Uno de los monumentos más importantes de Mérida que aún me quedan por visitar es el circo romano, el lugar donde se celebraban las famosas carreras de bigas y cuadrigas que, al parecer, volvían locos a los romanos. Curiosamente, está muy cerca de mi casa. Al poco de llegar a la ciudad, pasé muchas veces por delante de él, sin reparar en que se trataba de una de las principales construcciones de la Antigüedad. Y no es exageración: se trata del mayor edificio construido para espectáculos públicos después del Circo Máximo de Roma, y uno de los pocos que hoy pueden contemplarse todavía en toda su planta. El hecho de que flanqueara un lugar tan grande sin darme cuenta de lo que era, ni de su importancia, dice mucho de mi legendaria capacidad de observación. Pero hoy estoy decidido a resarcirme de mi vergonzante inadvertencia. Como lo único que sé sobre las carreras de caballos en el Imperio es lo que he aprendido en las aventuras de Astérix y Obélix (que deberían ser consideradas patrimonio de la humanidad, como estas mismas ruinas), me viene de perlas el pequeño pero exhaustivo centro de información que acoge al visitante, tras pasar por taquilla. Allí me entero de que el circo se construyó a principios del s. I d. C. y de que estuvo en funcionamiento hasta bien entrado el s. VI, a pesar de la paulatina decadencia en la que se encontraba desde que el cristianismo se convirtiera en religión oficial del Imperio. La Iglesia, como siempre, acabó con prácticas seculares que constituían extraordinarias manifestaciones culturales, aunque los romanos no dejaron de resistirse a ese allanamiento moral. En los concilios de Arlès y Elvira, por ejemplo, celebrados a principios del s. IV, las autoridades eclesiásticas —ahora ya no perseguidas, sino perseguidoras— condenaron y prohibieron las profesiones de auriga —conductor de carros— y de cómico, pero la primera siguió ejerciéndose, al menos, dos siglos más —hasta después incluso de la caída del Imperio— y la segunda, gracias a ese mismo Dios que los obispos decían defender, ha perdurado hasta nuestros días, aun con el sambenito oscuro de ser práctica disoluta y dada al libertinaje y hasta al puterío. El circo tiene 440 m de largo y 115 de ancho, y en sus once filas de gradas —eso se cree, aunque hoy solo quedan los restos desgastadísimos de unas pocas— cabían 30 000 espectadores, es decir, toda la población de Emérita Augusta cuando fue construido. Hay que imaginarse un estadio así, en el que cupieran todos los habitantes de la ciudad: como si el Camp Nou pudiese acoger a un millón y medio de personas. Leo también en los paneles informativos que el gran ídolo de este circo fue el lusitano Cayo Apuleyo Diocles, el mejor conductor de carros de la historia de Roma: el Fernando Alonso de la época, qué digo Fernando Alonso: ¡el Fangio, el Schumacher de su tiempo! (Los portugueses han contribuido señaladamente a la historia de España con personajes aguerridos y pugnaces, como Diocles, Viriato, Magallanes o José Mourinho). Diocles empezó su carrera triunfal en este estadio y, cuando ya se había significado como un excelente conductor, pasó a Roma, la capital (como la joven promesa que salta de un equipo de provincias al Real Madrid), en cuyo Circo Máximo siguió acumulando victorias, hasta las 1 462 que consiguió en toda su vida (más 1 438 segundos y terceros puestos), que le reportaron una fortuna estimada en 36 millones de sestercios. Diocles, gracias a su arrojo y su pericia, sobrevivió a los frecuentes accidentes mortales de los aurigas y se retiró, aclamado y millonario, a los 42 años, como un portero de fútbol. Considerado "el más eminente de todos los aurigas", brilló "con nobilísimo esplendor" y, descollando siempre "con nuevas proezas y marcas nunca antes registradas", derrotó a conductores tan sobresalientes como Pompeyo Musculoso, conocido por la fuerza con que guiaba a sus bestias, y Poncio Epafrodito, el primero entre los aurigas miliarios. Cuando salgo al circo, me asalta el recuerdo de Décimo Máximo Meridio, hispano de Mérida, que protagoniza la, probablemente, mejor película de romanos de la historia, Gladiator, del gran Ridley Scott (que también ha firmado la mejor película de marcianos de la historia, Blade Runner). Veo a Máximo, con la cara de Russell Crowe, luchando en el Coliseo contra otros gladiadores y contra el propio emperador, Cómodo (algo que se inspira en la vida de este, un apasionado de los combates de gladiadores: él mismo participó en más de 700 a lo largo de su reinado, y nunca fue derrotado. No me extraña: a ver quién era el guapus que vencía al jefe ante decenas de miles de espectadores. Aunque, por si alguno sentía la tentación de hacerlo, Cómodo siempre utilizaba mejores armas que sus oponentes y hacía que estos salieran a la arena drogados. El emperador también se entretenía luchando contra hombres moribundos o ensartando a soldados o civiles que hubieran perdido algún miembro en guerras o accidentes: un crac, Cómodo), y también cruzando Europa a caballo, en un par de días, para llegar a su villa emeritense y descubrir que su mujer y su hijo han sido bárbaramente asesinados. Me gusta imaginar esa villa cerca de donde vivo ahora y recordar los cipreses que flanqueaban su largo camino de entrada: el ciprés era un árbol de bienvenida en la cultura latina, no de cementerio: su carácter luctuoso se lo dio, de nuevo, la Iglesia, siempre presta a transformar los símbolos antiguos, sensuales y vitalistas, en metáforas escatológicas. Me sorprende que el suelo del circo no sea de arena, como era originalmente, sino verde, cubierto por completo de hierba. Es muy placentero caminar por él y asomarse a la spina, la alargada plataforma central alrededor de la cual daban siete vueltas los carros, decorada con obeliscos y estatuas, y que aún conserva los cimientos de piedra en las que se asentaban las efigies y monolitos. La amplitud del espacio, la hierba esmeralda, el cielo tranquilo, los escasos visitantes, el canto de los pájaros: me invade una sensación de paz, muy distinta del fragor y la excitación que debían de reinar aquí cuando Diocles y sus rivales cabalgaban, empujándose unos a otros y estampándose, a menudo, contra el suelo, en una explosión, jaleada por el público, de cascos, astillas y huesos rotos. No me cuesta imaginarlo, aunque para ello tenga que obviar la presencia de muchos edificios circundantes, que se asoman como gigantes a la elíptica oquedad del circo: bloques de viviendas, almacenes de muebles, concesionarios de coches, casas baratas, iglesias y el acueducto de San Lázaro, en uno de cuyos arcos descansa una elegante cigüeña. Esto es hoy un monumento reconocido internacionalmente, pero durante mucho tiempo se integró, hasta casi desaparecer, en la vida cotidiana de la ciudad: fue campo de cebada y, cuando se empezó a excavar, en 1919, estaba dividido en parcelas rústicas. Es más: en 1862, la carretera Madrid-Lisboa pasaba por allí y lo partía en dos: aún quedan rastros de aquella vía, afortunadamente trasladada. Hoy se han recuperado e identificado todos los elementos posibles de la enorme construcción. En un extremo se señala la puerta pompae, por la que se iniciaba el espectáculo, con el desfile de los músicos, sacerdotes y los propios aurigas que iban a participar en las carreras, un desfile que debía de ser muy parecido al paseíllo actual de los toreros. A ambos lados de esa puerta se situaban las carceres o cocheras para los carros, que en este circo eran doce: se trata de los boxes de la época, otro ejemplo de cuánto nos parecemos todavía a aquella civilización, extinguida hace mil quinientos años. Más aún: el director de la carrera o editor muneris daba inicio a la carrera dejando caer un pañuelo, como aún se estila en algunas competiciones (y como sucede en Grease, en la carrera entre Leo cara de cráter Kapinski y Danny Zuko en el canal de Los Ángeles, una parodia, en realidad, de Ben-Hur). Me interesa mucho la simbología circense y su dimensión política: los aurigas corrían para facciones distintas, identificadas por sus colores, azul, blanco, verde y rojo: eran las escuderías de entonces. Esas facciones financiaban las carreras y, con el tiempo, representaban a sectores de la población: la plebe, por ejemplo, era la verde; y la clase senatorial, la azul (tampoco, como vemos, ha cambiado mucho el significado político de los colores). Cada grupo, vestido con los suyos, animaba a sus campeones, más o menos con la misma vehemencia (o energumenismo) con que hoy las aficiones de los equipos de fútbol apoyan a sus escuadras. Se trataba, entonces como ahora, de ofrecer a la gente una válvula de escape para sus pasiones más atrabiliarias, y de que gritaran en contra o a favor de los aurigas y los caballos, en lugar de hacerlo en contra o a favor de los que mandaban. Recorro toda la longitud del campo e imagino la ferocidad del espectáculo, tanto en la arena como en las gradas. Y vuelve a emocionarme la paz de este día, de azules limpios y silencios dilatados. Aquellas carreras bestiales son ya solo un hecho de la historia, pero su espíritu —y buena parte de su realidad— se han transmutado en hábitos nuestros, en realidades cotidianas contemporáneas. No sé si eso es bueno o malo. Pero me da una extraña seguridad, una sutil convicción de que no estamos solos en el desierto infinito del tiempo.
¡Qué maravilla, Mérida! Pasé una semana allí hace un par de años, y me deben de quedar cientos de cosas por ver. Un saludo
ResponderEliminarAh, y no te pierdas el museo Visigodo
Si vuelves a Mérida, querido Jesús, aquí estaré para charlar. Del museo visigodo ya he hablado, aunque en mi anterior blog, Corónicas de Ingalaterra. Si te interesa, está en http://eduardomoga.blogspot.com.es/2015/07/socrates-y-merida.html.
EliminarUn abrazo.
Sorprendido de tu última frase: "una sutil convicción de que no estamos solos en el desierto infinito del tiempo". Un irreductible ateo como tu debería explicarse, no vayamos a pensar que tu falta de fe se resquebraja. ;-)
ResponderEliminar(A tu lista sobre Ridley Scott añado Alien, tal vez la mejor película sobre malas bestias hijas de su madre)
No hay afán ninguno de transcendencia, queridérrimo Antonio, en esa última frase. Un ateazo como yo, con el alma más negra que el carbón, no puede permitirse esas veleidades. Aunque puede que no haya sido lo suficientemente preciso: quería decir que la constancia de tantos siglos habitados por los hombres, por todas las generaciones que han desfilado por este circo, me acompaña en la soledad de mi visita. Lo que me consuela no es un Dios inexistente, sino unos hombres ciertos aunque desconocidos, hermanos míos en el devenir interminable del tiempo.
EliminarHe dicho.
Y ahora te abrazo.
No, si ya me lo barruntaba. Y, sin embargo, creo que hay más espiritualidad en esa frase que en muchos que van a misa todos los domingos.
ResponderEliminarExcelente entrada. Parece inspirada, al menos en parte, por las voces que cualquier oído atento aún es capaz de escuchar en todas la ruinas memorables. Y esta lo es.
ResponderEliminarUna duda: no sé si calificar a «Blade Runner» de película de marcianos es pertinente. En un sentido muy muy genérico, tal vez. Pero a mí me parece más bien una obra de realismo futurista.
(Aunque a impulsos discontinuos, pero fieles, sigo comprobando que las "Corónicas" mantienen el buen pulso de siempre. Que no decaiga).
Un abrazo
Es divertida la comparación del espectáculo circense con las competiciones que ahora enardecen a los aficionados, aunque confieso que Gladiator tiene mucho más glamour que Alonso o Mourinho(¡dónde va a parar!). Por otro lado, lo imagino a Vd.en medio de ese espacio enorme y callado, sintiéndose así como describe, y lo que veo se llama poesía.
ResponderEliminarHe recordado este texto, que copio aquí, aún a riesgo de que no sea de su gusto(espero que en el copia-pega no se destroce la disposición de los versos):
Metal pesado
Igual que sucedía, siendo niños,
con las mágicas gotas de mercurio,
que se multiplicaban imposibles
en una perturbada geometría,
al romperse el termómetro, y daban a la fiebre
una pátina más de irrealidad,
el clima incomprensible de los relojes blandos.
Algo de ese fenómeno concierne a nuestra alma.
En un sentido estricto, cada cual
es obra de un sinfín de multiplicaciones,
de errores de la especie, de conquistas
contra la oscuridad. Un individuo
es en su anonimato una obra de arte,
un atávico mapa del tesoro
tatuado en la piel de las genealogías
y que lleva hasta él mismo a sangre y fuego.
No hay nada que no hayamos recibido
ni nada que no demos en herencia
Existe una razón para sentir orgullo
en mitad de esta fiebre que no acaba.
Somos custodios de un metal pesado,
lujosas gotas de mercurio amante.
(Carlos Marzal)