lunes, 4 de julio de 2022

Los fuegos artificiales

En Sant Cugat es fiesta mayor. Y, aunque tú no quieras participar, en Sant Cugat la fiesta mayor viene a buscarte. El parc Central, justo delante de mi casa, es uno de los escasos privilegios que tengo en esta vida: un lugar despejado y luminoso, fresco y magnífico, con grandes praderas para que los perros (antes eran los niños) correteen. Pero en el pecado está la penitencia. Ese mismo lugar, tan amplio y placentero, es el espacio ideal para acoger espectáculos de masas (al menos, masas municipales). El ayuntamiento, cada año, planta un escenario en el parque y nos propina a todos un recital. Este año ha sido nada menos que de rap (catalán, por supuesto). Y hasta las tres de la mañana, para que no se nos olvide que es la fiesta mayor y que, en fiesta mayor, ha de haber música y ruido y jarana a todas horas, por todas partes, incluso cuando el día siguiente es laborable. El parque también ha sido el anfitrión de las atracciones montadas para los más pequeños (juegos de agua instalados por la empresa suministradora, SOREA [que nunca escribe "bebe", sino "hidrátate": es más largo y queda más científico], circuitos de bicicletas, minigolfs, cosas así), que también han acompañado mis días con sus llantos y aullidos, motivados, en general, por que no se hiciera lo que ellos querían hacer, que era todo. Pero, en fin, esto molestaba menos. Según cómo, cuando se reían en lugar de llorar, hasta resultaba agradable. Siguiendo la política de hacer del parc Central uno de los ejes fragorosos de la fiesta mayor, hoy se ha convocado a los sancugatenses en el Turó de Can Mates para asistir al espectáculo de los fuegos artificiales con los que se cierran los festejos. El Turó de Can Mates, una colina artificial formada con la tierra extraída en la urbanización del barrio, hace casi treinta años, no está propiamente en el parc Central, sino en el parque homónimo —de Can Mates— que lo prolonga hacia el oeste. Pablo y Júlia me han invitado a ir con ellos a ver el espectáculo, y yo, cansado como siempre de estar encerrado en casa, me he apuntado. De hecho, me he sorprendido a mí mismo al aceptar la invitación, porque siempre he huido, y cada vez más, de las algazaras y celebraciones multitudinarias. Pero es que pasarse la vida sentado inquieta mucho por dentro. Me echo, pues, a la calle como un intrépido aventurero dispuesto a afrontar todos los peligros (pelibro se me ocurrió el otro día para una campaña de fomento de la lectura: residuos de mi experiencia en Extremadura) de la vida contemporánea, y, en particular, los muchos asociados a un castillo de fuegos artificiales. Y lo primero que me encuentro al pisar la calle es un río de gente que se dirige ordenadamente al oeste, como si el Turó de Can Mates fuera un gigantesco flautista de Hamelín. Predominan los grupos de jóvenes, pero también hay familias enteras (con los mismos niños que me han alegrado las tardes), y parejas mayores, y hasta personas solas, como yo, que se van a reunir con otros espectadores, o quizá no. Me temo lo peor. Y lo peor es que toda esa gente se apiñe en el Turó, un mirador excelente (desde el que se divisa una buena parte de la comarca del Vallès y la montaña sagrada de Montserrat), para ver los fuegos en primera línea. Pero, si es así, ni el mirador será excelente, ni habrá ninguna primera línea desde la que mirar, sino un mar de cabezas, y de cuerpos veraniegamente sudorosos, sin escapatoria ni desembocadura. Por suerte, cuando llego al punto en el que he quedado con Pablo, me encuentro con un guasap en el que me ordena: "Ven aquí". Y "aquí" es una coordenada concreta, a unos 700 metros, en la dirección contraria al Turó. Ah, la tecnología moderna. No deja de ser una dictadura, pero a veces facilita las cosas. Mientras me dirijo, no sin sorpresa, al punto indicado, veo un afluente de gente al río principal: todo el mundo va hacia el otro lado. En una bocacalle, un Mini de color crema que está maniobrando en la acera para ir también al Turó (supongo) echa marcha atrás y casi me atropella. Tengo que dar un brinco lateral para evitarlo. Dentro hay dos jóvenes. Uno masculla una disculpa; yo, un insulto. (Y confirmo que múltiples peligros acechan al espectador de los fuegos). Sigo mi camino hasta el lugar que me marca el GPS: es un puente sobre la autopista, a lo largo del cual se ha sentado la gente; entre ellos, Pablo y Júlia. Me acomodo —es un decir: el asiento es de piedra— en el espacio que me han reservado y nos disponemos a disfrutar del espectáculo. Se conoce que la gente ha averiguado que este es un mirador casi igual de bueno que el Turó de Can Mates —la vista es despejada y no hay aglomeraciones— y se viene aquí a verlo. No alcanzo a recordar que haya contemplado nunca, de principio a fin, un castillo de fuegos artificiales. Quizá de niño mis padres me llevaran a ver alguno, pero, si es así, se me ha borrado de la memoria. Esta será, pues, una primera experiencia, acaso una experiencia única. A mis 59 años, ay. A mi lado hay sentado un chino con su hijo en el regazo. Se comprende que hayan venido: en China hay una tradición milenaria de fuegos artificiales (claro, inventaron la pólvora) y querrán contrastarla con la española. El niño, que no para quieto, habla en chino con su progenitor, lo que también se comprende, pero de vez en cuando suelta palabras en castellano (no en catalán), como "¡bien!" o "¡vale!", cosas insulsas, pero que denotan un entusiasmo políglota. Por fin empieza el espectáculo. Las explosiones se imprimen en la pantalla del cielo como tizas de fuego en una pizarra infinita. Hay de todos los tipos: cohetes rectos que dejan una gruesa estela luminosa y luego estallan brevemente, como si, en su caso, lo interesante fuera el camino y no la culminación; cohetes invisibles hasta que explotan, y que abren en el cielo rosas enormes, de pétalos suculentos; cohetes que dibujan una palmera, con su tallo y sus hojas doradas y caedizas, y que se agrupan con otros iguales, hasta formar fugaces oasis en el desierto azabachado del firmamento; cohetes de cabotaje, que disparan a poca altura ráfagas rojas, pero muy sanguíneas; cohetes que forman nubes ígneas, que se deshilachan en una miríada de puntos ardientes; cohetes que inflan pelotas rojas, amarillas o verdes, que asimismo desaparecen como si el aire las deshinchara de una patada; cohetes múltiples, que llenan el horizonte de heridas azafranadas; coheres sinuosos, que caracolean, se enroscan como berbiquís o escriben acentos circunflejos en la negrura; y, en fin, toda suerte de llamaradas, centelleos, estallidos y hogueras, acompañadas por un estruendo que nos permite comprobar lo que tarda el sonido en viajar: desde el relámpago hasta el trueno pasa un segundo, o décimas de segundo. Todo es efímero: las luces y los estampidos. Los fuegos artificiales son el arte más efímero que existe: apenas dura un instante, y luego solo queda una nube de humo gris, que se contorsiona hasta desaparecer como un fantasma. Todo el espectáculo ha durado diecisiete minutos. El equipo que lo ha organizado ha tenido que ser nutrido: en algunos momentos, los cohetes salían disparados por docenas, y no han dejado de perforar el cielo desde el primer momento hasta el último. Mientras ha durado, por la autopista han seguido pasando coches, indiferentes. También ha pasado por delante de todos un trío de chicas, una de las cuales iba en sujetador, un sujetador negro, de encaje, muy bonito, que cubría un pecho escaso. Llevaba la camiseta en la mano. Desde luego, hacía calor, pero no sé si tanta. Me parece que a esta misma chica la he visto esta mañana, cuando he salido a comprar el pan y el periódico, sentada con otros en una terraza, y también en sujetador (el mismo). En Sant Cugat abunda el nudismo callejero: en otra ocasión, vi a una mujer desnuda, que protestaba por la carestía de los alquileres, a la entrada del ayuntamiento; hoy veo a esta ninfa aligerada de ropa, ante la que nadie se sorprende. Pasa, tranquila, y se va. Y yo he culminado una nueva experiencia, que no me ha dejado insatisfecho. (No la de la chica contenta de compartir su intimidad con todos, sino la de los fuegos artificiales). Además, es bueno comprobar en qué se gasta el ayuntamiento mis impuestos.

2 comentarios:

  1. Estimado Eduardo: quisiera consultarle algo que puede parecer contradictorio, es sobre el libro de Philip Short, Putin. His Life and Times, ha salido en inglés, pero mí inglés es muy básico. Este autor me gusta por su ecuanimidad. Ya pude leer en castellano su biografía de Mao. Lamento que sean dos personajes tan siniestros y deleznables. Disculpa las molestias quizás no es el canal más propicio. Recibe un cordial saludo, y perdona las molestias. Diego

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  2. No conozco el libro de Short que mencionas, Diego. No puedo opinar. Pero la ecuanimidad es un valor que conviene reivindicar. Si la has observado en el volumen, seguramente tu elección ha sido acertada. Un abrazo.

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