Hoy tengo visita en el ambulatorio. Soy enfermo crónico desde hace años, y necesito tanto revisiones periódicas como una dispensación constante de medicamentos. Uno acarrea sus enfermedades como quien transporta sus enseres: pesada y rutinariamente, aunque procura molestar lo menos posible. También procuraré morirme sin importunar demasiado. Cuando he llamado al ambulatorio que me corresponde en Mérida, me ha sorprendido la rapidez con que me han dado cita: "Mañana, a las 11.36", me ha comunicado la encargada de estos menesteres, con precisión helvética: esos treinta y seis minutos pasadas las once parecen demostrar que las visitas están milimetradas. En Cataluña las cosas van mucho más despacio: uno se considera afortunado si le dan hora para dentro de un mes. Pero en Mérida no: en Mérida la cosa funciona a toda velocidad. Qué bien. Así de contento estoy cuando, con ánimo despejado y alegría primaveral, me encamino al centro de salud. Al llegar a la entrada del ambulatorio, sin embargo, empiezo a sospechar que quizá no todo sean razones para el optimismo: un remolino de gente se agrupa frente a las varias ventanillas del vestíbulo. Yo solo quiero preguntar a qué consulta tengo que dirigirme, pero varias personas me preceden en la cola, y, dentro del cubículo de información, los dos empleados que atienden —un celador, supongo, con bata blanca, y el vigilante de seguridad, con uniforme marrón— hacen su trabajo o bien con minuciosidad ímproba, aunque inadecuada en estas circunstancias, o bien con torpeza memorable: cada pregunta que se les hace desata el furioso teclear del segurata y larguísimas miradas de los dos a la pantalla del ordenador, actividades ambas que, empero, no desembocan en ninguna información concreta hasta muchos minutos después; una información concreta que consiste, en muchos casos, en que no hay información. Entonces, el celador y/o el segurata remiten al usuario a la ventanilla de enfrente, donde varios trabajadores más, todos con bata blanca, se afanan en atender a la gente procedente de la ventanilla de información y a quienes se apuestan, sin más preámbulos, delante de ellos, sabedores, probablemente, de que en la ventanilla de información no se informa de nada. Delante de mí, una paciente joven se abanica con la tarjeta sanitaria, mientras espera el resultado de la complejísima consulta que los ocupantes de la ventanilla de información están evacuando con el ordenador. Como calor no hace, el sofoco debe de tener otras causas. "¿Vais a tardar mucho", les pregunta. "Es que me encuentro mal: estoy con taquicardia". El celador le informa de que no tiene información y la envía, fatídicamente, a la ventanilla de enfrente, lo que barrunto que no contribuirá a aliviarle la taquicardia. "¡Madre mía, madre mía!", casi grita. Cuando me toca el turno y pregunto, simplemente, a qué consulta he de ir, veo sus caras de alivio: yo soy alguien que no plantea un problema irresoluble, como parecen haber sido todos a los que han tenido que hacer frente hasta entonces, sino una demanda modesta, que pueden satisfacer de inmediato: "Al final del segundo pasillo", me responde a gritos el segurata, porque, si no gritara, el grueso cristal de la ventanilla y el no menos grueso estruendo general no me dejarían oírlo. De camino ya a la consulta, pienso que este percance inicial no significa nada, o solo una aglomeración concreta o un mal día. Pronto va a atenderme el médico y mis problemas quedarán solucionados. Al girar la esquina del segundo pasillo, descubro que vuelvo a estar equivocado, y es que mi capacidad para equivocarme no conoce límites. Frente a la consulta del doctor, hay quince personas con exactamente la misma cara que debía de tener el santo Job cuando Satán lo martirizaba con la sarna o los sabeos y caldeos atacaban a sus criados. Casi todos son mayores y pobres; muchos van con bastón. Nada más llegar, me informan de que hoy hay mucho retraso: "Una hora y pico", especifica una señora; "yo tengo visita a las 10 y fíjese qué hora es ya". Sí, el reloj proclama escandalosamente las 11.35. Por si fuera poco, la doctora está sin enfermera, lo que quiere decir que nadie sale a llamar a los pacientes. Cuando, un cuarto de hora después de haber entrado alguien, se abre la puerta y sale la visita, se desencadena un sprint multitudinario para acceder a la consulta; sprint tan memorable por su ferocidad, en la que intervienen codos huesudos y afiladas garrotas, como por el hecho de que quienes lo protagonizan tienen una media de ochenta años. Pero que estos atletas octogenarios no corran como Usain Bolt no significa que sus acelerones no sean dignos de verse: quizá lo sean más todavía que las del propio Bolt, a quien no le cuesta nada correr como corre; estas personas, en cambio, hacen un esfuerzo descomunal y casi heroico. El recuerdo de la Seguridad Social de mi infancia, cuando las visitas al médico se parecían mucho a una expedición al Monte Kinabalu, es inevitable. En un momento dado, cuando sale la enfermera de la consulta vecina para llamar al siguiente paciente, entiendo por qué se conciertan las visitas tan deprisa y por qué, en cambio, la atención en el ambulatorio es tan deficiente: alcanzo a ver la lista de la que lee la enfermera, y allí debe de haber un centenar de nombres. Convocando enseguida a la gente se evitan —o reducen— las listas de espera. Pero convocando enseguida a toda la gente se traslada la acumulación y la espera al propio centro de salud, donde los médicos solo disponen de unos minutos para cada paciente, estos pierden cantidades ingentes de tiempo en antesalas y pasillos, y muchos abandonan la empresa, cansados de que pasen las horas, en un caos bíblico, sin que nadie se ocupe de ellos. Yo también espero un buen rato. Llevo conmigo un ejemplar de Pleamargen, de André Breton, recientemente publicado por Galaxia Gutenberg, con la excelente traducción y edición de Xoán Abeleira, y me entrego a los desvaríos inconscientes del francés. Leo: "En la parte superior el futuro lleva unos cuernos amarillos de todo que asaetean plumas de flamenco / Está coronado por un relámpago de paja para transformar el mundo / En la parte derecha lo eterno lleva unos cuernos azules de toro en cuyas puntas se ensortijan varias plumas de manucodia...". Lo encuentro extrañamente adecuado. Por fin luce un rayo de esperanza: en un plazo relativamente breve se despacha a varios pacientes y me siento más cerca de mi ansiado destino: el médico. Sin embargo, mi gozo se hunde en el pozo cuando compruebo que llega más gente con una hora de visita anterior a la mía. Conscientes del atasco, se han ido a tomar un café, o hacer alguna gestión, o dar un paseo. Y ahora vuelven, proclamando la hora a la que han sido citados como salvoconducto para adelantarse a cualquiera, y ocupando fatalmente los huecos que han dejado los pacientes ya visitados; es decir, que la espera se extiende a los presentes y también a un número indeterminado, y desesperante, de ausentes. Intento consolarme con Breton ("El día y la noche intercambiando sus promesas / O los amantes encontrando y perdiendo el anillo de su fuente en lo atemporal // Oh gran movimiento sensible mediante el cual los otros consiguen ser los míos..."), pero no lo consigo. Y no encuentro fuerzas para afirmar mi posición en este tumulto incomprensible de enfermos y horas de visita. Recojo los bártulos y me voy. Al llegar a casa, vuelto a telefonear al ambulatorio y le pido otra vez hora a la señorita. "Pero, por favor", le digo, "deme Ud. la primera; no me importa cuándo, pero quiero ser el primero de la lista". Oigo su sonrisa al teléfono. "El próximo viernes, a las 9.00 h.", me responde. Resistiré hasta entonces. Y seguiré leyendo a Breton, con la esperanza de que el surrealismo se ciña solo a sus páginas.
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