Acaba de ver la luz Fugitivos. Antología de la poesía española contemporánea, una selección de 22 autores nacidos entre 1960 y 1980, hecha por el también poeta Jesús Aguado. La publica el Fondo de Cultura Económica, como culminación de un proyecto editorial que celebra los 50 años de vida del FCE en España: se trata de publicar cuatro antologías de poesía, escritas en cada una de las principales lenguas oficiales del país: castellano, catalán, gallego y vasco. A mí me correspondió el honor y la satisfacción de firmar la segunda, que titulé Medio siglo de oro. Antología de la poesía contemporánea en catalán y apareció en 2014, y ahora solo falta que aparezca la antología de autores vascos, que ha sufrido un retraso imprevisto. Estoy muy contento de figurar en la selección de Jesús por una sencilla razón: es la primera antología nacional, publicada por una editorial de ámbito asimismo nacional (e internacional), en la que se me incluye. He formado parte de otras, pero siempre temáticas, circunstanciales o locales. Otro motivo de alegría es integrar una nómina de excelentes poetas, entre los que cuento no pocos amigos. Los 22 autores son estos: José Ángel Cilleruelo, Pilar González España, Juan Vicente Piqueras, Carlos Marzal, Aurora Luque, Vicente Valero, Eduardo Moga, Vicente Gallego, Isabel Bono, Juan Antonio González Iglesias, Ada Salas, Álvaro García, Francisco Alba, Agustín Fernández Mallo, Enrique Falcón, Vicente Luis Mora, Julieta Valero, Pablo García Casado, José Luis Rey, Miriam Reyes, Josep María Rodríguez y Elena Medel. Y, aunque la poesía sea un arte y una experiencia radicalmente individuales, sí quiero hacer una consideración, digamos, territorial: celebro que un buen número de estos autores, en castellano, lo sean de comunidades, digamos nuevamente, periféricas —y bilingües—, que no suelen estar representadas en las antologías al uso. Por ejemplo, hay cuatro catalanes (aunque uno de ellos, Francisco Alba, viva en Asturias desde niño), cuatro valencianos, dos gallegos y un balear. Jesús me ha escrito para que acuda, si me es posible, a la presentación del libro en la librería Juan Rulfo, del FCE, en Madrid. Lo hago con gusto, aunque ello me exija pasar muchas horas en autobús y darme un madrugón sobrehumano. Pero el viaje no es insufrible: para desgracia de la compañía de transporte, pocos viajeros suelen hacer este recorrido. De hecho, en Mérida solo me subo yo al autobús. Hay espacio de sobra para todos. Entretengo la tarde de carretera con Animales melancólicos, el magnífico libro sobre la literatura regionalista extremeña que Luis Sáez, predecesor mío en la dirección de la Editora Regional de Extremadura, y hombre inteligente y amabilísimo, me ha hecho llegar recientemente. En el camino nos diluvia: todo el día ha sido de chaparrones, pero en algunos puntos del trayecto la tromba de agua lo ennegrece todo y retumba en el chasis del autocar como una legión de tamborileros. Hacemos una parada en Navalmoral de la Mata para que los viajeros descarguen las vejigas y el conductor llene el estómago: el hombre se zampa un rotundo pincho de tortilla y un vaso de leche. Hace bien: que se alimente, no sea que pierda fuerzas al volante, con este tiempo. El bar de la estación es razonablemente cutre, como corresponde a las circunstancias. La oscuridad que supone la lluvia, que no deja de caer, aunque ya no con la violencia de antes, no beneficia a un local de muebles oscuros y dimensiones oscuras. No obstante, debo decir que el bocadillo de lomo que me propino yo es muy luminoso. Y el pan es con tomate, como en Cataluña: un sencillo y muy de agradecer milagro de la globalización. El postre es una chocolatina que compro en un quiosquillo de la estación (hay dos, prácticamente iguales, uno al lado del otro: no lo entiendo). Cuando la estoy pagando, oigo por el televisor que la dependienta no deja de mirar que Mario Conde ha sido detenido por blanquear el dinero que había robado de Banesto, y que tenía a buen recaudo en Suiza, y recuerdo que, desde que salió de la cárcel, el exbanquero se ha presentado a varias elecciones con dos partidos políticos distintos (el CDS y uno que creó él mismo, Sociedad Civil y Democracia, o una gilipollez semejante), amén de trabajar —es un decir— como contertulio en varios programas de debate (es decir, de soliloquio filofascista) de las repugnantes cadenas televisivas de la ultraderecha y la Iglesia, valga la redundancia. Como político, ha recibido el voto de varias decenas de miles de personas, y como comentarista político, el aval de las audiencias. Mientras haya un solo español que preste su confianza a un personaje como este, desvalijador de Banesto y chulo indescriptible, España seguirá sin arreglo, por decirlo con suavidad. Otra vez en ruta, cuando nos acercamos a Madrid, me pasa una de esas cosas felices que pocas veces ocurren: me telefonea Pepo Paz, el editor de Bartleby, y, al saber del poco tiempo que tengo para llegar desde la Estación Sur de autobuses a la librería de la presentación, pasando por la casa de mis suegros, donde he de dejar la mochila y coger unas llaves, se ofrece para ir a recoger estas llaves él mismo y luego esperarme en la estación y acercarme a la Juan Rulfo. Y así lo hace, sorteando con habilidad de madrileño curtido en los lances terribles del tráfico capitalino los semáforos y los atascos de las calles mojadas de la ciudad. Aprovechamos para ponernos al día de la vida de uno y otro en los veinte minutos que dura el viaje, en el que no dejo de admirar la coleta que se ha dejado desde la última vez que lo vi y, en general, el aire podemita que lo aureola, y llegamos sin percance a la librería. Saludo a Jesús y a las compañeras de antología Ada Salas y Pilar González España, con las que leeré algunos poemas (Elena Medel también iba a participar en el acto, pero ha comunicado que no se encuentra bien y que no podrá asistir), y también, entre el público, a Jordi Doce, a Charles Olsen —un poeta neozelandés que lleva viviendo en España desde 2003 y que me invitó a participar en una página literaria en Internet—, a Orlando Rossardi —un poeta cubano al que conocí en un encuentro literario en Washington; vive en Miami, pero pasa largas temporadas en Madrid— y a Ignacio Cartagena, poeta y diplomático, cuate de peripecias internacionales y amigo muy querido, que llega con el traje ministerial que requieren sus altas responsabilidades y una corbata que me impresiona por clásica y, a la vez, por rompedora. Jesús presenta su trabajo —subrayando que hacer una antología es una "empresa pavorosa"; lo secundo: es pavorosa e ingrata— y luego nos cede el micrófono para que leamos algunos poemas: yo, condenado por la longitud, solo leo uno. Es suficiente. Alguien del público elogia después, muy calurosamente, que haya escrito un poema extenso que no pierda la tensión, y me anima a seguir escribiéndolos así: con ímpetu y sin caídas. Yo le agradezco mucho el comentario, que demuestra que, con al menos un lector —él—, he conseguido uno de mis propósitos como creador: forjar un discurso que fluya y a la vez vuele, que sea arquitectura y río, sin que afloje la pasión ni tropiece la música. A eso de las nueve y media dejamos la librería con la satisfacción del deber cumplido, y Jesús y yo nos vamos a cenar algo. No sabemos dónde hacerlo, así que entramos en el primer local con el que nos cruzamos, la Toast Tavern, que resulta ser un sitio estupendo: nos atizamos sendos sándwiches de aúpa —el mío, de poderoso secreto ibérico— y dos cervezas (él, media pinta; yo, una pinta entera: en algo se ha de notar que soy medio londinense) y seguimos hablando de poesía, de poetas y de antologías. Él me cuenta —sin dar nombres: Jesús es de una discreción proverbial— de algunas críticas acerbas, aunque privadas, que ya ha recibido por la selección de Fugitivos, y de algunos examigos que ya ha cosechado con otras publicaciones recientes, como Carta al padre. Si uno es honrado consigo mismo y asume su responsabilidad de escritor, no dejará de llevarse disgustos por lo que escriba: la literatura, como la vida, nos depara tanta felicidad como conflictos y tantos camaradas como enemigos. Hay que asumir esas pequeñas calamidades —no hace falta que se lo diga; él lo sabe bien— con espíritu deportivo. Lo importante es decir lo que uno quiera y como uno quiera. La libertad —y la liberación— extremas que supone la poesía no pueden verse coartadas por los arrebatos ni por la irritación de quienes no la practican (ni, a menudo, la entienden). Hay que ser prudente pero revolucionario. Y hay que seguir adelante. A mí me toca hacerlo al cabo de pocas horas de sueño. El taxi que me devuelve a la Estación Sur me cuesta más de catorce euros, casi lo que vale todo el recorrido Madrid-Mérida. Y en el viaje de vuelta recibo un comentario a una entrada anterior de este diario, de una persona que se lamenta de que no haya reparado en una meritoria exposición en la Feria del Libro de Trujillo que ha organizado con mucha ilusión y esfuerzo —ni, por lo tanto, hablado de ella en el blog—. Tiene razón: debí haberme fijado en esa exposición y dado cuenta de ella en mi entrada. Pero es curioso: algunas de las críticas más virulentas que he recibido en mi vida de escritor (esta no lo ha sido, desde luego, sino muy dolida y mesurada) han sido por cosas que no había dicho. La literatura tiene esta capacidad, no sé si malsana, de irradiación.
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