miércoles, 11 de mayo de 2022

César Vallejo: triste y dulce

La celebración del centenario de dos de los títulos más importantes de la literatura universal, Ulises, de James Joyce, y La tierra baldía, de T. S. Eliot, ambos publicados en el annus mirabilisis de 1922, ha opacado un tanto la de otros libros asimismo fundamentales, aparecidos también ese año: el mayor de todos, Trilce, de César Vallejo, del que no ha habido, me parece, demasiados recordatorios, al menos en España. Y eso sorprende, incluso aunque estemos acostumbrados a la tradicional incuria hispana, porque fue en España donde se dio a conocer realmente el libro de Vallejo: se publicó en Madrid, en 1930, con prólogo de José Bergamín y un poema-salutación de Gerardo Diego. Hasta entonces, Trilce solo había generado un estruendoso silencio —odumodneurtse, como dice Vallejo en el poema XIII—, pespunteado por una crítica privada en la que prevalecían la incomprensión y el vituperio. A esta desfavorable acogida no contribuyó que el poemario se publicara en los talleres de la penitenciaría de Lima, un lugar poco sofisticado, pero al que el poeta tenía fácil acceso, dado que ya había disfrutado de la hospitalidad de las cárceles peruanas: entre 1920 y 1921, había pasado casi cuatro meses en la de Trujillo, acusado injustamente de agitador e incendiario. No cabe pensar que el Estado peruano, resuelto a favorecer la integración social de los penados, asumiera la publicación de la poesía que escribiesen y contribuyera así al engrandecimiento de la lírica patria. No: Vallejo tuvo que pagarse la edición, y lo hizo con los 150 soles que había ganado con un cuento en un premio literario de la capital (los 200 ejemplares de la exigua tirada de Trilce se vendían a tres soles cada uno: Vallejo, siempre bordeando la miseria, no renunciaba a ganar dinero con el libro), con lo que se sumó a la lista de grandes autores que se han autopublicado sus primeras obras, como Lorca, Rimbaud, Whitman o Proust, un hecho excepcional que ha dado a legiones de escribidores la excusa perfecta para justificar la autopublicación, aborrecible e inútil, y autopublicarse ellos también. 

Trilce es el segundo libro de Vallejo. Antes había publicado Los heraldos negros, una coda del modernismo que había sacudido las mohosas aguas de la poesía en español a ambos lados del Atlántico y sentado las bases para el establecimiento de las vanguardias, a las que Vallejo no solo se acogió, sino que, con Trilce, superó. En el poemario laten una realidad, el dolor, y una aspiración, la libertad. El primero no resulta extraño: preceden a la publicación del poemario varios hechos luctuosos en la vida de Vallejo: la muerte de su madre, en 1918; varios fracasos amorosos, el último de los cuales, con una muchacha de quince años, Otilia Villanueva, cuñada de otro de los profesores del colegio donde había empezado a dar clases en Lima, le acarrea perder el trabajo, en 1919; el fallecimiento de su amigo, el escritor Abraham Valdelomar, también en 1919; y su estancia en la cárcel de Trujillo, cortesía de un juez venal que urdió el proceso para hundir a los jóvenes socialistas y anarquistas, como Vallejo, que denunciaban las condiciones de semiesclavitud que imponían las compañías agrícolas y mineras a los trabajadores en Santiago de Chuco, su ciudad natal. La aspiración de Trilce, la libertad, se plasma en la incontenible ruptura de todas las convenciones líricas y gramaticales —léxicas, morfosintácticas y ortográficas; incluso la acentuación se trastoca, zarandeada por el torbellino de la dicción— que hasta aquel momento habían encauzado la creación poética. Vallejo se asoma a los abismos de la vida y de la conciencia con un lenguaje descreído y descreado. La forma de ver —y de hacer ver— otras cosas —o las mismas, las que nos afectan a todos, pero con incisiva desnudez, con agudeza ensangrentada— consiste en quebrar el órgano de la visión: solo un lenguaje fracturado, y por lo tanto doliente, será capaz de comunicar —o de alumbrar— un ser desfigurado y roto. Vallejo es el poeta del dolor: el Celan de la poesía en español. Aunque sería más justo decir que Celan es el Vallejo de la poesía en alemán: Trilce es veintiséis años anterior a la primera obra del rumano. Pero en Trilce no hay solo desesperación y muerte. También se canta al amor y a la esperanza, aunque siempre con la amargura del desvalido: de quien ya ha experimentado la frustración infinita de ser y no sabe —o no puede— eludir la desgracia: «Pienso en tu sexo», escribe Vallejo en el poema XIII, «simplificado el corazón, pienso en tu sexo / ante el hijar [sic] maduro del día. / Palpo el botón de dicha, está en sazón. / (…) Pienso en tu sexo, surco más prolífico / y armonioso que el vientre de la  Sombra». (En otro poema, el XX, rescata, aliterativo y alterativo, la urgencia del deseo: «Bulla de botones de bragueta…»). El recuerdo dichoso de la familia y la casa de la niñez atempera la infelicidad que lo carcome y le ofrece un refugio para el sufrimiento: «Esta casa me da entero bien, entero / lugar para este no saber dónde estar». Qué diferente resulta ese «Esta casa me da entero bien…» de lo que escribiría cualquier escritor mediocre, es decir, cualquier escritor incapaz de expandir el lenguaje más allá de sus estrictos cauces, de sus mecanismos consolidados, y de utilizarlo para trastornar la mirada y volverla reveladora. 

Trilce se rebela, con esa rebelión triste y humilde que es la poesía, contra el tedio, la pobreza, la soledad, el desamor y la muerte, los males que a todos acucian, pero que pocos reconocen, porque reconocerlos supone admitir la fragilidad y el desconcierto —que, no obstante, nos son consustanciales—. Y lucha contra ellos diciéndolos. A Vallejo le «extraña cada firmeza», como escribe en el poema XXIX, porque la incertidumbre constituye la espina dorsal de nuestro ser. El poeta nunca dejó de caminar por la senda del dolor: emigró a Europa —jamás volvería a su país—, pasó estrecheces sin cuento, enfermó, fue expulsado de Francia por comunista, abrazó la causa de la República y sufrió trágicamente su derrota, y murió en París a los 46 años, de paludismo, un día de lluvia, como había predicho en su poema «Piedra negra sobre una piedra blanca», de Poemas humanos: «Me moriré en París con aguacero, / un día del cual tengo ya el recuerdo. / Me moriré en París —y no me corro— / tal vez un jueves, como es hoy, de otoño». No era otoño ni jueves, pero da igual: el poema acierta en todo.

[Este artículo se publicó en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 8 de abril de 2022]

2 comentarios:

  1. Lúcidas tus palabras pues -pienso- señalan las claves de tal fundamental libro para la poesía en español. Del que -por cierto- poco se ha reflexionado, al menos de forma profunda.

    Un abrazo.

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  2. Muy hermoso y conmovedor. Las grandes obras siempre son censuradas por cuestionar el sistema establecido. Gracias a gente como vosotros accedemos a estas obras maravillosas. Sólo falta perder el miedo de la incomprensión y creer que estas obras no son para uno. Un abrazo.

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