Después de dos años de evitar al bicho, me ha tocado. El coronavirus no decae. Y para no decaer, se transforma. La variante que me ha tocado en (mala) suerte a mí ha sido la ómicron, cuya capacidad de adaptación al mundo que la rodea es extraordinaria: ella solita ha variado 55 elementos de su genoma para eludir las defensas de las vacunas —yo he recibido la pauta completa de Pfizer, aunque no he llegado a tiempo a que me pusieran la tercera dosis— e infiltrarse en las células del cuerpo. Si la inteligencia es la capacidad para adaptarse con éxito a nuevas situaciones, el coronavirus es un cabrón muy inteligente; y su hijuela, la ómicron, una superdotada. Pillé el bicho —o, mejor, el bicho me pilló a mí— en Madrid, con ocasión de un reciente viaje para presentar un libro de poemas. Ah, la poesía trae a veces estas consecuencias desagradables, aunque no es lo peor que me ha deparado en la vida: algunos libros que he leído me han causado más dolor que el COVID. Los trenes en los que viajé iban abarrotados; en el propio acto de presentación del poemario, muy concurrido también, me quité la mascarilla para hablar; y el restaurante en el que cenamos tras la presentación y los bares en los que me tomé algo con varios amigos al día siguiente, estaban asimismo llenos de gente que, menos los camareros, iba a cara descubierta. Tomarse una caña en la capital es un ejercicio incomparable de libertad (uno se siente allí, bebiendo cerveza, mucho más libre que en ningún otro lugar de España, y aun del mundo), pero también para el virus, que circula libérrimamente, con regocijo sin igual. Pero quizá sea injusto atribuir a la hostelería capitalina la principal responsabilidad de mi contagio. Porque también es posible que trincara el bicho en la Cuesta de Moyano. Como me quedaban unas horas muertas antes de coger el AVE de regreso a Barcelona y había agotado la lectura que me había traído de casa, decidí pasarme por el mercadillo para comprar algún libro con el que entretenerlas. Yo soy de los que no sabe esperar sin leer. Unas horas sin nada que hacer, y sin un libro en la mano, se convierten en una tortura insoportable. Así que recorrí los puestos de la Cuesta cogiendo libros, hojeando libros, sopesando libros, acariciando libros, todos perfectamente polvorientos, y comprando por fin Once relatos ingleses de humor, editados por Jorge Herralde, en Anagrama. Pensé que me haría bien reírme (o sonreír) un rato. Y, sí, me hizo bien, pero quizá también me inoculó el virus. Porque seguramente aquellas superficies de papel estaban empapadas de él y no puedo asegurar que no me llevara después las manos a la nariz o la boca, con lo que el ciclo de transmisión de la enfermedad se habría completado fatalmente. Lo cierto es que, dos días después de volver de la capital, empecé a tener síntomas: un dolorcillo de cabeza al que no di mayor importancia al principio, pero que por la tarde se había convertido ya en un malestar gripal, que fue creciendo irremisiblemente, pese a los frenadoles que me asesté de urgencia. Lo primero que pensé es que los viajes literarios a Madrid no me están sentando nada bien en estos últimos tiempos: en el anterior que hice, en marzo, se murió mi madre; en este, me atrapa el coronavirus. Por otra parte, en los medios de comunicación no dejaba de leer y oír que la ómicron se contagia más que las variantes anteriores, pero que causa un cuadro más leve. No digo yo que no, pero, en mi caso, el cuadro ha sido de órdago. El bicho ha debido de reservarme —y estoy seguro de que no he sido el único— sus síntomas más contundentes, que me han zarandeado hasta dejarme hecho un trapo. Cuando peor me encontraba, con fiebre, dolor en el pecho, tos, agotamiento y unas sudoraciones nocturnas que dejaban la cama convertida en una piscina, me anegaban pensamientos sombríos: recordaba los casi 90.000 muertos oficiales (que seguramente sean, en realidad, bastantes más de 100.000) que el coronavirus ha causado en España (y los más de cinco millones en todo el mundo), y se me encogía el escroto. Todavía mueren en España docenas de personas al día por la enfermedad, en un drama sobrecogedor al que, no obstante, nos hemos acostumbrado y ya casi no damos importancia. Para el muerto y su familia, en cambio, tiene mucha importancia. Vivimos todos con normalidad, con toda la normalidad que nos permite la pandemia, y, en estas fechas tan entrañables, con toda la alegría que la sociedad nos obliga a sentir, sin acordarnos de que en los hospitales sigue desarrollándose, desde hace dos años, una tragedia: la de mucha gente que sufre y muere, a pesar de todos los esfuerzos de la ciencia. ¿Voy a ser yo también uno de ellos?, no dejaba de pensar. Por suerte, he pasado —estoy pasando todavía— el mal en casa. La médica que me atendió en Urgencias, en mi primera visita por la enfermedad, dudó si hospitalizarme —aunque luego he sabido que los protocolos aplicables establecían que sí, que debería haberme hospitalizado—, pero al final decidió que podría llevarse el tratamiento y la supervisión desde el propio CUAP —centro de urgencias de atención primaria— de Sant Cugat, y yo, la verdad, se lo he agradecido, a pesar de la molestia que ha supuesto tener que ir a Urgencias, en muy precarias condiciones, para que me hicieran las pruebas y controles necesarios. Solo de pensar que, si hubiera ido al hospital, habría estado solo, habría compartido habitación y baño con otros covidosos, y habría tenido que engullir la horrible comida nosocomial, me daban escalofríos, más de los que ya sufría por el coronavirus. Y eso por no hablar de la posibilidad de que me metieran en la UCI, me pusieran en decúbito prono y me intubasen. En Urgencias me diagnosticaron positivo por COVID, con neumonía bilateral. La ómicron no se había limitado a causarme un catarrillo, sino que me había regalado una hermosa neumonía. No demasiado intensa, por suerte, pero sí lo suficiente para sufrir una constante opresión en el pecho, aunque no me impidiese respirar. Una consecuencia aciaga de mi contagio ha sido la necesidad de inyectarme cada día en la tripa una sustancia llamada enoxaparina, que evita que se formen trombos, algo que el COVID parece también suscitar. Clavarse uno mismo una aguja en el vientre, como un yonqui cualquiera, durante una semana, no es una experiencia recomendable. Aunque lo peor del tratamiento no ha sido esto, sino la sensación de vulnerabilidad y dependencia que lo invade a uno. Nos creemos, en la gloria de la adultez, capaces de enfrentarnos a cualquier cosa; nos sentimos dueños de nuestro cuerpo y de nuestra vida. Pero nuestro cuerpo es mucho más frágil de lo que pensamos, y nuestra vida está siempre en el alero, aunque no nos demos cuenta. Por otra parte, las visitas al CUAP me han permitido conocer algo mejor el funcionamiento de los centros de urgencia y el estado general de la población. En cada visita —y he hecho cuatro— me han tratado médicos diferentes, con criterios asimismo diferentes. Varios de ellos se han mostrado sorprendidos por que no me hubiesen hospitalizado, pero yo he defendido a la médica que no me había hospitalizado. Algunos han dejado que entrara conmigo Júlia, la novia de mi hijo Álvaro, que es médica y que me ha acompañado en todas las visitas; otros, en cambio, se lo han prohibido. Un auxiliar de admisiones, incluso, me impidió sentarme en la sala de espera en la que me había sentado siempre, y me hizo ocupar un sitio en una zona más apartada. En cualquier caso, todos han sido diligentes y profesionales, aunque era evidente la presión terrible a la que estaban sometidos. En mis primeras visitas, las colas eran soviéticas, y prácticamente todo el mundo estaba allí por COVID o sospecha de COVID. Solo recuerdo a una señora que no dejaba de alegar, en el mostrador de admisiones, que ella no estaba allí por COVID «ni aquellas historias», sino por un problema gravísimo que le afectaba a un dedo. Me dieron ganas de abofetearla. Otra señora montó un pifostio en el mismo mostrador porque «tenía un viaje» y no podía esperar varios días a conocer el resultado de la prueba que había ido a hacerse. En su ardorosa discusión con el pobre auxiliar de la ventanilla, se giraba hacia el resto de la nutridísima cola en busca de solidaridad ciudadana, pero no consiguió ninguna. Era demasiado evidente que era una pija poco o nada consciente de la gravísima situación que se estaba viviendo. Otra usuaria del servicio de salud —antes se nos llamaba, con más propiedad, pacientes— también se quejó de viva voz cuando vio a un sanitario acabar su jornada laboral e irse del centro: «¡Mira qué bien! Ellos se van y nosotros aquí...». Una más a la que me habría gustado darle un sopapo: se conoce que, para ella, los trabajadores de la Sanidad pública no tienen derecho a cumplir su jornada laboral, sin duda extenuante, y volver a su casa, sino que han de seguir encadenados, como galeotes de bata blanca, al duro banco del ambulatorio hasta que el último enfermo, de los cientos que lo necesitan, haya sido atendido. Jodida yo, jodidos todos, parecía pensar aquella usuaria desconsiderada. Los análisis de sangre se practican en Urgencia en seco, es decir, como en las tintorerías, sin necesidad de estar en ayunas y sin tener que esperar varios días al resultado. Una maquinita prodigiosa arroja los resultados correspondientes en veinte minutos. En una ocasión, no obstante, tuvieron que pincharme dos veces porque la máquina se había vuelto moderadamente loca y daba resultados surrealistas. Tuve que poner otra vez la vena. En otra ocasión, me tocó esperar en un box al lado de un señor muy mayor que no dejaba de toser con tos perruna y esputar. Se quejaba a las enfermeras de que se mareaba y de que no podía respirar. También decía que la noche anterior no había dormido nada. Obviamente, vivía solo, y me daba una pena infinita. Cuando me hacían las radiografías —que revelaban las difusas manchas blancas de la neumonía, como una metralla filiforme en los pulmones—, yo recordaba las que me hacía de niño en su consulta el médico de la familia, aunque ahora ya no me emparedaban entre dos placas radiológicas, ni sentía el frío de aquellas superficies heladas. Y me preguntaba si aquel galeno, un hombre muy bajo y desapacible, al que mi madre llamaba el pequeñito, no habría muerto de cáncer a causa de la radiación de su antigua maquineja, que tenía en su despacho y de la que no se protegía de ninguna manera: él disparaba la radiografía allí mismo, al lado del paciente, y supongo que lo hacía muchas veces a la semana. Para él debía de ser un factor de prestigio hacer aquella prueba in situ, cuando el enfermo se visitaba, y dejarlo asombrado con el uso privado de tan alta tecnología. Hoy, en cambio, se sabe que estos aparatos te achicharran vivo, y las radiólogas del CUAP se encierran en un pequeño búnker para estar protegidas. Tras más de dos semanas de enfermedad, ya me encuentro mejor, aunque sigo excepcionalmente cansado. La tos tardará en desaparecer, y la neumonía también llevará su tiempo. Pero el cuerpo, me han dicho, reabsorberá la mucosidad y toda la porquería que el COVID haya dejado dentro, si no hay complicaciones. Esto ha ido lento, y seguirá yendo lento. Pero peor es morirse.
💪
ResponderEliminar😘
EliminarTodo mi ánimo y mi fuerza, Eduardo. Y un ancho abrazo.
ResponderEliminarGracias por tu mensaje, José Miguel. Un abrazo grande también para ti.
EliminarQue tenga una rápida recuperación.
ResponderEliminarGracias, querido y desconocido DMA.
EliminarAbrazos grandes. Cuídate mucho, seguro que en nada estarás todo lo bien que mereces.
ResponderEliminarGracias, querido Antonio. A ver si se pasan ya esta tos y, sobre todo, este cansancio postcovid que me tienen frito. Te deseo lo mejor para 2022. Un abrazo enorme.
EliminarEspero que se recupere pronto. Un cordial saludo.
ResponderEliminarMuchas gracias, Pablo. Un saludo afectuoso.
EliminarAy, cuánto lo siento, Eduardo! Cuídate mucho y ten paciencia, que poco a poco irá pasando. Todo mi cariño y un gran abrazo.
ResponderEliminarMuchos besos para ti, querida Isabel. Esto pasará. Feliz 2022.
EliminarSalú, queridísimo amigo, salú.
ResponderEliminarBesos y abrazos.
No dejes de escribir, Eduardo.
Intentaré seguir, querida Blanca. Me temo que seguiré. Muchísimos besos.
ResponderEliminarÁnimo, amigo. Todo saldrá bien. Abrazos.
ResponderEliminarTe respondo con algún retraso, Simón, pero con el afecto de siempre. Muchas gracias por tu mensaje. Un abrazo grande.
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