Un poeta barcelonés con el que participé en una lectura en Málaga hace dos meses dijo algo que me sorprendió: que, en comparación con otras literaturas europeas, apenas había sexo en la española hasta el siglo XX. Y me sorprendió porque quien lo decía había sido, además de poeta, profesor universitario de literatura, crítico y ensayista.
Su afirmación –que hizo al final del acto, cuando el cansancio y la falta de tiempo me impidieron hacerle algunas precisiones necesarias– es un tópico cuya consolidación ha sido propiciada por dos hechos de largo impacto en nuestra cultura: la represión, por parte de la Iglesia –y su brazo armado durante siglos, la Santa Inquisición–, de todas aquellas manifestaciones artísticas y literarias que contradijeran la ortodoxia católica y su draconiano correlato moral –y cuya prohibición hizo que no hubiese obras pornoeróticas españolas en las bibliotecas europeas– y el peso de la tradición filológica decimonónica encabezada por Marcelino Menéndez Pelayo, otro adalid de la ortodoxia, que quería expulsar a las tinieblas exteriores todo cuando discrepase del canon nacional-católico, recto como un cirio candeal, que se había propuesto erigir.
Eso llevó al bueno de don Marcelino, y a la profusa estirpe de filólogos más o menos franquistas que siguieron su preclaro ejemplo, a desechar obras tan significativas como la Carajicomedia o las lecturas disolventes del Libro de buen amor, La Celestina o La lozana andaluza.
Para Menéndez Pelayo, La lozana andaluza –que, publicada en Italia en 1524, se incluyó pronto en el Index Librorum Prohibitorum, y no volvió a saberse nada de ella (salvo como manuscrito clandestino) hasta 1845, cuando la redescubrió un austriaco, Ferdinand Wolf– era «un desfile de escenas pornográficas»; las acciones de la protagonista, «horrores»; la lengua en la que estaba escrita, una jerga «llena de barbarismos y solecismos»; y el libro, en fin, «inmundo y feo». (Don Marcelino intentaba salvar el honor patrio endilgándole a la disoluta Italia la responsabilidad de semejante engendro: La lozana andaluza era obra «de un español italianizado», Francisco Delicado, y, por lo tanto, «las costumbres que describe [eran] más italianas que españolas»).
Pero que no circulasen en España (ni en Europa) obras eróticas no quiere decir que no existieran. Desde las primeras expresiones de la literatura española, aunque en lengua aljamiada, las jarchas —un prodigio de delicadeza y sensualidad, pero también de avidez copulatoria, como demuestra esta, traducida por Emilio García Gómez: «Boquita de collar, / dulce como la miel, / ven, bésame. / Dueño mío Ibrahim, / ¡oh, dulce nombre, / ven a mí de noche! / (…) Amiguito, decídete. / Ven a tomarme, / bésame la boca, / apriétame los pechos, / junta ajorca y arracada. / Mi marido está ocupado»; y subrayo, sobre la explicitud de la propuesta y el ensalzamiento del adulterio, la invitación a «juntar ajorca y arracada», que dibuja una escena casi yóguica— y el Libro de buen amor, con aquellas sabias palabras inaugurales: «Como dice Aristóteles, cosa es verdadera, / el hombre por dos cosas trabaja: la primera, / por haber mantenencia; la segunda cosa era / por haber juntamiento con hembra placentera», que enmarcan la obra entera y anticipan varios encuentros del protagonista con aguerridas serranas, el erotismo ha tenido una poderosa presencia en nuestras letras.
Durante la Edad Media, el Renacimiento y los Siglos de Oro, el erotismo más franco se refugió en la anonimia, ya fuese de campesinos y menestrales, con las canciones populares, que inspiraron las serranillas del Marqués de Santillana y desembocaron en la poesía de cancionero, o de autores cultos, que igual practicaban la obscenidad paródica y burlesca de la Carajicomedia –dedicada «al muy impotente carajo profundo / de Diego Fajardo, de todos abuelo, / (…) que ha cuarenta años que no mira al cielo»– que componían coplas, sonetos, letrillas o villancicos celebratorios del amor y sus afanes, muchos recogidos en el Cancionero de obras de burlas provocantes a risa, publicado en 1519. Y no se puede olvidar La Celestina, con uno de los principios más memorables de la literatura erótica universal, cuando Calisto entra en la huerta de Melibea, ve a su dueña y exclama: «En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios. (…) En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase». (Pero Calisto pasará de estos modos caballerescos a otros menos platónicos en el acto 19, en el que Melibea ha de rogarle que tenga las manos quietas, a lo que el galán responde con una franqueza que acaba con todo vestigio de amor cortés en su conducta: «Señora, el que quiere comer el ave, quita primero las plumas»).
Como ya se me está acabando el número máximo de caracteres (con espacios) de que dispongo en este artículo, hay que dar un salto no pequeño hasta el siglo XVIII, que fue pródigo en literatura erótica. Nuestros ilustrados cantaban, de cara a la galería, las excelencias de la razón, pero, sotto voce, atemperaban las urgencias del rijo con obras tan elocuentes como Arte de las putas, de Nicolás Fernández de Moratín –un catálogo de la prostitución madrileña de mediados del Siglo de las Luces, que en nuestro caso fue más bien el Siglo de la Penumbra–, o El jardín de Venus, de Samaniego, cuyas fábulas aún se nos leían en el colegio (de curas) a los chicos de mi generación, hoy boomers (las fábulas que escribió como fabulista, no como pornógrafo, aclaro). Y si Moratín es un expresionista avant la lettre, Samaniego es un precursor del surrealismo en alguno de sus disparatados romances. Pero no solo ellos practicaron el noble arte de la lujuria escrita: también lo hicieron Tomás de Iriarte, otro fabulista, y José Iglesias de la Casa, y, ya en el XIX, Espronceda, un sátiro de mucho cuidado, amén de exquisito romántico, y Bartolomé José Gallardo, bibliófilo y bibliocleptómano, ambos extremeños.
En el XX, la literatura se esponja y las costumbres se liberalizan, y el sexo inunda la literatura de España (y de todas partes). Conviven entonces los poemas homoeróticos de García Lorca, los Senos de Gómez de la Serna y divertidísimas diabluras como La insólita y gloriosa hazaña del cipote de Archidona, de Cela. España se equipara entonces a cualesquiera otras letras. Pero lo hace públicamente, porque privadamente, clandestinamente, anónimamente, ya era equiparable a las demás. El sexo ha recorrido siempre nuestra literatura, quod erat demonstrandum.
Todo esto me habría gustado responderle a mi amigo en Málaga. Pero no me dio tiempo.
[Este artículo se publicó en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 1 de julio de 2022]
Muy ilustrativo y como siempre se aprende mucho. Poco siglo de las luces en España como bien afirmas. Menéndez Pelayo, para muchos el intelectual patrio con más solera, pero muy reaccionario. Afortunadamente las corrientes historiográficas en España progresaron mucho en el siglo XX, gracias a Francia y UK. Un saludo. Aprendo mucho en este blog
ResponderEliminarGracias, una vez más, por tus palabras, Diego. Me gusta que mis entradas cumplan aquello, tan viejo y tan sabio, del "prodesse et delectare", enseñar deleitando. Un abrazo.
ResponderEliminarIgualmente. Todos los días consulto tu blog por si hay una nueva entrada. Y desde que te sigo nunca me decepciona.
ResponderEliminar