende seguir engañando a todos, sino por dogmática, sectaria y radical: radical del españolismo, radical del capitalismo, radical de la injusticia, radical del desdén, radical de la desigualdad, radical de la falta de compasión. A Cayetana, como la portadora de la sangre azul que es, le resulta existencialmente inconcebible que haya gente que sufra necesidades —en muchos casos, necesidades extremas— sin responsabilidad por su parte, sino como consecuencia de unas relaciones de poder obscenamente desequilibradas, de las iniquidades estructurales a que conduce la economía de mercado. Cayetana es incapaz de entender que muchas mujeres están sometidas a la violencia machista —a veces, física o sexual; siempre social, todavía— y que no pueden librarse de ella sin ayuda. Cayetana desconoce el concepto de solidaridad, que es, para ella, una superchería de la izquierda, como la sociedad era una engañifa para Margaret Thatcher, para quien solo existía el individuo. Cayetana lleva toda la vida siendo rica, viajando por el mundo, codeándose (y hasta casándose) con lo mejor de cada casa. A algunos beneficiados por la fortuna, los más lúcidos o sensibles, disfrutar de tantos privilegios por derecho de nacimiento los vuelve conscientes de la situación en la que malviven tantos que no tienen tanta suerte. Pero a la mayoría no, y a Cayetana tampoco. Cayetana es, en este sentido, una aristócrata adocenada cuyo ensoberbecimiento solo obedece a una íntima mezquindad moral, a una sombría vileza disimulada por una bien cuidada cabellera rubia.

1 comentario:

  1. Una semblanza certera que impacta en la línea de flotación de esta dama y la hunde irremisiblemente.

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