Visito esta tarde a mi hijo Pablo, que se ha estropeado la espalda haciendo escalada y apenas se puede mover de (ni en) casa: una lumbalgia inmisericorde se lo impide. Vive a un par de kilómetros de donde vivo yo: en veinticinco minutos de grato paseo estaré allí. Me preocupan sus problemas de espalda (en general, me preocupan todos sus problemas: soy padre) porque es una persona joven y porque denotan un sedentarismo pernicioso y precoz. Él procura combatir las muchas horas que tiene que pasar, por su trabajo, delante del ordenador con ejercicio intenso. Pero esta vez ha sido demasiado intenso. No me parece sensato escalar en una hora varios muros como los del Annapurna después de no haber movido el pescuezo durante varios días. Y sé de la dureza del esfuerzo porque yo también lo he intentado. En un momento de ofuscación (mío), Pablo me sedujo para que lo acompañara a un rocódromo cercano y emulara las gestas a Adam Ondra o Ashima Shiraishi, pero ese propósito bienintencionado y casi heroico chocó con la abrumadora realidad de que yo peso cerca de cien kilos, y que oponer ese lastre a la fuerza de la gravedad por una pared vertical, ayudándome solo de los dedos de las manos y los pies, excedía de mis capacidades físicas y, sobre todo, psicológicas. Yo prefiero ejercicios más tranquilos: una caminata por el parque, nadar un rato (pero solo un rato), llevarme una copa de vino o una jarra de cerveza a los labios en una terraza agradable (que supone un saludable movimiento del brazo, sobre todo si la jarra de cerveza es de medio litro, y de todo el tracto bucofaríngeo). Pero él es amante de las emociones fuertes, y así le va. En cualquier caso, el paseo me servirá también para airearme y mitigar los males de amor, singularmente encrespados estos días, en los que se ha cancelado una relación que solo me daba disgustos. Enfilo, pues, la calle que conduce hasta su casa (llamada de Josep Irla, el presidente de la Generalitat en el exilio que nunca pisó, como tal, el Palau de la Generalitat), que flanquea uno de los límites del parque del Turó de Can Mates, y disfruto de los paisajes otoñales que el lugar ofrece ya con generosidad. Los árboles de hoja perenne no alteran su aspecto, siempre verde, por la llegada del otoño, pero los caducifolios, sí, y mucho, aunque cada uno a su manera. El follaje de los plátanos se vuelve ocre. Algunas hojas apuntan un naranja prometedor, pero esta perspectiva siempre se frustra: el verde solo alcanza a clarear, a amarillear con recato y, por fin, a sumirse, descorazonadoramente, en un marrón grisáceo. Los arces, en cambio, se enrojecen como poseídos por una vergüenza infinita. No es casual que una hoja de arce presida la bandera canadiense, cuyos bosques son océanos de acer saccharinum. Veo varias hileras de ellos, encendidos, a lo largo de mi caminata; alguno parece, incluso, de color frambuesa. Y me sorprende esa puñalada cromática en la homogeneidad glauca del parque mediterráneo. Un sol melancólico lame las arboledas y despierta, con su lengua de berilo, los matices más escondidos de las cortezas y las copas. Paso junto a una escuela, en cuya valla algunas trabajadoras han colgado una pancarta reivindicativa: "Les que hi som, ens quedem" ['Las que estamos, nos quedamos']. Hoy he leído en la prensa que las administraciones públicas del país van a prescindir de más de 20.000 médicos, enfermeros y otro personal sanitario contratados para luchar contra la COVID (y que planean despedir a muchos más), aunque buena parte de las necesidades generadas por la pandemia, y que estos profesionales han atendido con diligencia admirable, van a continuar existiendo, por no hablar de las carencias estructurales de las plantillas de la sanidad pública derivadas de los recortes asestados por los gobiernos del PP y sus homólogos autonómicos de derechas. Quizá el personal de este colegio, reforzado para hacer frente a la enfermedad, prevea o se oponga ahora su expulsión. O quizá se trate de otro conflicto laboral. Pero el hecho de que los poderes públicos se deshagan de los empleados que han desempeñado un trabajo fundamental —que en muchos casos ha salvado vidas— en estos años de crisis y que podrían paliar ahora el debilitamiento de las plantillas ocasionado por el neoliberalismo patrio (mundial, en realidad), revela una visión perversa de la gestión pública y de la vida en comunidad. Muy cerca ya de casa de mi hijo, se levanta una de las grandes masías que antes abundaban en pueblos como Sant Cugat, dedicados a la agricultura: Can Revella (o Rabella), cuyos orígenes se remontan a finales del siglo XIV. Entre las que han quedado en pie (no muchas: la mayoría cayeron bajo la piqueta en los años del desarrollismo y la transformación industrial), el ayuntamiento ha restaurado algunas (y las ha convertido en museos, como Can Quitèria, o centros sociales, como Torre Blanca), pero esta todavía está a la espera, aunque algunas vallas, carretillas y carteles anunciadores sugieren que la recuperación está en marcha, pese a que no hay indicios de obras (y los carteles están despintados). El edificio es impresionante, aun con su aspecto penoso, sucio, desconchado, grafiteado y parcialmente derrumbado. Cuando estas grandes fincas familiares estaban en pleno funcionamiento (es decir, durante muchos siglos), no solo constituían entidades autónomas, capaces de suministrar a quienes vivían en ellas todo lo necesario para el sustento y una vida digna, sino que estructuraban la vida social y continuaban una cultura ancestral. Eran fábricas rurales autárquicas y casi indestructibles. En el frontispicio de la fachada principal leo las siglas «JB», que no se refieren a una marca de whisky, y un año: 1885. Cerca, dos chumberas enormes montan guardia, aunque no tienen higos. Algunos pinos salpican también el recinto. Y un patinador temerario emerge de la espesura para casi atropellarme. Llego por fin a casa de Pablo. Tarda en abrirme, porque la lumbalgia es paralizante y criminal. Cuando lo abrazo, procuro no apretar.
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