Peratallada, un pueblo medieval del Bajo Ampurdán, es donde vamos a pasar este verano un fin de semana mis hijos y yo. Me gusta viajar con ellos algunos días al año: son mi mejor compañía y, según he descubierto, una buena forma de no perder el hilo de su crecimiento, de su evolución como personas (y de la mía). Además, todavía no se han aburrido de su padre (juraría) y eso también reconforta. Hemos elegido Peratallada porque ninguno de los tres conocía el pueblo –que tiene mucha fama– y porque el Bajo Ampurdán es una región amable y privilegiada de la Costa Brava. El año pasado estuvimos en Begur, a quince minutos en coche de Peratallada, y nos gustó lo que vimos (salvo una familia de ruidosos británicos, valga la redundancia, que ocupaba la vivienda adosada a la nuestra): fue una estancia agradable. Peratallada es uno de los conjuntos medievales mejor conservados de España: ha preservado las casas centenarias, sin sufrir los zarpazos de las construcciones turísticas ni, en general, del urbanismo moderno, y grandes trechos de muralla. En el centro de la población, se alzan los restos del castillo –cuya primera mención se remonta a 1065–, entre los que destaca la torre del homenaje, cuadrangular y poderosa, que se asienta en un lecho rocoso del que probablemente provenga el nombre del pueblo: Peratallada, pedra tallada ('piedra cortada'), en referencia a la que hubo que cortar para construir el foso que rodeaba a la fortaleza, aunque hay quienes defienden que ya los romanos extraían la piedra de una cantera que había aquí. En general, desconfío de la atribución de las antigüedades a los romanos, a menos que estén históricamente certificadas, porque a la gente le gusta dotarse de pasado: le da prestigio y autoridad e inflama su sentimiento nacional (que, como todos los sentimientos nacionales, es fácilmente combustible). En la Sierra de Gata, por ejemplo, si nos atuviéramos a lo que dicen muchos, todos los caminos empedrados en el monte habrían sido construidos por los romanos, pero la realidad es que son muy posteriores: de época medieval. (Los romanos no solían construir senderos por las fragas y escarpaduras, sino grandes vías por zonas despejadas, más prácticas y comerciales). Nosotros nos alojamos en una casa de la plaça de les Voltes ('de las Vueltas'), la plaza porticada que durante siglos ha sido el centro neurálgico del pueblo. En el friso de la puerta de entrada se indica que alguien llamado Pere construyó la casa en 1770, aunque Gerard, nuestro anfitrión, nos indica que probablemente se edificara antes, y que lo que hizo el bueno de Pere a mediados del siglo XVIII fue restaurarla. Muchas otras casas aparecen datadas en el XVIII, que parece haber sido un periodo de prosperidad y, por lo tanto, de auge urbanístico en la región. La casa tiene muchas escaleras, los cuartos son pequeños y los muebles, vetustos –casi todos crujen: lo que en el pan es una buena señal, en el mobiliario no lo es tanto–, pero también cuenta con lo esencial para que la estancia no sea incómoda –camas y duchas aceptables, todos los electrodomésticos y wifi– y, lo que es más importante, el encanto propio de los lugares verdaderos. A mí me toca el dormitorio más caluroso de la casa –el más alto– y la mala suerte quiere que al calor se sume el piar incansable de un polluelo en un nido cercano. Uno, educado en los mitos del romanticismo, piensa que el canto de los pájaros dibujará una escena bucólica y contribuirá a que nos fundamos con la naturaleza. Pero con lo que a mí funde es con la desesperación. Porque el dichoso pollo empieza a reclamar el desayuno con las primeras luces y, por lo tanto, a partir de las seis de la mañana ya solo se oye su estridente serenata, que rebota en las paredes, muy próximas entre sí, y se me clava en lo más profundo del cerebro. Por suerte, me he traído los tapones para los oídos (de los que me desenganché hace unos años, en Mérida, después de varias décadas de adicción [que nació en la mili: había que protegerse de los pedos, eructos, ronquidos, risotadas y exabruptos de mis doscientos compañeros de cuartel], pero que todavía necesito para emergencias como esta). Aún en la cama, recuerdo el "cabrones" que Gil de Biedma les dedica a los pájaros que silban en "Albada". Y yo me adhiero a su insulto, aunque no porque revele que ha llegado el día y que debo separarme del amado (o, en mi caso, de la amada, que no tengo), sino porque, sencillamente, el proyecto de pájaro no me deja dormir. Nuestro primer paseo por Peratallada nos descubre, además de la magnífica arquitectura del pueblo, su alto nivel de vida y el carácter nuclearmente pijo de quienes lo visitan. Las tiendas son muy elocuentes. Todas podrían estar en Pedralbes, es más, creemos que las han trasladado piedra a piedra de Pedralbes, como antes se hacía, desventuradamente, con las iglesias y los claustros románicos españoles, que se desmontaban, trasladaban y volvían a montarse, como un lego, en alguna ciudad de los Estados Unidos. Hay varias de ropa y zapatos, con modelitos magníficos, muy mediterráneos y muy caros, y varias, asimismo, de alimentación, como una madalenería, en la plaça de l'Oli ('del Aceite'), en la que no resistimos la tentación de comprarnos, y meternos enseguida entre pecho y espalda, varias bombas de grasa y glucosa, pero exquisitas. También hay algunos locales donde se venden piezas de cerámica, objetos de decoración y libros, estos apilados en una mesa, como unos objetos de decoración más. Los hojeo: abundan los volúmenes con diseños llamativos e ilustraciones de postín. Hay varios de filosofía (o lo que sea) oriental: el Elogio de la sombra, de Tanizaki, destaca entre todos. Muchos han sido escritos por mujeres. Descubro, no sin alborozo, algunos de poesía. Pero mi alborozo en un pozo cuando compruebo que los han escrito sedicentes poetas como Miguel Gane. Antes de meternos en un restaurante para comer, vemos por las calles varias pancartas independentistas y una, en concreto, en la que una corona real aparece tachada por una barra roja. Al principio, nos parece una manifestación contraria al uso del puño americano, que estamos dispuestos a suscribir, pero luego reconocemos que se trata de una corona: cosas del diseño moderno. El independentismo es indisociable en Cataluña del antimonarquismo, aunque muchos, como yo mismo, seamos republicanos sin ser indepes. Almorzamos por fin en un establecimiento del pueblo, en una agradable mesa situada en la calle, bajo unos toldos que aminoran el calor. Comemos bien, aunque hayamos de dispersar a un enjambre de moscas que aparece de repente y que se abate contra nuestros platos como una flotilla de kamikazes contra los acorazados estadounidenses. Por la tarde, vamos a la cala de Aiguablava ('Agua azul'), la más famosa de Begur, en la que el año pasado no pudimos entrar: no había sitio ni en el aparcamiento para el coche ni en la arena para nosotros. La cala es pequeña –apenas tiene 80 metros de largo y 25 de ancho– y se llena en un periquete. Esta vez sí podemos hacerlo. Hay gente, pero no está atiborrada. El agua anda algo turbia, pero, nadando unas brazadas, se aclara, se ilumina, aunque no es azul, como el nombre del lugar sugiere, sino verde. La vista desde el agua, en la que ramonean algunos botes, como grandes bueyes marinos, es magnífica, aunque la grandeza del paisaje se vea humanizada, es decir, degradada, por algunas construcciones abominables, como lo que parece ser un hotel en lo alto de la colina que cierra la cala a nuestra derecha: gris, grande, anodino y diríase que abandonado. Pero ahí está: exhibiendo su perseverante fealdad, su repulsivo conglomerado de hormigón, entre pinos, nubes fugitivas y cielo azul. La Costa Brava hay que imaginarla antes de que fuera objeto del deseo del turismo internacional (y catalán: aquí tienen su segunda residencia, la torreta, docenas de miles de barceloneses): solo así se columbra la belleza hoy perturbada por la mano pavorosa del hombre. Pero el esfuerzo de imaginación que hay que hacer es grande, y no estoy por la labor: me he alejado de la playa y he de nadar vigorosamente para volver. El día siguiente nos aventuramos a otra cala, Pedrosa, cerca de Tamariu. Siempre que viajamos juntos, Pablo, el más atlético y ecológico de la familia, insiste en explorar parajes menos conocidos, o igual de conocidos, pero a los que sea más difícil llegar. Así, cuanto más difícil resulte, menos gente habrá. Y no le falta razón. Pero su deducción, por lógica que sea, me condena a ilógicas excursiones por lo más intrincado del paisaje: caminos de cabras erizados de piedras y punzantes matorrales bajos, desniveles asfixiantes, calores frenéticos. Mientras Pablo y Álvaro avanzan por la espesura con ligereza juvenil, yo arrastro mi corpachón de casi sesenta primaveras procurando no precipitarme en los barrancos que hay que flanquear para llegar al mar, ni caerme de morros en el agreste suelo. Por fin llegamos a la Pedrosa, no sin tribulación, pero, eso sí, con una percepción muy íntima del paisaje de la Costa Brava: sus escarpaduras verdes, su rocaje vivo –que diría José Mota–, sus olores achicharrados. Ante nosotros se abre ahora el mar. Aunque lo de abrir quizá sea excesivo: la cala es estrecha; el mar solo se abre a unos ciento cincuenta metros de distancia, donde cabecea un montón multicolor de yates y barcos de recreo. Pero haber superado las dificultades para llegar no agota el catálogo de dificultades que ofrece este, por otra parte, hermoso rincón. Ahora hay que encontrar dónde acomodarse, porque la cala es, como su nombre indica, de piedra. No hay ni un rincón arenoso: todo es canto rodado, y también canto humano, que emitimos, unos y otros, agudamente, cuando nos golpeamos el pie con una roca, o nos doblamos el tobillo en un esfuerzo ímprobo por ganar el agua (o por salir de ella, que, con el zarandeo de las olas, aún es más difícil), o pisamos un guijarro singulamente áspero o aguzado. Y ni hablar de tumbarse en la toalla, que es como hacerlo en la tabla de un fakir. El sol, implacable, hay que aguantarlo a pie firme o, como mucho, sentado en una piedra grande o un tronco fosilizado, hasta que ya no se aguanta más y es menester enfrentarse de nuevo a la dolorosa experiencia de llegar al agua para que la piel no se le caiga a uno a tiras. Solo habiendo superado todos estos abrasadores obstáculos, se puede vivir el único momento de felicidad que procura la cala, que es tanto más intenso cuanto más espinosos hayan sido aquellos: nadar en un agua cristalina –esta sí–, entre peñas y pinos que crecen horizontales en ellas, bajo la lámina ferozmente azul del cielo, y rodeados por el silencio del agua y del aire. Pablo y Álvaro complementan los placeres de la contemplación con sus propias preferencias: el snorkel. La primera vez que me dijeron que lo practicaban, yo pensé que se habían adherido a alguna secta escandinava o, peor aún, a alguna facción disidente de los hare krisna. Pero no: se trata de una forma de natación que permite contemplar los fondos marinos, aunque la expresión resulte excesiva: los fondos de cala Pedrosa son muy poco hondos. Pero ahí está la gracia. En realidad, el snorkel es muy simple: uno se limita a flotar en la superficie del mar y mira lo que sucede debajo gracias a unas gafas y un tubo que le permiten ver y respirar. La mayor dificultad consiste en habituarse al tubo, que hay que morder para que no se suelte y que, aunque lo muerdas como si quisieras arrancarle la otra oreja a Evander Hollyfield, siempre deja pasar algo de agua y, a veces, hasta se inunda. "Has de resoplar de vez en cuando para expulsar el agua, como una ballena", me aconseja Pablo. Y yo no sé si esta es otra forma filial de llamarme gordo. Pero sigo su consejo y consigo razonablemente contemplar bancos de peces pequeños y grandes, con el cuerpo listado de plata y las colas oscuras, que se mueven indiferentes a mi presencia y que, si me acerco un poco, apresuran desdeñosamente el aleteo para dejarme atrás con un palmo de narices (y dos palmos de tubo). También se ven estrellas de mar y poblaciones de pequeños moluscos blancos adheridos a las rocas del fondo. (Pablo busca también pulpos, pero me dice, cuando salimos a respirar, que aquí no los hay). Hay que tener cuidado con las medusas, el mayor peligro que acecha al snorkelista (¿se dirá así?), y con el cansancio, claro: hacer snorkel es como beber vino blanco: entra fácil, pero el arreón que te pega al cabo de un rato es de órdago. De vez en cuando veo a Pablo sumergirse y bucear, con tubo y todo: no persigue a ningún ser vivo; simplemente, le gusta evolucionar en el agua, como si él mismo fuera otro animal marino, y me admiran sus movimientos armónicos, fluidos, de manatí o sirena. Me agrada también contemplar las formaciones rocosas que no se aprecian desde la superficie: volúmenes laberínticos, fantasmagóricos, punteados de lapas y otros animalejos submarinos que no sé identificar, con penachos de algas y ocasionales plásticos que Pablo y Álvaro se empeñan en capturar y sacar del agua. Su gesto me conmueve: es un acto de solidaridad, de compromiso con el mundo, infinitamente pequeño, pero infinitamente humano e infinitamente bueno. Consigo salir del agua (aunque me doblo la muñeca al apoyarme en una roca una de las muchas veces en que me caigo) y recupero fuerzas en el chiringuito de la cala. Porque la cala tiene un chiringuito (y, al otro lado, un pequeño apartamento que ocupa una afortunada familia, y que tiene todos los visos de ser un antiguo refugio o almacén de pescadores, hoy reconvertido, de estranjis, en vivienda), que hasta sirve comidas. A mí me basta con una cerveza, con la que acompaño la lectura del periódico del día. Pablo y Álvaro siguen a sus cosas. Yo observo, desde mi privilegiada (y felizmente sedente) posición, a la gente que hay en la cala. Predominan los jóvenes. Reparo en especial en dos chicas, quizá lesbianas, que toman el sol a pecho descubierto y lucen tatuajes por doquier. Van con dos perros, un galgo y un chucho (ya mayor: tiene el hocico gris), a los que tratan mejor que a sí mismas: les sirven agua mineral en un cuenco, les dejan su lugar en la toalla bajo la sombrilla, los acarician y les tiran una pelota amarilla de goma para que se entretengan (solo se entretiene el mil leches, inquieto y regordete; el galgo, al que le cuelga una lengua de un palmo, lo mira todo con una apatía acalorada: "Buf, cualquier se mueve con esta calorina; que vaya a buscar la pelotita el gordo..."). Ni una sola vez van las mujeres al agua. Se quedan alrededor de la sombrilla, bajo la cual jadea el galgo, y comen de unas fiambreras. Y yo me pregunto por qué extraños mecanismos cerebrales han llegado a concluir que esto –pasar un calor sahariano, maltratar la piel con el sol, comer comida fría en una envase de plástico, sentarse, dobladas, en una piedra durísima, dejarse los pies entre las rocas, laborar para dos perros– es placentero. La cala que visitamos al día siguiente es, en realidad, una playa, aunque recogida entre dos salientes de la costa que justifican el nombre de "cala": Es Castell ('el castillo'), cerca de Palamós. Nos la ha recomendado Gerard, nuestro anfitrión en Peratallada, cuando ya nos íbamos. Lo ha hecho en medio de una filípica contra el alcalde de la localidad, que, antiguo convergente, lleva más de veinte años en el cargo, en uno de esos ejemplos de monopolización del poder público tan propios de la hispanidad o, en este caso, de la catalanidad, y que ha conseguido, elecciones mediante, gracias a una sabia política de contentar estómagos y reclutar clientes. Llegar hasta la playa de Es Castell es mucho más fácil que hasta la cala Pedrosa. El coche se deja en un aparcamiento muy grande y se camina un trecho hasta el lugar. Nos preceden, en la caminata, varias familias provistas de todos los utensilios que necesita una familia española (o catalana) para disfrutar de un día de playa: flotadores con forma de cisne o tiburón, sombrillas, bolsas de playa atiborradas de toallas, nevera portátil a reventar de latas de cerveza y tortilla de patatas, y balones de plástico, entre muchos otros e inverosímiles adminículos. La playa de Es Castell es mucho más cómoda que la cala Pedrosa y hasta que Aiguablava. Tiene casi cuatrocientos metros de longitud de arena fina (y ardiente), aunque una malévola franja rocosa amenaza los pies (y el equilibrio) nada más entrar en el agua, como si el lugar no quisiera que nos olvidáramos de que, aunque parezca más cordial, estamos todavía en la Costa Brava, y la Costa Brava es brava, entre otras cosas, por sus pedruscos. No obstante, esa franja pedregosa se supera con facilidad (solo me caigo una vez) y luego ya se puede disfrutar de un agua limpísima y deliciosamente fría. Y eso hago yo con enérgicos chapuzones, solo limitados por las boyas amarillas que acotan la zona por la que salen al mar los kayaks llenos de turistas rubicundos de una empresa de deportes de aventura que tiene oficina en la arena. El año pasado vivimos nosotros la experiencia del kayak cerca de aquí, en las islas Medas, y no estoy dispuesto a repetirla. El monitor, precisamente, de un numeroso grupo de adolescentes kayakeros nos chafa la estancia, porque decide que pueden instalarse pegaditos a donde estamos nosotros, y así se lo comunica a sus pupilos a gritos, que profiere a escasos centímetros de mi oreja. Como Pablo y Álvaro están haciendo snorkel por una de las paredes rocosas que delimitan la cala, yo recojo las toallas y las bolsas y me retiro cincuenta metros, para que las turbulentas actividades del grupo no nos arrastren a sus abismos de músculos incansables y hormonas desatadas. Pero el grupo, capitaneado por el aullante monitor, está decidido a aguarnos la fiesta, porque cuatro o cinco de sus miembros deciden que el mejor lugar a la playa para jugar a fútbol es la que queda exactamente encima de nuestras cabezas. Volvemos a retirarnos, esta vez al chiringuito local, hasta que se les pase la pasión futbolera, y allí nos tomamos sendas y monstruosas cervezas. Es el típico bar de la costa mediterránea: con camareros malcarados y moderadamente ineptos, precios estratosféricos y normas ilegales, como que, si se consume en grupo, no se puede pagar individualmente, sino en conjunto, con una sola factura. Tampoco tenemos suerte con el restaurante en el que comemos, la Malcontenta, muy cerca de Es Castell, al que ladinamente nos conduce Internet. Pero es ya la última etapa de nuestro viaje. Nos preocupamos por almorzar (o lo que sea que hayamos hecho en el lamentable Malcontenta; realmente, estamos muy mal contentados) y volver pronto a Barcelona. Por la AP-7, desde que no se paga peaje, se forman unos embotellamientos monumentales: toda Cataluña, seducida por la gratuidad, se echa a la autopista y se condena así al encarcelamiento. Los peajes es lo que tienen: malo si están, pero malo también si no están. Por suerte, esta vez llegamos a Barcelona sin detenernos. Y es que la Costa Brava siempre procura sorpresas y emociones fuertes.
Aventuras y desventuras de un sesentón en la Costa Brava. Me he partido de risa con tu narración. Un abrazote.
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