martes, 18 de febrero de 2020

Streets Where to Walk Is to Embark en Londres, Mánchester y Edimburgo

Hoy, miércoles, presentamos Streets Where to Walk Is to Embark ['calles do casi viaja el que transita'], la antología de poemas sobre la ciudad de Londres escritos por poetas españoles de los dos últimos siglos, en la Biblioteca Nacional de Poesía, en el Southwark Centre de Londres. El espacio no ha variado desde que asistí, aquí mismo, hace algunos años, a la lectura de la poeta mexicana Tedi López Mills. Siguen viéndose el Támesis y el London Eye desde sus amplios ventanales, y sigue sintiéndose uno felizmente acogido por los más de 200.000 volúmenes de poesía que alberga esta biblioteca benemérita (aunque solo una pequeña parte, como en los grandes museos del mundo, se encuentra en las estanterías). El acto sale bien, aunque al principio todo sale mal: el hermano de Terence Dooley, el traductor del libro, tropieza con el pie de una estantería y se cae al suelo, con grande estrépito y general preocupación por el daño que haya podido hacerse, que resulta no ser mucho (o, por lo menos, él no lo manifiesta); a mí se me desmorona el micrófono que me habían colocado en el atril cuando salgo a hablar, y he de recurrir apresuradamente a otro; luego, al sentarme, le derramo en la pierna a Luis Suñén, que está sentado a mi lado, el vaso de agua del que estaba bebiendo; Balbina Prior ha de pedir, desde el atril, que alguien le deje un ejemplar de la antología, porque ella no ha traído el suyo; y a Anxo Carracedo, en fin, se le cae el libro cuando va a leer. Por un angustioso momento, no sé si el público sigue con atención nuestras intervenciones porque le interesan o porque aguarda, expectante, las próximas pifias. Pero nada más sucede, salvo el tranquilizador fluir de los poemas. Alabado sea el Hacedor.

La presentación de la antología en el Instituto Cervantes de Mánchester, al día siguiente, me permite volver a admirar el edificio industrial en el que se encuentra, recorrido por escaleras metálicas y pináculos fabriles. Aunque no es raro: en Mánchester casi todo se encuentra en un edificio industrial rehabilitado. Lo visité por primera vez en 2002, cuando leyó aquí Manuel Rico. El Museo de la Ciencia y la Tecnología y las ruinas romanas de Castlefield, los dos extremos de la larga historia de esta ciudad, quedan muy cerca. Antes de que se inicie el acto, se me presenta una colaboradora del Instituto que es de Casar de Cáceres. Acaba de descubrir la poesía, me confiesa, y se siente fascinada. También acude Juan, el hijo de Julio Mas Alcaraz, otro de los poetas antologados, que está estudiando en la ciudad y lee, por delegación, el poema de su padre. (No será el único que lea en representación: Ángeles se anima a recitar el poema de María Salvador). Luis Castellví, joven profesor de la Universidad de Mánchester, nos cuenta a Ángeles y a mí que acude un club social para conocer gente, aunque las actividades que se desarrollan en el club no sean, nos parece, las más adecuadas para lograrlo: leer y jugar al ajedrez. Conocer gente es sumamente difícil en Mánchester. Otro asistente a la presentación es un mancuniano hijo de polacos que se parece extraordinariamente a: a) el general Custer; b) don Quijote de la Mancha; c) Jesucristo. Una alborotada cabellera blanca, llena de rizos, le cae por los hombros, que se mueven rítmicamente al compás de su incansable masticación de lonchas de jamón serrano y rodajas de chorizo. Me cuenta que es viajero y escritor (y gourmet, por lo que veo), y que acaba de descubrir una caja llena de fotos tomadas por su padre, sobre las que piensa escribir un relato. Muy británicamente, se retira, abrupto, cuando cree que ya ha hablado suficiente de sí mismo, y se queda en un margen, solo, pero siempre cerca de la mesa de los canapés. Al cabo de un rato, y ante su invencible soledad, le hago gestos para que vuelva a sumarse a nuestro grupo, en el que Luis está detallando, en ese momento, los movimientos decisivos de su torre en la última partida que jugó en el club social. El general Custer vuelve a venir, vuelve a contarnos cosas de su familia y vuelve a retirarse, de golpe, cuando le parece, otra vez, que ya ha fatigado bastante nuestros oídos. Muy británicamente.

En Edimburgo —donde presentamos el viernes el libro en la universidad, por la iniciativa y con el acompañamiento del consulado de España en la ciudad, y con la presencia de los poetas Ignacio Cartagena y Juan Luis Calbarro, y de Claudia, la hija de Juan Carlos Elijas, que lee también el poema de su padre—, una ciudad a la que hacía veinte años que no volvía, me sorprende la cantidad de hombres que visten falda escocesa. Antes solo llevaban kilt los gaiteros que actuaban en la calle para los turistas. Hoy lo usan caballeros sin gaita, con tatuajes en las pantorrillas y calzados con bambas. Vemos tantas faldas como banderas escocesas, que ondean por todas partes: acaso la proliferación de ambas obedezca a una misma razón. Al mismo tiempo, vemos pasar por la calle a gente en camiseta, como si acabaran de llegar de Benidorm, aunque el termómetro apenas sobrepasa el cero. Pero esto nos sorprende menos: según Ángeles, los ingleses (y escoceses), singulares en esto como en tantas otras cosas, conservan como nadie la grasa parda con la que nacemos, y eso los hace casi insensibles al frío. En Leith, el puerto de Edimburgo, visitamos el Britannia, el barco con el que la familia real británica se paseaba por el mundo hasta 1997, cuando el gobierno decidió que salía demasiado caro y lo retiró de la navegación. Hoy se ha reconvertido en museo flotante de la Firma, como se llama a Isabel y a toda su prole y parentela. El barco se encuentra en el segundo piso de un centro comercial: en este país, todo lo unge el espíritu mercantil. No obstante, cuando uno piensa que el Azor, el yate en el que pescaba Franco y que luego utilizaron Juan Carlos I y hasta Felipe González, pasó sus años de retiro, como reclamo de clientes, en un hotel de Cogollos, un pueblo de Burgos, uno no puede sino alabar la iniciativa de los ingleses. Comemos en el salón del té así se llama, tea room, lo que para nosotros sería el comedor, aunque llamarlo "comedor", dining room o incluso restaurant, resultaría demasiado plebeyo en un lugar como este—, desde el que observamos una llama permanente en el horizonte, que parece Mordor. Athina, una simpática camarera grecochipriota, nos informará después que es la llama de una refinería. Edimburgo es una ciudad de cuento —plagada de torres, torreones y castillos, además de refinerías, pero también muy literaria. En la catedral de Saint Giles hay un rincón de los poetas, como en la abadía de Westminster, en la que se rinde homenaje a autores desconocidos para mí, como John Brown, Thomas Schalmers, John Stuart Blackie, Robert Fergusson (un poeta muerto a los 24 años), Margaret Oliphant Wilson Oliphant (de la que averiguo que, además de llamarse de ese curioso modo, escribió 110 libros, 97 de ellos novelas, para mantener, siendo viuda, a sus tres hijos y a sus muchos sobrinos) y James Young Simpson (el inventor de la anestesia, el mejor invento de la humanidad, junto con el aire acondicionado, que está aquí por su condición de ensayista), pero también al gran Robert L. Stevenson (del que siempre recuerdo el verso de Borges en "Los justos": "El que agradece que en la tierra haya Stevenson"). Él es, precisamente, uno de los tres escritores a los que está dedicado el Museo de los Escritores. Los otros dos son Robert Burns, el gran bardo escocés (que murió a los 37 años: los poetas caledonios del siglo XVIII no se caracterizaban por su longevidad), y Walter Scott, el romántico contumaz. La casa, de 1687, estrechísima, obliga a hacer ejercicio: no se para de subir escaleras (con peldaños deliberadamente irregulares, que funcionaban a modo de alarma: hacían que los cacos tropezaran y con el ruido de la caída avisasen de su indeseada presencia a los moradores). A la entrada del Museo, consta el lema que lo rige: Liberty, Language and Literature. Tres eles sagradas. Nunca he encontrado uno con el que me sienta más identificado. 

3 comentarios:

  1. Estimado Eduardo, soy Héloïse Guerrier, editora en Astiberri Ediciones, y me gustaría poder contactarle respecto a una novela gráfica sobre Walt Whitman que publicaremos en los próximos meses.
    ¡Mil gracias de antemano!
    Un saludo,
    Héloïse Guerrier

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    1. Estimada Héloïse: acabo de escribir al correo electrónico de contacto de Astiberri Ediciones indicándoos el mío.

      Gracias.

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  2. Como siempre, un gusto leerle, sir Moga. Agradecidos por todo.

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