miércoles, 20 de abril de 2016

Eduardo García

Ayer, Vicente Luis Mora nos comunicó que acababa de morir el poeta Eduardo García. Tenía 50 años. Solo vi a Eduardo una vez en mi vida, en Córdoba, la ciudad donde vivía hijo de emigrantes, había nacido en Brasil, a cuyo festival Cosmopoética habíamos sido invitados ambos. Solo lo vi aquella vez, pero la conversación que mantuvimos fue tan amistosa y llena de confidencias como si nos conociéramos desde siempre. Recuerdo la ilusión con la que me contó que acababa de ganar un premio literario ya no recuerdo cuál: Eduardo fue galardonado con varios de los más importantes del país. Y también recuerdo pero no, no es un recuerdo, sino una impresión muy presente cuánto me habían impresionado los libros de Eduardo que había leído, tanto los de poesía como los de ensayo, porque cultivaba ambos géneros con igual maestría: Horizonte o frontera, por ejemplo, publicado por Hiperión en 2003, es un poemario excelente, que combina con admirable equilibrio la figuración y la fábula, y Una poética del límite, publicado en Pre-Textos en 2005, es un tratado sobre la creación poética de una rara lucidez, que incorpora a su análisis un conocimiento depurado de todas las tradiciones literarias de Occidente, y en el que teoriza, precisamente, sobre su convivencia integradora. Fruto de mi admiración por su obra, reseñé La vida nueva, publicado por Visor, que había ganado el premio "Fray Luis de León" en 2008 y que ganaría el Premio de la Crítica al año siguiente. Releo hoy mi crítica con una sonrisa amarga: en ese libro, ya desde el título, Eduardo cantaba a la vida, a su viaje por la vida, y a las esperanzas y frustraciones que esa aventura le había inspirado. Era un libro consciente de la oscuridad que nos rodea y que nos habita, pero exultante de optimismo, volcado al futuro, convencido de que todas las dificultades pueden superarse si nos aferramos con ilusión a la existencia. Su proyecto se ha truncado, como se truncará el de todos. Pero, aunque la realidad se haya impuesto a sus aspiraciones y su alegría, no basta para desesperarnos. La pena que sentimos por la pérdida de Eduardo García conoce el consuelo de sus poemas, encendidos siempre de vida. Eduardo era un buen poeta y una buena persona. Descanse en paz.

La vida nueva, de Eduardo García (São Paulo, 1965), remite explícitamente a la primera obra conocida de Dante Alighieri, Vita nuova, escrita a finales del siglo XIII, con la que el florentino refiere la transformación vital que le ha supuesto su amor por Beatriz. Una transformación semejante relata el autor hispano-brasileño en su poemario, ganador del VI Premio de Poesía Fray Luis de León, aunque no vinculada a un amor individual, sino a un proceso existencial, que puede situarse —por utilizar otra cita de Dante— «nel mezzo dil camin da sua vita». El viaje en el que está embarcado el poeta, y al que nos invita desde el primer poema del libro, es el viaje de la vida. Sus metáforas itinerantes tienen por objeto el agua, símbolo de fertilidad e infinito, y una de las formas clásicas de representar el fluir de la existencia, desde la Odisea de Homero hasta El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. El poeta emprende la aventura y, luego, avanza, nada, navega: persiste en la osadía de ser. Su arrojo, empero, no es temerario, sino que rebosa de entusiasmo. Lo mueve el ansia de renovación, como revela el principio, pedregoso de aliteraciones, de «Ritual de la llama»: «Desnúdate el hastío, la costumbre. / Limpia tu piel en un amanecer. / Arráncate la niebla, la ciénaga sin cauce. / Espera a que el torrente arrastre la impureza». El agua, en efecto, además de permitirnos viajar, lava: purifica, igual que la poda, y así se titula —«La poda»— el poema que inaugura la segunda sección del libro, «Resplandor». El agua se ramifica en ríos y mareas, en manantiales y pozos, en «lluvias y llantos y llamas»: en metáforas de la germinación, que se alían con otras, terrosas y vegetales: semillas, raíces, savias. Todo son formas del nacimiento: mutaciones de la realidad, que acrecen la realidad
., que la vivifican con luz y sangre. También el fuego y sus motivos subordinados —el arder, la hoguera, la llama— se erigen en símbolo de la pasión: del mismo impulso que alienta en las fuentes y los océanos. También ellos —como el agua, absoluta, multitudinaria, seminal— representan la intensidad de la vida, tanto más alta cuanto mayor sea su combustión, aunque este arder suponga su extinción. Un optimismo encendido recorre La vida nueva: el poeta cree en su capacidad de transformación, y afirma su voluntad de mudar: no en otro, sino en sí mismo, más hondo y verdadero. El optimismo conduce al canto, más aún, a la exultación: «me crezco en el goce de estar vivo, / derrochando mis fuerzas sin medida / a la caza y captura del instante, / en la más alta cumbre del latido, / donde me aguarda el resplandor», leemos en «Claroscuro». Su confianza no se ciñe sólo al presente, sino que también se proyecta en el futuro; y le permite soñar despierto, esto es, embarcarse en otro trayecto vital, compuesto de alegrías y fabulaciones, que le recuerdan su condición etérea, la fuerza ascensional de su imaginación. Esta trepidación entusiasta se vehicula mediante un simbolismo brioso, pero nunca inmoderado, y un irracionalismo sutil —a dos de cuyos mejores practicantes, Apollinaire y Breton, ofrece el homenaje de sendas citas—. La acumulación acelerativa refleja con acierto el júbilo del sentir y del decir. También la escasez de puntos —o incluso la ausencia de signos de puntuación, uno de los rasgos canónicos de la vanguardia— genera yuxtaposiciones jadeantes, como acredita el inicio de «El vacío y el centro»: «Pero en nombre de quién decir soy yo / esta mi sangre y estas mis razones / el pulso de mi voz este es mi aliento / qué grieta compartir con un desconocido…». El lenguaje de La vida nueva —y, en general, de toda la poesía de Eduardo García—, bruñido y exacto, conjuga la precisión denotativa con el arrebato analógico y el vislumbre visionario. También las formas acogen, en su pluralidad, opciones clásicas —sonetos, endecasílabos, alejandrinos— y mecanismos modernos, como el versículo extenso, apto para el flujo meditativo y el caracoleo sintáctico, como se advierte en «Aniversario», construido con una única y dilatada anáfora. Esta convivencia respetuosa de modos figurativos y surreales caracteriza, desde Las cartas marcadas, la obra de Eduardo García, uno de los pocos poetas españoles de su generación que ha sabido sustraerse a la estéril polarización entre realistas y experimentales, y que ha fundido en sus versos, en una síntesis ejemplar, lo mejor de ambas corrientes. La vida nueva no desprecia el detalle menudo, la algarabía de los objetos, el diorama multiforme de la realidad, pero renuncia sabiamente a la anécdota: a eso tan perezoso del hecho por el hecho, de lo nimio por lo nimio. Su poemario alberga, junto a un anclaje sólido en lo que podemos convenir que es el mundo, una voluntad cósmica: un anhelo por que el mundo acoja —y materialice— los hervores de la conciencia. El yo se multiplica y encarna, pánicamente, en la realidad natural. Ambos, fundidos en un abrazo constituido por espasmos y fulgores, se proyectan en el universo. Pero no lo hacen sin conflicto. El yo, ese mismo yo arrojado a la conquista de la plenitud, ha de librarse de su peso ominoso, de cuanto nos sujeta al barro, de la falsedad. La tercera sección, «Romper aguas», documenta la desazón existencial que se experimenta en el proceso de transformación y convoca símbolos dolorosos, que recuerdan a la mentira y al vacío: la máscara, la carcoma, la oquedad, el dolor. En «Cáscara», la enumeración patética del inicio se remata con una de las muchas paradojas del poemario, que consiste en negar aquello mismo que acaba de afirmarse, como también hace Eugenio Montejo: «Hablo desde la cáscara, ya al borde / del resquebrajamiento: toco, llamo / y un hueco me responde, nada, nadie, / el huevo malogrado, la cáscara vacía, / la voz que ya no alcanza merodea / como un temblor de tierra suspendido / sin tierra y sin temblor…». También el yo está plagado de grietas: es un hueco que avanza entre las cosas, incólume en su vaciedad; es una hendidura que funge de proa en el mar incomprensible de la realidad. Esta misma sección y, en general, la segunda mitad del poemario abunda en honduras que remiten a la muerte: fosas, abismos, hondonadas, escombros. La oscuridad —no en la dicción, siempre luminosa, sino en los temas— se enseñorea de los versos, pero no sólo la oscuridad de lo subterráneo, sino también de lo entrañado: la de la sangre, la del parto. La mirada del poeta se vuelve interior, y en esa mirada, órfica, cohabitan llamas, sombras y sal. En el yo vive la noche, y por sus tinieblas bucea el poeta, en busca de la otra orilla, del otro lado, como han hecho siempre los espíritus levantiscos y las voces inquisitivas, acaso con el propósito de sembrarlas de nuevos nacimientos. El amor lo acompaña, sin duda, y le permite, en ocasiones, disolver el yo, ese fatigoso entramado de ausencias y estallidos: «Algo viene a volarnos las entrañas: / desalojando el hueco, / sellando / la fractura. // Al amarte hoy a ti cerco el origen: / la grieta donde manan / las ascuas / de la vida», leemos en «El amor traza círculos concéntricos». Pero, tras la oscuridad, se regresa a la vida, y amanece. El itinerario interior resulta en un nuevo ímpetu, en un renacido palpitar. La vida nueva celebra el milagro de la esperanza sin éxtasis ni blanduras, con un lenguaje ceñido y resonante, de elegancias clásicas y atrevimientos actuales.

(Publicado en Turia, nº 89-90, marzo-mayo 2009, pp. 537-540)

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