La poesía española ha conocido, hace muy poco, un hecho singular: un poeta habla bien de otro poeta. Y lo hace públicamente. Y, además, ese poeta es de su misma generación. Elogiar a poetas muertos, o aún vivos, pero ya envueltos por un aura pretérita, no tiene mérito: a uno no lo compromete el elogio. Sin embargo, cantar las virtudes de un coetáneo, formado en tu vecindad, crecido a los pechos de la misma sociedad, de las mismas circunstancias históricas y culturales, eso sí es digno de encomio, porque rebate el principio, tan asentado, tan hispano también, de que reconocer al otro supone desconocerse uno, o rebajarse. De hecho, lo normal es lo contrario: o callar, aparentando indiferencia; o imprecar con la sátira o el insulto. Y en España, desde las puñaladas del bilbilitano Marcial a otros vates o los sonetazos inmisericordes que se propinaron Quevedo y Góngora, sabemos mucho de la ferocidad deletérea de algunos prohombres de las letras, que es la punta del iceberg del odio que se profesan tantos en el proceloso piélago de la poesía.
Pero no es esto lo que ha hecho Alfredo Gavín en Juanitus Magníficus (Silva Editorial, 2021). En Juanitus Magníficus, Gavín, destacado poeta y pintor tarraconense, firma un libro en loor de otro poeta, Juan López-Carrillo, aunque sea un loor matizado, que no elude la descripción de las contradicciones o lo que algunos podrían considerar defectos de su protagonista. Todo en este poemario, desde el título —que recuerda la inolvidable escena de Pijus Magníficus en La vida de Brian, de los Monty Python: bigus dickus, en inglés—, está impregnado de una extraña alegría, que acaso sea la propia alegría que irradia su personaje, Juan López-Carrillo. En muy pocas ocasiones la naturaleza nos otorga un don, pero a veces sucede: a Mozart le fue concedido el don de la música; a Lope de Vega, el de la poesía; a Giacomo Casanova, el de la seducción; a Messi, el del fútbol. A Juan López-Carrillo le ha regalado el don de la alegría, inasequible al desconsuelo, vencedor de toda tristeza, que se expande en una multitud de virtudes públicas y privadas: la tolerancia, la simpatía, la capacidad para gozar de los placeres mundanos, la aptitud para la amistad, la generosidad, el humor. Y esa gaudium vivendi es la que canta Alfredo Gavín en unos poemas cuyo tono alborozado, celebratorio, lo impregna todo, hasta esas tenues sombras que asoman en las páginas del libro.
Juanitus Magníficus es muchas cosas: un relato biográfico, que recorre casi todas las etapas de la vida de su protagonista, desde una juventud en la que fue campeón de los cien metros lisos —manejando algo, la velocidad, que hoy ha desterrado de su modus vivendi, salvo cuando se trata de comer calçots— hasta un presente en el que no faltan las dificultades económicas y las penurias con las mujeres («Se lamenta Juanitus: / eso que echas, generosa, / a las cucarachas / ¿no me lo echas a mí, / que te quiero tanto?», escribe Gavín en «Polvo»), pasando por los años menestrales en que regentó un bar, con gran éxito de tapas, pinchos y huevos fritos, aunque promotor también de un sibaritismo que todavía perdura; una etopeya, que no elude casi ninguna de las costumbres o los rasgos de carácter de Juan, y una epopeya (de su cotidianidad, de sus minucias diarias); un juego, que participa del espíritu transgresor de las vanguardias, pero también de la tradición clásica del laudo y el homenaje; y un gustoso anecdotario, que reúne muchas de las facecias y hallazgos de López-Carrillo, fruto de un ingenio a prueba de bombas y de siesos. En cierta ocasión, recibió las críticas destempladas de las mujeres que asistían con él a una cena por decir algo que repetía su padre: «ver a un hombre borracho / era un espectáculo penoso, / pero ver a una mujer borracha…». Ante la virulencia de la respuesta femenil, plegó velas, pidió perdón y concluyó diciendo que le parecía bien «que las mujeres beban y se emborrachen y se despeloten, / que la vida son dos días para ir con estrecheces morales, / y que, si a alguna de ellas le apetece follar, / no tiene más que decirlo». Alfredo Gavín, Graco en el poemario, dedica también un largo poema en prosa a una de las obras más singulares de Juan López-Carrillo, Poemax, publicado en 1999, que reúne tanto composiciones suyas como de muchos otros escritores, inspiradas todas por el rijo y la sicalipsis, y, sobre todo, rebosantes de buen humor. Asimismo, en la segunda parte del libro, Gavín cede el punto de vista al propio López-Carrillo, que en algunos poemas concurre con su propia voz. Y en uno de ellos, «Teoría», expone su poética, machadiana: «Yo quiero para mí un tono claro y noble, / que suene como la madera del olivo, / recia, rugosa y bien temperada, / sin enfatizar ni aparentar lo que no soy».
Alfredo Gavín y Juan López-Carrillo forman parte de un grupo de poetas que escriben en castellano en Tarragona (aunque ambos tienen también obra en catalán), junto con Ramón García Mateos, que, con el seudónimo de Rómulo —que prosigue la broma latinizante de Gavín—, participa asimismo en Juanitus Magníficus con un «Atrio» reveladoramente titulado «Juanitus: sine amicitia, vita esse nullam»; un grupo en el que también figura Manuel Rivera, editor del sello en el que ha visto la luz el libro. La amistad trenza, pues, esta obra insólita, cuya brillantez en la descripción de la personalidad de Juanitus cabe atribuir a un profundo —y cordial— conocimiento de la persona, pero también a la pericia creadora: Gavín inventa imágenes felices (y aliterativas: «Juanitus juega al mus con la envenenada envidia del viento soplando en los marjales del ciberespacio») y fluye sin traspiés de una forma a otra: del poema extenso y enumerativo al sintético y percutiente; de la pieza narrativa a la hímnica; de la oda al epigrama. Su agudeza, siempre crítica, se alía a menudo con la socarronería, y el resultado son poemas equilibrados pero ardientes, aun en su benignidad. Uno de sus mayores logros es haber compuesto piezas admirativas, pero no serviles: el elogio no es ni gratuito ni interesado, sino consecuencia de un sentimiento verdadero y un análisis sosegado.
Alfredo Gavín y Juan López-Carrillo se suman, con Juanitus Magníficus, a la no demasiado larga lista de poetas unidos por una amistad inquebrantable, que han sabido cantar en poemas de reconocimiento o alabanza: Boscán y Garcilaso, Hernández y Sijé, Lorca y Sánchez Mejías, Machado y Palacio. A López-Carrillo le cabe, además, la satisfacción de haber conseguido, gracias a Gavín, ser aquello que Gil de Biedma tanto deseara: «Yo creía que quería ser poeta, pero en el fondo quería ser poema».
[Este artículo se publicó en el Diari de Tarragona el 13 de octubre de 2021, p. 44]
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