sábado, 26 de marzo de 2022

El Día Mundial de la Poesía

El lunes pasado, 21 de marzo, Día Mundial de la Poesía, participé en dos de los muchísimos actos que se organizan en todas partes (y en esa toda parte global que es Internet) para celebrar la vigencia y el placer de escribir y leer versos en nuestro baqueteado mundo: sendas lecturas colectivas, la primera en la Universidad de Barcelona, auspiciada por la recientemente creada Aula Poética —que prosigue, tras un lapso de quince años, la tarea iniciada por el Aula de Poesía, bajo la dirección entonces de Jordi Virallonga—, y la segunda por zoom, promovida por varios grupos e instituciones literarias, casi todos vinculados a la República Dominicana, un país donde la poesía mantiene una presencia y goza de una consideración social envidiables. Me fue muy grato tomar parte en la lectura barcelonesa, porque se desarrolló en la que ha sido mi universidad: de hecho, tuvo lugar en un aula, la 111, en la que yo mismo había recibido no pocas clases allá a principios de los 90, que fue cuando completé mi licenciatura en Filología Hispánica. Comprobé con satisfacción que la clase había sido remozada, y que ya no presentaba el aspecto sombrío y destartalado que tenía cuando yo cursaba mis estudios. En una de las paredes, eso sí, se había conservado una antigua y multicolor tabla periódica de los elementos, de cuando el edificio histórico de la universidad no albergaba solo las facultades de Filología y Matemáticas, como ahora, sino todas las que la integraban, desde Derecho a Química. Las ventanas que flanqueaban la hermosa tabla estaban abiertas —el coronavirus todavía manda— y por su hueco entraba el graznar de las gaviotas. En la lectura, coordinada por la directora del Aula Poética, Noemí Montetes, que fue compañera mía de doctorado, actuamos Irene Anglada —que sufrió, por ser la primera, de un micrófono mortecino, que no revivió hasta que un técnico salió al quite y le endosó un buen chute de vatios—, August Bover, Edgardo Dobry, Concha García, Gemma Gorga —de la que justamente estoy leyendo un libro magnífico, Hi ha un país on la boira—, Txema Martínez —que había coordinado una antología bilingüe del poeta leridano Màrius Torres, publicada en DVD hace años, en la que yo también había colaborado; tanto tiempo después, nos conocíamos por fin—, Lluís Payrató, Javier Velaza —que, además de poeta, es decano de la Facultad de Filología de la UB— y yo mismo. Se nos había pedido que leyéramos dos poemas: primero uno propio y luego otro de algún autor de nuestra predilección. Yo elegí el XIII de Trilce, de César Vallejo, de cuya publicación también se cumple un siglo en 2022, aquel que dice: «Pienso en tu sexo (...) / ¡Oh, escándalo de miel de los crepúsculos! / ¡Oh, estruendo mudo!». Coincidí en la elección con Concha García, que también había seleccionado Trilce, aunque ella leyó el poema VII. Dobry recitó un poema de Poemas para leer en el tranvía, del argentino Oliverio Girondo, asimismo publicado en aquel annus mirabilis de 1922 (yo he tenido en las manos una primera edición de Poemas para leer en el tranvía, cuyo feliz propietario, Aurelio Major, nos permitió hojearla en una cena en su casa, hace un lustro). Y Noemí cerró el acto leyendo una pieza de otro autor admirado, el barcelonés José María Fonollosa. Los poetas en catalán optaron, en su gran mayoría, por leer poemas de Gabriel Ferrater, al que Noemí también se refirió en su intervención, citando el célebre dictum del poeta de Reus, según el cual el poema ha de tener el orden y la claridad —el sentido— de una carta comercial, algo con lo que yo siempre he estado en desacuerdo, es más, que me parece dañino para la poesía. Pero ayer era obvio que mis compañeros de lectura estaban en desacuerdo con mi desacuerdo, porque a todos Ferrater —el gemelo de Gil de Biedma en la poesía en castellano— les parecía el no va más de la poesía contemporánea en catalán. La lectura con la República Dominicana fue muy distinta: primero, porque fue nocturna (por el desfase horario, a los poetas españoles, a los que se nos había asignado una misma franja horaria, leíamos entre las once y las doce de la noche, y habíamos de ser puntuales, ya que nuestra intervención se inscribía en un maratón poético mundial de veinticuatro horas de duración que no admitía pausas) y, segundo, porque fue digital. La digitalidad introduce una rigidez que ninguna cordialidad, por mucha que uno le eche a su intervención, puede vencer. Pero no había otra: el silicio y los algoritmos dominan nuestro mundo. Yo leí dos poemas: dos de Tú no morirás (el soneto prologal y una pieza no muy extensa en prosa) y otro del libro inédito en el que todavía estoy trabajando. La actuación de los españoles fue coordinada por el poeta Jesús Losada, y yo me alegré de coincidir de nuevo con otro viejo amigo, el dominicano Rei Berroa, que estaba a los mandos del maratón junto con el también isleño Fernando Cabrera. Lamenté, eso sí, que de la lectura se cayeran algunos excelente autores y amigos, como Tomás Sánchez Santiago y Antonio Colinas. La única poeta invitada al acto excusó en el último momento su asistencia, porque no quería hacerle un feo al ministro de Cultura de Marruecos —ese gran y democrático país del que hemos vuelto a hacernos amiguitos, después de traicionar al pueblo saharaui—, con el que estaba compartiendo una cena en la Casa Árabe de Madrid (llegó a mandarnos una foto de la tarta que le habían acabado de servir, para demostrar que su ausencia de la lectura estaba justificada). Esa ausencia estimuló a otro de los participantes en la lectura a tirarle incansablemente los tejos, diciendo por el chat del encuentro cosas tan indiscutibles como que era la única mujer en una reunión de hombres, pero otras tan dudosas —y descorteses— como que era «lo mejor del programa». Luego, el mencionado vate nos propinó varios poemas en que deploraba la invasión de Ucrania por parte de Rusia, cuya denuncia todos compartíamos, pero que, como poemas, eran horrorosos. En fin, como dijo el torero Rafael El Gallo cuando le presentaron al filósofo Ortega y Gasset en una fiesta en Madrid, «ozú, hay gente pa to».

Este es el poema que leí en el acto nocturno con la República Dominicana:

Chirría un grillo.
Solo uno.
De todos los grillos que podrían chirriar
esta noche, solo lo hace
uno.
Su chirrido raspa el aire,
araña
siderúrgicamente
el oído.
Hasta que me acerco.
Entonces cesa.
El silencio que brota restaña
el aire herido,
pero ese cauterio es tanto un bálsamo
como una congoja.
El ciprés en el que pernocta el grillo
también es uno.
Hay otros árboles, pero no son
el ciprés uno,
el ciprés solo como la noche,
vertical como la noche.
No se cimbrea: encaja en la oscuridad
como una cuña de jade en una pared de pizarra.
Paso junto a los dos, el grillo que ya no chirría
y el ciprés solo,
con mi propio silencio a cuestas.
Mi soledad tiene dos piernas
y un corazón
y una lengua ciega, que se suma
al coro ausente del insecto y el árbol.
Yo también soy uno, pero esa unidad
no me define,
sino que me desfigura.
Me atropella el ruido estupefaciente
de un motorista.
Quizá su cabalgadura encierra
una legión de grillos
o un vendaval de cipreses.
Pero es un ruido solo,
un hombre solo,
una noche sola.
Sigo andando. Cada paso
es un grillo que enmudece,
un ciprés que se adentra en la negrura,
un yo exento de otros seres
que oye su propio chirriar en el vacío metálico
de la noche, repleta
de ruidos que no respiran,
de multitudes
que no son nadie,
que no apuntan al cielo
ni a la tierra, sino a una inhóspita
laxitud
hecha de tiniebla.
Cada paso es una isla.
La luna, nevada y sola,
es una isla.
Yo soy una isla.
Me alejo del ciprés. Quizá el grillo que lo habita
haya vuelto a chirriar,
pero ya no lo oigo.
Me acerco a otro ciprés. Es más alto
que el anterior. También lo despinta
la noche. Pero este no dice
nada. No acoge
a nadie. Solo habla él, mudo.
Cuando paso a su lado, mi caminar se funde
con su entraña: se vuelve su tronco,
su unidad.
Otra unidad sin lengua,
oscura.
Pasa un motorista más. Su ruido
es el silencio del mundo.
Continúo,
solo.

1 comentario:

  1. Inmenso poema, Eduardo. Siempre logras sorprenderme. Deseando tener en mis manos Hombre solo y fundirme en su lectura.

    Gracias por estos momentos de vida.

    Un abrazo enorme.

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