Dos semanas después de aparecer Fugitivos. Antología de la poesía española contemporánea, de Jesús Aguado —de cuya publicación y presentación di cuenta en este diario—, ve la luz otra antología de poesía española contemporánea, titulada La cuarta persona del plural, a cargo del poeta, novelista y crítico Vicente Luis Mora, en Vaso Roto. Ambas presentan similitudes sorprendentes, que, según sus autores, se deben por entero al azar: las dos incluyen a 22 autores nacidos entre 1960 y 1980 (cada una de ellas con una excepción); las dos se publican en sellos hispano-mexicanos; las dos han llegado al mercado de forma casi simultánea; en las dos hay una presencia relativamente escasa de mujeres poetas: siete en Fugitivos y cinco en La cuarta persona del plural; y, en fin, en ninguna de las dos los antólogos han cometido la inelegancia de antologarse a sí mismos, como hacen muchos. Tantos parecidos no deben oscurecer las diferencias, que son asimismo notables. Para empezar, en la nómina de autores. Uno habría jurado que dos poetas andaluces a los que unen lazos de amistad, que pertenecen a una misma generación y que mantienen un criterio permeable y ecléctico sobre la poesía que se escribe en España, coincidirían en la mayoría de nombres. Hasta ellos mismos lo habrían dado por supuesto. Sin embargo, solo nueve poetas repiten en las dos antologías: José Ángel Cilleruelo, Eduardo Moga, Vicente Valero, Ada Salas, Álvaro García, Agustín Fernández Mallo, Julieta Valero, Pablo García Casado y José Luis Rey. Di la lista de Fugitivos en la entrada que le dediqué. Completo ahora la nómina de La cuarta persona del plural con el resto de los seleccionados: Rikardo Arregi, Jesús Aguado, Esperanza López Parada, Jorge Riechmann, Diego Doncel, Eduardo García, Jordi Doce, Antonio Méndez Rubio, Melcion Mateu, Mariano Peyrou, María do Cebreiro, Sandra Santana y Juan Andrés García Román. No es la relación de incluidos (y excluidos), inevitablemente discutible, inevitablemente opinable, por inevitablemente unida al gusto y la sensibilidad del antólogo, lo único que difiere en los dos trabajos. Es importante señalar tres diferencias significativas: así como Jesús Aguado optó por un prólogo brevísimo, de dos páginas, que es apenas prólogo, como él mismo reconoce, sino estricta introducción a la inmediata evidencia de los poemas, Vicente Luis Mora entrega un prólogo que es mucho más que un prólogo: es un ensayo en sí mismo, de 80 páginas, que da cuenta, con el riguroso sentido crítico que lo caracteriza y no poca ironía, y sin eludir las cuestiones más espinosas (incluyendo una fascinante: qué determina la calidad literaria de una obra, es decir, qué hace que un libro sea bueno o no), de la situación de la poesía española hoy y de los criterios editoriales y estéticos que han regido su trabajo. A eso añade una aproximación singular a cada poeta, una bibliografía final y hasta la traducción al castellano de los poemas en catalán y gallego de Melcion Mateu y María do Cebreiro, respectivamente. Otro rasgo que distingue a La cuarta persona del plural es, precisamente, esta inclusión de sendos representantes de las principales lenguas peninsulares (¿por qué no llamarlas nacionales, como sin duda son?), además del castellano: el vasco, con Rikardo Arregi (el único que escapa al año a quo de la selección: nació en 1958), el catalán, con Mateu, y el gallego, con Do Cebreiro. Es un gesto inusual y meritorio que aplaudo como catalán y, sobre todo, como partícipe de la idea de Vicente Luis Mora de que también esas lenguas, y las poesías que se escriben en ellas, han contribuido a la configuración del entorno, de la atmósfera cultural en la que se desarrolla la poesía del país. En el acto de presentación de La cuarta persona del plural, celebrado ayer en la estupenda librería Tipos Infames de Madrid, Vicente Luis Mora subrayó, por desgracia, algo que ha singularizado luctuosamente su selección: el reciente fallecimiento de Eduardo García, al que también he dedicado un recuerdo en estas corónicas. Fue un momento de intensa emoción para todos en un acto por otra parte muy emotivo desde el principio. Jordi Doce —que ha velado en Vaso Roto, junto con la inestimable María Cobo, por la impecable factura que luce el libro— acompañó a Vicente en la presentación, tras lo que fuimos desfilando los siete poetas seleccionados que estábamos presentes para leer uno o dos poemas propios (yo ya estoy acostumbrado, por la largura de los míos, a recitar solo uno: hay que tener misericordia con quienes nos soportan) y también de dos poetas ausentes: yo asumí la representación de Agustín Fernández Mallo y de Mariano Peyrou, tan buenos amigos como excelentes escritores. Me gustó esa lectura tripartita, y no solo por lo que tuvo de consideración para con los que no estaban, sino también por un sentido de continuidad y de comunidad: la poesía se hace en conjunción con los otros, con quienes han escrito antes que nosotros —y a quienes seguimos—, con quienes lo hacen al mismo tiempo que nosotros —y a quienes atendemos— y hasta con quienes lo harán en el futuro —y a quienes hablamos—, acaso a partir de lo que nosotros hayamos dicho. La poesía es una actividad radicalmente individual, pero también axialmente colectiva: no se entiende sin un antes y un después; sobre todo, no se entiende sin ese otro que nos empuja a escribir y se aviene a escucharnos, aunque ya haya muerto: su escucha modifica lo que escribimos y acaso lo que somos. La poesía es también una actividad noctívaga, o de querencias nocturnas. Ayer nos acostamos todos tarde, fruto de la tertulia y una cena a base de nachos y ensaladas caprese en un simpático antro de Fuencarral. Y hoy me he levantado muy temprano, borracho aún de versos y sueño, aunque la alegría que todavía me embargaba por la noche vivida no ha impedido que sintiese el "ardiente deseo de morir" que, como dice el gran César Martín Ortiz, experimenta quienquiera que se levante para ir a trabajar antes de amanecer. Un pájaro cantaba, en esas oscuridades ya vacilantes de Madrid, como Sayaka Katsuki toca el violín. Los pasillos del metro estaban desiertos: largos tubos de luz y vacío, en los que a veces se inmiscuía el rasgueo soñoliento de una guitarra. Ya en la carretera, de vuelta, entre cabezada y cabezada, leo La casa de Shakespeare, un opúsculo de Benito Pérez Galdós en el que el gran y garbancero canario relata las impresiones de su visita a Stratford-upon-Avon, el pueblo donde nació y murió William Shakespeare, en 1889, entre las que abundan las manifestaciones de fervorosa devoción, como estas, con las que describe su paso por la cocina de la casa del genio: "El conserje permite a los visitantes sentarse en [unos poyos de mampostería], y cuantos hemos tenido la dicha de penetrar en aquel lugar, que no vacilo en llamar augusto, nos hemos sentado un ratito en donde el dramaturgo pasaba largas horas de las noches de invierno contemplando las llamas del hogar, que, sin duda, evocaban en su ardiente fantasía las imágenes que supo después reducir a forma poética con una maestría no igualada por ningún mortal". Para compensar los elogios desmedidos de Stratford, de Shakespeare y de todo lo inglés que hace el autor de Fortunata y Jacinta, leo también una obra clásica de la anglomanía europea, pasmosamente inédita aún en castellano: The English: Are They Human? [Los ingleses: ¿son humanos?], de G. J. Reinier, publicada en 1931, pero vigente aún en muchos aspectos. En él leo cosas que suscribo, como esta descripción de Londres: "Londres es tan inescrutable como inmensurable. De la vida personal de sus habitantes solo desvela la incoación de miles de indigestiones con el espectáculo de almuerzos apresurados, carnes extrañamente cocinadas e insípidas verduras hervidas, servidos por malhumoradas camareras, abrumadas de trabajo, y engullidos en covachas infames". The English: Are They Human? consta firmado en la primera página de respeto por alguien llamado Kaj Beek Andersen en 1949, un nombre que hace pensar que también él, extranjero como yo lo he sido en Inglaterra, buscaba en este libro la imposible explicación de Inglaterra. No mucho después, en la página 31, encuentro escrito, también a pluma, y al revés del sentido de la escritura, I love you. Así, sin más. Y me imagino a Kaj garabateando deprisa la afirmación universal del amor en la esquina del libro que leía su amada (o su amado) frente a él. Quizá en casa. Quizá en una biblioteca. No lo sé, pero me conmueve. I love you.
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