Hacerse
mayor consiste en aceptar la pérdida; vivir es convivir con ella; y
morir, finalmente, significa abrazarla: ser pérdida.
La pérdida nos acucia y nos rodea, pero no solo la de los seres queridos, o la de las realidades que conocemos —lugares
que desaparecen, platos que ya nunca volveremos a probar, libros que se
destruyen, objetos irrecuperables, abrasados por el simún del tiempo—,
sino también las pérdidas inmateriales, como las que se producen cada
día (o cada lustro, o cada década) en el lenguaje, que no deja de ser
nuestra posesión más íntima, la que más determina nuestro estar en el
mundo y nuestra relación con nosotros mismos. Sé que se me puede objetar
que nada se destruye nunca, sino que solo se transforma, y que lo que
nos parece o sentimos como una pérdida es solo una mudanza. Lo concedo.
No seré yo quien discuta a don Alberto —Einstein—.
Pero sí les diré, a él y a quienes invocan, como un bálsamo o un
pretexto, el principio de conservación global de la materia, que aquí no
se habla solo de materia, sino de afectos y sintonías, de vínculos
emocionales y querencias subjetivas. Las cosas puede que hallen una
nueva existencia en otro estado o disposición física o bioquímica, tras su desaparición tal como las hayamos conocido, pero
el hueco que dejan en el ánimo de sus contrapartes humanas no se
desvanece: sigue ahí, sin metamorfosis posible, voceando su nostalgia o
su dolor. Por eso lamento que algunas realidades del castellano que he
conocido desde que lo mamé de mi madre, y que sigo juzgando útiles y pertinentes, se esfumen de los labios (y del pensamiento, porque no otra
cosa es el lenguaje: pensamiento sonoro) de los hablantes. El
subjuntivo, por ejemplo, lleva mucho tiempo en decadencia y me temo que
ha entrado ya en vías de extinción. Es el modo de la sutileza y el
acaso, el recurso para expresar lo incierto y lo no del todo conocido:
una forma de decir mucho menos rotunda, y por eso mismo más amable, más
dialogante, que el indicativo y el imperativo, el
modo castrense del idioma. Recuerdo una canción de la mexicana Julieta
Venegas, que fue un gran éxito hace algunos años, "Me voy", en la que la eliminación del
subjetivo era no ya discutible (porque, en muchos casos, se produce en contextos ambiguos,
por deslizamiento, sin que pueda hablarse de
incorrección), sino antinormativo. La frase me chirriaba insufriblemente
cuando la oía por la radio, y sigue haciéndolo ahora, solo leyéndola,
cuando consulto la letra original de la canción para ejemplificar el
fenómeno: "no voy a llorar y decir / que no merezco esto porque, / es
probable que lo merezco...". Al oír ese segundo "merezco", tras
la locución "es probable que...", que exige el subjuntivo, todo mi
cerebro salía de golpe del sopor en el que lo había sumido la propia
memez de la letra y gritaba: "¡que lo merezca!", "¡que lo merezca!".
Otro elemento que está desapareciendo del lenguaje es la coma que
precede a los vocativos. Hace poco, cuando la muerte de Johan Cruyff, a
quien Dios tenga en su gloria, me harté de leer pancartas que rezaban
(en catalán, donde se están produciendo fenómenos muy semejantes a los
del castellano) "Gràcies Johan", con lo que parecían enormes tarjetas de
visita de alguien que se llamase "Gràcies" de nombre de pila y "Johan"
de primer apellido. Hay que recordar que se necesita la coma en los
apóstrofes para distinguir la petición o la orden de su destinatario y
contribuir así a la recta comprensión del mensaje. Además, esa coma
plasma una pausa o inflexión que efectivamente se produce en el discurso
oral. Que sea un elemento tan pequeño del lenguaje, un exiguo signo de
puntuación, no es razón para omitirlo. Las comas son vitales, como bien
sabía el oráculo de Delfos. Y cuando Karl Kraus, el gran satírico
austríaco, se quejó a su editor de que en las pruebas del libro que iba a
publicarle se habían puesto mal varias comas y este le contestó que
nadie se daría cuenta, Kraus le contestó, con una elegancia formal que
no es sino elegancia ética, que él escribía justamente para las personas
para las que aquellas comas eran importantes. Más elementos en trance
de desaparecer: el adjetivo relativo posesivo "cuyo", que, como el subjuntivo, es un ejemplo de delicadeza sintáctica, y al que no ha valido de nada figurar en la primera frase de nuestra novela más universal, el Quijote ("En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme..."), de la muerte de cuyo autor celebramos en 2016 el IV centenario, para ser utilizada (y hasta recordada: a muchos hablantes, sobre todo los más jóvenes, les cuesta reconocerla como una palabra de su idioma; es solo un arcaísmo más). El "cuyo" es sustituido, en general, por anacolutos como este: "Es la palabra que su desaparición está empobreciendo el idioma", en el que, cuando creemos que vamos a enterarnos de qué le pasa a la palabra, nos enteramos de qué le pasa a su desaparición. (Trasladada la incoherencia al Quijote, leeríamos: "En un lugar de la Mancha, que el nombre no quiero acordarme..."). También se está desvaneciendo lo que antes respondíamos todos (y ahora ya solo hacemos
unos pocos nostálgicos) cuando nos preguntaban por el nombre: "Me
llamo...", decíamos. Ahora casi todo el mundo responde: "Mi nombre
es...", un repugnante calco del inglés: My name is... El nombre
no es algo separado de uno: es uno. Uno se llama Eduardo, o Juan, o
Chindasvinto, y ese nombre lo esencializa. Solo los integristas del
lenguaje están en contra de la incorporación de extranjerismos. Los
hablantes normales estamos a favor de sumar a nuestro idioma las
palabras o expresiones que mejor o más sintéticamente designen
realidades nuevas o matices desconocidos, y lo hacemos cada día. Pero sumar e incorporar no
significa sustituir. Si en la lengua de uno ya existe una locución apta, e incluso mejor, para nombrar algo, no se ve por qué haya que ceder a la fuerza bruta de
la lengua franca internacional y remplazarla por otra, más propia de
esta. En este caso, además, la expresión "Me llamo..." no es solo más
respetuosa con la genética del castellano, sino también más eficaz desde
el punto de vista comunicativo, que prima, sobre todo, la concisión:
tiene solo dos palabras frente a las tres de la anglófila. Pero "Mi
nombre es..." se ha extendido por nuestra lengua con la fuerza de un
alga tóxica, una de esas especies vegetales que colonizan imparablemente
los lechos marinos y acaban con toda vida autóctona. Un caso similar —y también, ay, por influencia del inglés— es la progresiva y ya casi total sustitución del determinante —llamado en mis tiempos "artículo determinado"— por el pronombre posesivo. Así, ahora uno ya no se pone el abrigo, sino su abrigo, ni estira las piernas cuando lleva mucho tiempo sentado, sino sus piernas, ni le recuerda a un amigo que ha de regar las plantas, sino tus plantas. Uno de los monitores de spinning del
gimnasio de Mérida al que voy a pedalear como un hámster para mantener
las lorzas y la soledad a raya, es un especialista en esta sustitución
enloquecida. Cuando le habla a la manada de hámsteres que tiene delante,
dice cosas como: "Bloquea tu cadera y tensa tus piernas", "pon tus
manos en posición tres", "seca tu frente y bebe tu agua", "controla tu
respiración"... Y, encima, lo dice a gritos. Por si fuera poco,
complementa la mamarrachesca fórmula con otros meritorios hallazgos, como
"sube arriba" o "baja abajo". En realidad, los dos fenómenos están
emparentados: suponen la desagregación de la información, la
desaparición del carácter sintético de la expresión. En castellano, solo
es necesario informar de quién es el propietario de algo, función a la
que responde el pronombre posesivo, cuando esa información no consta ya
en los demás elementos gramaticales, o cuando hay que precisar,
singularmente, que lo que uno hace, piensa, maneja o utiliza pertenece a
otra persona. Volviendo al tatuado, orejianillado y estentóreo monitor
de spinning (que se presentó el primer día de clase diciendo: "Mi
nombre es..."), que aúlle "bloquea tu cadera y tensa tus piernas"
implica que uno podría bloquear la cadera y tensar las piernas de otro
(u otra), lo que parece harto difícil, si no imposible, en una situación
como esta. Ya sabemos que la cadera que hay que bloquear y las piernas
que hay que tensar son las de uno, y que no pueden ser más que las de
uno. Luego ¿por qué insistir en ello con el uso del pronombre posesivo?
La lógica del castellano no nos da ninguna razón, pero la del inglés,
sí, porque en este idioma la información de que las caderas y piernas,
por seguir con el ejemplo, son de uno no está contenida en el verbo: si el monitor inglés no dijera block your hip, la gente, en rigor, no podría saber a qué cadera se refiere, porque el imperativo de block es
invariable. El pronombre da, pues, los datos que el verbo no aporta:
por eso es necesario en inglés, pero no en castellano, donde la
información se nos suministra de otra manera. Y, para acabar, otra
supresión: la del pronombre reflexivo "se" del verbo "colapsarse", en su
forma intransitiva. Un camión volcado en la autopista puede colapsar la
circulación en esa autopista, pero un edificio que se derrumba no
colapsa nada, o solo a sí mismo, es decir, se colapsa. Hoy ya
casi nadie dice "tras un agónico esfuerzo, el corredor se colapsó" o "el
bombardeo hizo que el puente se colapsara". De nuevo, por la influencia
del inglés, personas y cosas collapse, o sea, sin más,
"colapsan". No: el "se" es necesario, es más, es imprescindible, si
queremos que el castellano siga siendo una lengua con normas propias,
decantadas por siglos de uso y generaciones de hablantes, y
cristalizadas en una lógica interna, en un ADN singular. No se trata de distinguirse por distinguirse: se trata de ser
respetuoso con lo que uno es, siempre que ninguna circunstancia o
exigencia comunicativa nos obligue a adaptarnos a una situación imprevista.
Soy una analfabeta,lo reconozco.Si te dieras un paseo por las redes sociales,facebook,por poner un ejemplo,te espantarías leyendo a señores y señoas que se nombran escritores.Besos.
ResponderEliminarLo que dices de las redes sociales es algo que ya comprobado y uno de los factores -aunque no el único ni el más importante- que me mantienen alejado de ellas. Se puede escribir bien y cometer faltas de ortografía. No pocos grandes escritores eran descuidados con las convenciones ortográficas. Pero la muchedumbre de destrozos a la que uno asiste todos los días, incluso en ámbitos en los que ese aspecto debería cuidarse con esmero, es descorazonadora. Al menos para mí.
EliminarBesos para ti, Blanca.
https://sun.iwu.edu/~cisabell/courses/spanish403/handouts/appendix_probi.pdf
ResponderEliminar;-)
Entiendo tu sintetiquísimo comentario, Jesús, como una crítica. Asumo la ingrata parte de enfurruñado reprensor que me corresponde en el papel que he asumido en esta entrada, y no ignoro que todas las lenguas cambian -no sé si evolucionan- a partir de la corrupción de las anteriores, pero te hago notar que: a) la lista del famoso Appendix Probi se refiere, casi exclusivamente, a errores léxicos o prosódicos, y los que yo señalo en la entrada son todos de carácter sintáctico, es decir, referidos a los aspectos estructurales no solo del habla, sino también del pensamiento; y b) ya no estamos en el siglo III d. C.: el mundo permite hoy velar por que los cambios lingüísticos se hagan con mayor coherencia y respeto, por ejemplo, por la unidad de las lenguas, algo que facilita mucho la comunicación.
EliminarUn abrazo.
Es cierto, la lengua cambia y para mal.
ResponderEliminarPorque a todo lo que dices hay que añadir las palabras que desaparecen porque ya no se usa el objeto a que hacen referencia. Y al no usarse el objeto, tampoco hay entrada a dimensiones paralelas. Quizá, Einstein solo racionalice el pensamiento de Heráclito, todo fluye nada es, pero los universos paralelos los dobles significados también se pierden en ese fluir. Por ejemplo descubrí no hace mucho tiempo, y leyendo al Padre Isla, que era de uso común allá por el siglo XVIII el uso del balsopeto. Según el DRAE: Bolsa grande que de ordinario se llevaba junto al pecho. Y en segunda acepción: Interior del pecho.
María Moliner nos aclara que figuradamente significa, o significaba en la intimidad. Que descripción tan bonita, “llevar poemas de amor en el balsopeto”.
Y en el fondo lo que muda, es el uso de la lengua, y no la lengua en si. Quiero creer que mudan la conductas y no las esencias.
Es cierto, Alfredo: la lengua es de todos y es su uso el que determina su evolución. En su naturaleza infinitamente democrática radica su grandeza, su esencia y también su peligro, si podemos hablar de tal. Tal como yo lo veo, se trata de evolucionar con coherencia y respeto a los, digamos, genes del idioma. Las formas cambiarán, pero esa estructura profunda, fruto de los cientos de generaciones de hablantes que nos han precedido, debe ser preservada.
ResponderEliminarUn abrazo.
Respecto a las redes sociales, a pesar de sus muchas bondades, el respeto por lo lingüístico es batalla perdida porque cualquier sugerencia o amago de corrección son tachadas de elitismo. Las modas y el atractivo se asocian demasiado a menudo con esos retoques absurdos"a lo inglés", en el lenguaje deportivo especialmente... El caso de "cuyo" es, me temo, irreversible; los alumnos de bachillerato tienen serias dificultades para entender su doble naturaleza cuando analizan oraciones subordinadas adjetivas o de relativo.
ResponderEliminarComo bien dice, la percepción del lenguaje es algo tan íntimo que sólo puede cuidarse en la intimidad o en pequeñísimo círculos.
Me permito comentarle, por último, que cuando habla de "pronombre posesivo", creo que lo correcto sería decir "determinante posesivo".