lunes, 27 de abril de 2020

Escaleras y galgos

Como en estas semanas —pronto meses— de arresto domiciliario todo cuanto nos ofrecen los medios de comunicación son interiores —las casas de los personajes a los que entrevistan o de los que hablan—, uno puede asomarse, sin escrúpulo alguno, a la intimidad de la gente. Y una de las cosas que suele asombrarme es la sofisticación y, en no pocos casos, la fastuosidad de los aparatos que tienen para hacer deporte. Y no hablo de los deportistas profesionales, sino de la gente corriente, es decir, esos que no dedican su vida entera a hacer algo insalubre, inútil y, con frecuencia, perfectamente idiota. Abundan las bicicletas estáticas, tan aerodinámicas —y casi aeroespaciales— que a uno le parece que, desclavadas, podrían correr el Tour de Francia; las cintas andadoras, para manejar cuyo panel de mandos se diría que hay que ser ingeniero de caminos, canales y puertos; y toda suerte de tablas, mancuernas, espalderas, pelotas y artilugios, fabricados con los más modernos diseños y materiales, con los que impedir que la panza crezca y los músculos decrezcan. Yo no tengo nada de eso en mi casa. Yo subo y bajo escaleras. Descubrí las virtudes de este simplicísimo pero efectivo ejercicio cuando vivía en Mérida. Algunos días hacía tanto calor (o tanto frío) que lo último que quería era salir a la calle. Pero, por otra parte, me pasaba tantas horas sentado, leyendo y escribiendo, que necesitaba mover el cuerpo: no solo estirar las piernas, sino estirarlo todo. Así que subía y bajaba escaleras. Me ponía una camiseta y unos shorts viejos y recorría la escalera de la finca hasta acabar bañado en sudor. Al principio, los vecinos con los que me cruzaba me miraban raro, pero acabaron acostumbrándose. "¡Ahí está el friqui del segundo!", les leía en los ojos. Y seguían su camino con una sonrisa desvaída. Ahora, por cortesía del coronavirus, vuelvo a hacer lo mismo en Sant Cugat. Son cinco tramos de escaleras (siempre me ha parecido curioso que en inglés se diga flights of stairs: 'vuelos de escalera'), desde el aparcamiento hasta el tercer y último piso, que cubro en apenas unos minutos. Subir y bajar escaleras tiene una ventaja adicional: me permite leer, y la lectura me libra del aburrimiento ilimitado que supone subir y bajar escaleras. Otras actividades no cuentan con ese beneficio. Nadar, por ejemplo, también es muy aburrido, y además no se puede leer, porque necesitas los brazos para no ahogarte. Pero leer comporta un riesgo: que uno no vea dónde pone el pie y se precipite rodando por ellas. Como la escalera del inmueble es estrecha y yo bastante ancho, de momento no me he roto nada. Además, si uno sabe cuánto ha de adelantar el pie en cada escalón, lo normal es que encuentre siempre uno debajo. A menos, claro está, que lo sobresalte alguna página de las que está leyendo (descartado, pues, Stephen King) o los ruidos de algún piso. Cuando uno pasa media hora o cuarenta minutos subiendo y bajando escaleras, no solo repara en cosas que hasta ese momento le habían pasado inadvertidas (como la decoración de las esterillas de la entrada: en mi finca hay un cocodrilo, una leyenda que invita al visitante a marcharse, una bruja en una escoba y unos cactus: no somos una comunidad demasiado hospitalaria; los cactus son míos), sino que se siente un poco diablo cojuelo, oyendo los ruidos que salen de los pisos: ayer la de los bajos le reñía al perro (o quizá fuera al marido) por haberse meado en el sofá y el del tercero desafinaba un fragmento de Madame Butterfly. Es muy importante también escoger la lectura adecuada. No me imagino leyendo El hombre sin atributos por la escalera. Si lo hiciera, seguramente acabaría perdiendo los míos. Ni El ser y el tiempo, por más que alguien que se pasa media hora subiendo y bajando la escalera sea muy consciente de ser alguien que se pasa media hora subiendo y bajando la escalera y del tiempo, media hora, que dedica a subir y bajar la escalera. Hay que elegir, pues, lecturas llevaderas, y nunca mejor dicho, en libros pequeños, que no ocupen todo el campo de visión. Para estos días, he seleccionado a Roald Dahl, uno de mis narradores favoritos, siempre acerado y, a la vez, encantador. No tiene un gran tratamiento del lenguaje, ni falta que le hace: sus historias resultan deliciosas. Este libro que paseo por las escaleras se titula La venganza es mía, S. A., y lo publicó Debate en 1985, con la traducción de Flora Casas. Es una edición barata (aunque sin erratas y bien traducida), que compré en un puesto de libros de segunda mano por un par de euros. En una página de respeto, tiene un exlibris de Margarita Frutos, a quien no tengo el gusto de conocer. Entre los relatos que reúne, uno me llama sobre todo la atención, "El señor Feasy", que cuenta la estafa que urden los protagonistas en una carrera de galgos: llevan perdiendo deliberadamente carreras con un chucho que no ganaría a un caracol y dan el cambiazo con otro idéntico, pero que corre que se las pela, para apostar por él y ganar una fortuna. El cuento aprovecha para referir —que es la forma más eficaz de denunciar— las técnicas crueles que aplican a los perros para que corran más (o menos) y de las argucias utilizadas por los empresarios para amañar las carreras. Entre las primeras, apretarles el bozal (para que no puedan respirar), ponerles un trozo de chicle masticado debajo de la cola (para que se les pegue a los pelos de la zona, que es muy delicada tanto en perros como en humanos), darles somníferos (pero no tanto como para que se duerman), frotarles la piel con linimento Sloan o aceite de gualteria (que pican horriblemente), meterles jengibre por el culo (cuyas consecuencias creo innecesario consignar), meter una rata en un bote que se cuelga del cuello del perro (para que le muerda durante la carrera), dejarlos suspendidos de un arnés con las patas colgando todo un día, frotárselas con papel de lija (para que les duelan al correr) e inyectarles éter, cafeína disuelta en aceite, alcanfor, whisky o sustancias como clorbutal, petidine o hyoscine. El resultado de este abanico de barbaridades son "perros atados con cuerdas, perros miserables con la cabeza colgante, flacos y sarnosos, con heridas en las patas traseras por dormir sobre madera, perros viejos y tristes con el hocico gris, perros drogados o cebados con avena para evitar que ganasen, perros que caminaban con las patas rígidas", que traen a las carreras "hombres y mujeres de nariz afilada, cara sucia y dientes picados, con unos ojos astutos. Las heces de la gran ciudad. Como aguas residuales que rezuman de una cañería rota, se desparramaban por la carretera, cruzaban la verja y formaban una pequeña charca fétida en el extremo del prado. Estaban todos allí, todos los gandules, los gitanos, los apostadores y las heces y los residuos, los desperdicios y la porquería de las cañerías rotas de la gran ciudad". El cuento de Dahl me ha recordado a la infancia, cuando mi padre me llevaba al canódromo a ver las carreras de galgos los domingos por la mañana. La pista estaba en la Gran Vía, al lado de la plaza de España, cerca de casa, tanto que íbamos paseando. Tras el espectáculo, nos parábamos en algún bar y nos tomábamos unos boquerones: mi padre, con vermú; yo, con gaseosa. Las carreras de galgos eran otro de los entretenimientos populares como el fútbol, el boxeo, los toros, la lucha libre de mentira y las verbenas a los que mi padre era aficionado. A mí me gustaban, aunque sucedían muy deprisa: los animales corrían como exhalaciones detrás de un bulto blanco que se suponía era una liebre, pero que a mí nunca dejó de parecerme un bulto blanco, y cruzaban la meta antes de que me hubiera dado cuenta de lo que estaba pasando. Recuerdo el ruido seco de los cajones al abrirse y el furor con que los animales iniciaban la persecución. También cómo derrapaban en las curvas, y cómo saltaba la arena, empujada por las patas velocísimas, con un siseo granular. Aquellos bichos se estiraban sobre la pista como muelles y, en las décimas de segundos en que se encontraban en el aire, en pleno esfuerzo, sin que ninguna de las patas tocara el suelo, uno los percibía como aves sinuosas, de vuelo rasante, grises, ocres, negras y blancas. Y recuerdo los petos, de distintos colores, con los números que identifican a los canes, del 1 al 6. Al acabar la carrera, toda la velocidad que se había desplegado en la pista se coagulaba de repente en una maraña de perros detenidos, o casi, confusos, caracoleantes, ladrando a la liebre o ladrándose entre sí, que los empleados se apresuraban a agarrar por el pescuezo y llevar a cajones, o perreras, o dondequiera que los metiesen tras la competición. A menudo, alguno continuaba el sprint, aunque progresivamente atenuado por la falta de liebre y de rivales, y deambulaba por la pista un rato, hasta que un propio lo atrapaba y devolvía al redil. En el canódromo olía siempre muy fuerte: a perro, a gentío, a excremento y a sudor. En una trasera de la tribuna —o lo que yo creía la tribuna— estaban las oficinas de apuestas, a donde la gente peregrinaba antes de cada carrera y de donde salía con unos billetes en la mano y caras generalmente inexpresivas. El suelo estaba lleno de billetes rotos. Nunca vi apostar a mi padre. Tampoco vi nunca que se maltratara a los galgos, ni mucho menos que se hiciera con ellos las salvajadas que describe Dahl, aunque seguramente hoy el solo hecho de que se los entrene para que corran cada domingo tras una liebre de pega se considere un maltrato. Pero cada cual tiene su destino: el de los galgos es correr; el mío, mientras dure este confinamiento que ya empieza a parecer un emparedamiento, subir y bajar escaleras mientras leo.

2 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. El inicio de esta entrada me trajo a la memoria los alfiles de M. Ángeles Pérez a la bicicleta estática.

    Niña del aire
    que quedó condenada
    a ser anclaje.

    En su estructura
    de viento y aluminio
    duermen las dunas.

    Nuevo juguete.
    Infancia detenida
    que ahora acontece.

    No sería descabellado solicitar una para ti a su majestades los Reyes Magos, si la covid-19 no los deja fuera de servicio.
    La descripción de la carrera de perros me encanta: se huele, se ve y se oye todo tanto...

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