martes, 27 de septiembre de 2022

En los Estados Unidos (4): mi vecino Donald Trump

Nunca me había imaginado que pudiera pisar West Palm Beach, uno de esos lugares que uno ve por televisión como se ven las imágenes de Marte o de Júpiter captadas por algún satélite errabundo. Una ciudad de ricos, más aún, de millonarios, de estrellas de cine y televisión, de jubilados afanosos de sol y sosiego, de conservadores de toda laya que consideran a Biden un estalinista y a Donald Trump, un buen hombre y un presidente ejemplar. Pero aquí estoy, inverosímilmente, pisando West Palm Beach, rodeado de palmeras y urbanizaciones de lujo. Una de las primeras cosas que quiero hacer es, precisamente, ver Mar-a-Lago, la mansión de Trump, el vecino más famoso y anaranjado de la ciudad. En Mar-a-Lago escondió Orange Don los secretillos nucleares que había birlado de la Casa Blanca, durante su funesto mandato, para asegurarse una posición de fuerza —¡y qué fuerza!— en cualquier negociación con sus paisanos u otros interlocutores del mundo, como sus amigos Vladímir Putin o Kim Jong-un. Para recuperarlos, el FBI irrumpió en la mansión hace algunos meses, un registro que despertó el furor no solo del propio Trump, sino también, y más exacerbado todavía, de su espeluznante legión de seguidores (cuando uno piensa que Orange Don obtuvo 63 millones de votos contra Clinton y ¡74! contra Biden —lo que significa que su estimación subió entre los votantes—, a uno se le encoge el escroto), que clamaron contra la intolerable injerencia del Gobierno en la vida de un ciudadano honrado y un presidente modélico. El viejo principio de la igualdad de todos ante la ley, que en los Estados Unidos se proclama con fervor mítico (y místico), conoce en este país una excepción declarada: Donald Trump, que lleva décadas especulando, obteniendo beneficios ilícitos (y, a la vez, arruinando empresas), evadiendo impuestos, abusando de mujeres, mintiendo, calumniando y, en los últimos tiempos, hasta promoviendo un golpe de Estado, sin que haya pasado ni una noche en el cuartelillo. A un pobre negro que roba veinte dólares de una tienda, un tipo de noventa kilos con una estrella en el pecho le aplasta la cabeza contra un bordillo y le clava una rodilla en el cuello hasta matarlo, pero Orange Don no solo se va de rositas, sino de la floristería entera, por sus interminables fechorías. Curiosamente, Mar-a-Lago fue construido en 1927 por una rica heredera de la industria de los cereales para el desayuno con preocupaciones sociales —filántropos así reciben el nombre de socialites en los Estados Unidos—, Marjorie Merriweather Post (y aclaro que la que tenía preocupaciones sociales era la heredera, no los cereales para el desayuno), como lugar de descanso invernal para los presidentes norteamericanos. No obstante, ninguno quiso utilizarlo cuando la Sra. Merriweather murió, en 1973, y el palacio anduvo dando tumbos, jurídicamente, hasta que en 1985 lo compró el bueno de Donald, que llevaba desde los años 70 extendiendo sus tentáculos inmobiliarios por West Palm Beach. Al convertirse en 2017 en presidente de los Estados Unidos, cumplió a posteriori las disposiciones de la Sra. Merriweather y empezó a retirarse, aunque no solo en invierno, sino en cualquier época del año, a sus privilegiados muros. Mar-a-Lago ocupa 10.000 metros cuadrados, tiene 126 habitaciones (la página web del lugar no indica cuántas de esas habitaciones son baños), pista de tenis, campo de golf, dos piscinas olímpicas y un helipuerto. También tiene una gigantesca bandera americana ondeando en el jardín, que me recuerda, por sus dimensiones, a la mexicana de la plaza del Zócalo en el D. F o la española de la plaza de Colón en Madrid: enseñas desmesuradas que pregonan lo evidente. Mar-a-Lago fue construida en estilo español, signifique eso lo que signifique, aunque sin duda entronca con el hecho de que la Florida perteneciera a España durante casi trescientos años. Por lo pronto, se advierte una entrada de aire mexicano, profusión de palmeras y una gran fachada, de la que emerge un torreón rosa. Mi amiga Elaine, que me ha acogido en la ciudad, y yo pasamos por delante en coche y, pese a su gran tamaño, no podemos apreciarla bien. Me gustaría parar y tomar alguna foto sin prisas —por cierto fetichismo malsano, igual que fotografiaría la cueva de Alí Babá o, cuando tenga ocasión, porque allí voy a ir directo, las calderas de Pedro Botero—, pero un coche de policía situado en el centro de South Ocean Boulevard, donde se encuentra la mansión, nos obliga a continuar, en una versión contemporánea y más cinematográfica del clásico "¡circule, circule!" de nuestros entrañables grises (y tantas otras policías). Se conoce que no está bien que se tomen imágenes de una casa particular en la vía pública. Por cierto, que cuando ralentizamos el paso para captar la mansión, nos adelantan un vehículo de tres ruedas, pero velocísimo, parecido a un batmóvil, con una coruscante pareja de culturistas, hombre y mujer, dentro, y un Ferrari rojo, en cuya matrícula no hay números, sino solo la palabra "Amano" (conocí hace muchos años a un calígrafo japonés, pintor de haikus, que se llamaba, muy apropiadamente, así, pero no creo que sea el conductor de este cacharro). Mar-a-Lago puede ser una joya arquitectónica, pero a mí me parece un ejemplo de mal gusto, aunque seguramente mi impresión esté sesgada por la opinión que me merece su propietario. Si Mar-a-Lago fuera propiedad de Monica Bellucci, lo consideraría un dechado de belleza. Hoy por hoy, sin embargo, me recuerda más bien al estilo de Jesús Gil y Gil, aquel despechugado precursor de VOX que llenó la Costa del Sol de edificaciones bárbaras y arengas nauseabundas, como también ha hecho Donald Trump en la tierra de la libertad. Pasamos un par de veces por delante de Mar-a-Lago, pero Elaine me acerca también (quiere ahondar en mi repulsión por el personaje) a la iglesia episcopaliana donde Orange Don se casó en 2005 con la bellísima Melania (una extranjera a la que no quiere expulsar del país, de momento; ayuda que no sea mexicana), Bethesda by the Sea, construida en estilo neogótico en 1925, y que participa de la suntuosidad sin la cual Donald Trump no concibe la vida: el órgano Austin, por ejemplo, con el que los fieles multimillonarios sienten elevarse su alma a Dios, tiene 6.000 tubos. Volveremos a pasar, por la noche, por este modesto oratorio, y veremos la portada iluminada por luces turquesas, como un escenario navideño y tecno-pop. Alrededor de la iglesia, y en toda la isla de Palm Beach, se amontonan las mansiones y también algunos rascacielos: el hotel Breakers, por ejemplo, uno de los más lujosos de la zona. En el restaurante italiano donde comemos, se acumulan más monumentos, pero de otra índole. Casi todas las mujeres son barbies: rubísimas, bronceadas, siliconadas, con microfalda. Hasta las morenas parecen barbies. En la mesa contigua se sienta una de estas muñecas, pero octogenaria. También su pareja lo es. Él se ha implantado pelo, se ha estirado la cara más que un chicle y no ha dejado de ir al gimnasio en setenta años; ella está recauchutada por todas partes, en una salvaje batalla estética por alejar, o disimular, o destruir, los efectos del tiempo. Pero, aunque con tetas infladas como sandías, salchichas de frankfurt por labios, pómulos en altorrelieve, pestañas postizas, minifalda a la altura del ombligo y melenas esculpidas por algún peluquero de campanillas (aunque aquí en Palm Beach sería más apropiado decir de esquilones), sigue siendo vieja. De hecho, es más vieja que si no se hubiera operado hasta los dedos de los pies, igual que los calvos que se alfombran el cráneo con los pelos parietales, a lo Anasagasti, son más calvos que los calvos desinhibidos, porque su fallida cobertura vuelve más visible su carencia. El restaurante está lleno y hay un ruido infernal. Todo el mundo, rebosante de la felicidad que otorga la opulencia, habla alto y, además, son norteamericanos. Y los norteamericanos siempre hablan alto. Por si fuera poco, el camarero que nos ha tocado en suerte no deja de pasar por nuestra mesa y preguntarnos si todo va bien, si nos gustan los espaguetis, si queremos algo más, si nos sirve más vino, si vamos ya a pagar la cuenta. También nos informa, al cabo de un rato, de que cambia el turno y que, a partir de ahora, nos atenderá su compañera Sue, que, por desgracia, no demuestra menos facundia que él. Es imposible tener una conversación íntima con una supervisión tan encarnizada. Voy al baño y veo que los retretes han sido bautizados: uno es Gianni y el otro, Giancarlo. La pasión democrática de los estadounidenses por los nombres no tiene fin. Saludo a Gianni y paso un rato con él. Tras la comida, vamos a la playa de Palm Beach, una franja extensísima de arena tostada. Al dejar el coche, tenemos dudas sobre el horario de aparcamiento y problemas con el parquímetro, y una señora cruza la calle, motu proprio, para informarnos de que ella es vecina y de que podemos dejar el coche tranquilos: nunca hay policía por aquí a partir de las ocho de la tarde. Seguramente es millonaria, pero también muy amable: en los americanos, siempre hospitalarios, una cosa no está reñida con la otra. Nos situamos junto a la Torre del Reloj, un airoso monumento moderno, construido en 2010, aunque de aire antañón, de piedra blanca, situado a la entrada de Worth Avenue, la principal arteria comercial de la isla de Palm Beach. El agua está hirviendo y llena de algas. Elaine me explica que el agua tan caliente favorece la formación de tormentas, que aquí son devastadoras. (De hecho, ahora, cuando escribo estas líneas, un temporal amenaza la costa de la Florida, y Elaine ya lo está retirando todo del jardín y preparando las contraventanas anti huracanes que todo propietario responsable debe guardar en su casa). Ninguna, no obstante, perturba unas horas sosegadas, con poca gente en la playa y aún menos en el agua, en las que la luz se difumina hasta desaparecer entre nubes verticales y oscuras, que forman en el cielo edificios casi tan altos como los que jalonan el South Ocean Boulevard. Huele a trópico y a dinero. Pese a la cercanía maléfica de Orange Don, ha desaparecido toda inquietud. Me siento reconfortado por el mar enorme y el azul limpio que poco a poco se convierte en un negro adormecedor.

3 comentarios:

  1. Diego Murillo Algaba27 de septiembre de 2022, 8:25

    Estimado Eduardo: si mal no creo recordar con 18 años estuviste en una visita de intercambio en Atlanta. Si haces una recapitulación, y pones en una balanza los pros y contras de Estados Unidos como país, que conclusión sacas. Sé que tiene cosas admirables, y tu querencia por los poetas norteamericanos. Pero socialmente que conclusión sacas?. Un abrazo. Muy divertido y una gran prosa. Diego

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  2. Sí, fui estudiante de intercambio en Atlanta en el curso 79-80. Fue una experiencia sumamente enriquecedora, que ha marcado mi vida en muchos aspectos. Y lo primero que se me ocurre decir sobre los Estados Unidos es que es un país imposible de definir, por su enorme complejidad social y cultural. Tiene 330 millones de habitantes, y créeme si te digo que quienes viven en Vermont tienen poco que ver con los que lo hacen en Nebraska, o los negros del sur con los blancos de Alaska, o los asiáticos de Maine con los cubanos de Miami. Es un país dinámico, creativo y pragmático, de gentes hospitalarias y amables, con un gran sistema universitario y una cultura empresarial admirable, sin el que es inconcebible la cultura del siglo XX (el jazz y el rock, el cine, la literatura, la lucha por los derechos de las minorías) y que les ha salvado el culo dos veces a los países europeos en sus guerras intestinas. También es un país religioso, agresivo, ideológicamente rural y que no ha superado todavía el trauma fundacional del racismo. Su concepto anglosajón de la norma vuelve ardua la convivencia y lo hace menos placentero de lo que podría ser. Su creencia y su práctica del capitalismo, que se justifica históricamente, genera una sociedad a menudo feroz y con muchas desigualdades. Es un gran país, pero que tiene aún numerosas injusticias y desequilibrios que resolver.

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  3. He leído bastante sobre la historia de Estados Unidos, pero quería saber la opinión de alguien que ha estado un sitio. El otro día leí en una publicación norteamericana independiente, llamada Contragolpe, que la media de vida era más baja que en China y Cuba. No me sorprendió, Estados Unidos ha experimentado en su calidad de vida una involución draconiana que afecta sobre todo a las capas populares. Aunque te doy la razón que tiene cosas admirables, como sus bibliotecas. No sé tanto cómo tú y si pregunto es por el respeto que tengo por tú opinión. Recibe una abrazo y gracias por la generosidad que te caracteriza, por las magníficas explicaciones y por contestar.

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