Vuelvo a volar después de más de un año y medio en el dique seco (aunque sería más adecuado decir "en el hangar"). He de ir a Madrid para asistir a la reunión del jurado del Premio Nacional de Poesía, del que soy miembro, y lo hago desde Badajoz, donde estoy pasando unos días. Celebro volver a los aires y, sobre todo, embarcar en un aeropuerto tan lacónico como el pacense. Había llegado a odiar los aeropuertos, esos no lugares constrictores y monstruosos en los que todo es igual y todo es inexistente. Los únicos que soporto son los aeródromos provinciales, cuanto más pequeños mejor, con una sola terminal, una sola pista, un solo mostrador de embarque (en el que nunca hay cola, más aún, en el que nunca hay nadie), un solo bar con un solo camarero, y un solo policía. Qué delicia: uno vuelve a sentirse humano en ellos. Pero, ah, el mundo de la aviación es un cosmos imprevisible. A la alegría que me embarga por volver a surcar los cielos, camino de un acontecimiento literario, y de hacerlo sin prisas ni amontonamientos, se le opone la irritación que me causa muy pronto una pareja de pasajeros —él, un cincuentón calvo, y ella, una veinteañera con una tatuaje de algo con alas en la teta izquierda— que se sientan a mi lado, al otro lado del pasillo. Llegan los últimos, cuando todos estamos ya encajados en los asientos y a la espera de despegar. No tardan en pedir dos cervezas. Para servírselas, la azafata se inclina obsequiosamente y me incrusta las nalgas en la cara. El hombre no para de moverse: se remueve en el asiento, ora apoyando la cabeza en el hombro de ella, ora las rodillas en el respaldo del asiento de delante, ora levantándose para sacar unas hojas impresas del equipaje de mano (y metiéndome también el culo en la cara). En uno de esos espasmos, tira el vaso de plástico, que me cae entre los pies. Por suerte, ya se ha bebido la cerveza. Los dos hablan mucho, sobre todo él, con fanfarria retórica y excitación apenas contenida. Como se han quitado la mascarilla para beberse la birra, aprovechan la circunstancia y ya no se la vuelven a poner: su recia conversación resuena entonces aún más en la atmósfera opresiva del avión. Al aterrizar, el hombre saca el móvil a la velocidad del rayo y llama a alguien, dándole la novedosa información de que ya ha aterrizado. Cuando se levanta, vuelvo a encarar sus asentaderas, ahora nítidamente delineadas por la raja del culo, que, con tanto movimiento como ha sufrido, ha rebasado el borde superior de los calzoncillos y asoma, oscura y esplendorosa, ante mis aterrorizadas narices. Ya en Barajas, voy al lavabo, feliz por haberme librado del pelmazo. Pero, mientras micciono, oigo con espanto una sucesión de cuescos, gemidos y salpicaduras que provienen del retrete contiguo, y luego veo salir al mismo menda del avión con aire de felicidad y la expresión de quien está deseando contarle muchas cosas a su compañera de aventura.
La reunión del jurado del Premio Nacional de Poesía se desarrolla con diligencia administrativa. Nada de reuniones previas, de prolegómenos o charlas: se va directo al grano. Nos conducen sin demora a la sala donde se ha de celebrar, y donde ya ocupan sus puestos varios de los miembros del honorable comité, ante los que se ha dispuesto una caja con algunas viandas y una sospechosa lata de café autocalentable. Todos miraremos con desconfianza el extraño recipiente, aunque alguno se atreverá a abrirlo, desafiando la posibilidad de que ese acto se convierta en un inolvidable "momento Mr. Bean", que, no sé si afortunada o desgraciadamente, no se produce. Yo no lo intento, aunque sí atacaré, más adelante, el bocadillo de jamón que contiene la caja. El proceso (para conceder el premio, no para asaltar la comida) es sencillo: tras una ronda inicial en la que cada uno de nosotros, a invitación de la presidenta del jurado, la directora general del Libro, defiende a los candidatos que ha presentado y, en su caso, a los que hayan presentado los demás y que pueda hacer también suyos, o dice lo que crea conveniente, se inician las votaciones, que son secretas —solo se sabe qué autor ha recibido los votos, no quién los ha emitido— y eliminatorias. Por azar, la directora general me da la palabra en primer lugar, y expongo las razones que me han llevado a proponer a mis cuatro candidatos (el máximo que permite la convocatoria): Los árboles que nos quedan, de Ramón Andrés; La curación del mundo, de Fernando Beltrán; Río que vuelve, de Juan Malpartida; y Medea, de Chantal Maillard, a los que añado Cómo guardar ceniza en el pecho, de Miren Agur Meabe, propuesto por la representante de la Academia Vasca, que me ha parecido un poemario asimismo excelente. Luego hablan los demás y empezamos a votar. Antes de la penúltima votación, de la que saldrán las dos finalistas (desde la segunda, ya solo quedan candidatos mujeres), la presidenta nos da una nueva posibilidad de hablar, y un miembro del jurado aprovecha la ocasión para preguntarle a la ganadora del año pasado, Olga Novo, qué quiere decir la palabra "sináptica", que ha leído en el poemario en gallego que concurre al premio y que supone gallega. Una compañera le aclara, sin conseguirlo, que significa "relativo a la sináptica" —definición que incumple el principio fundamental de no incluir el término definido—, y varios más le damos la respuesta correcta, que es "relativo a la sinapsis", esto es, a la conexión entre las neuronas. Resuelta la duda que atormentaba a nuestro compañero, proseguimos con las votaciones hasta la última y definitiva, antes de la cual tanto Katixa Aguirre, la representante vasca, como yo mismo subrayamos que nos encontramos ante la oportunidad histórica de reconocer a la poesía en eusquera, que nunca ha recibido el Premio Nacional y que este año podría lograrlo con un poemario en verdad magnífico. Hacerlo, añado, beneficiará tanto a la literatura en vasco como a la cultura española, que se nutre de todas las lenguas peninsulares y buena parte de cuya riqueza proviene de esa misma pluralidad y de su consecuente diversidad estética, de sus múltiples y felizmente contradictorias riquezas particulares. No sé si nuestra arenga surte efecto, pero de lo que no cabe duda es de que Cómo guardar ceniza en el pecho ha convencido a la gran mayoría del jurado, porque el premio lo gana, con mucha holgura, Miren Agur Meabe. Recibo el fallo con alegría, seguro de que el libro, y con él el reconocimiento que ha merecido, no defraudará a sus lectores. Meabe se suma a unos últimos premios nacionales, en la modalidad de poesía, que han reivindicado la lírica escrita por mujeres en lenguas distintas del castellano: Tots els cavalls, de Antònia Vicens, en 2018, en catalán, y Tempo fósil, de Pilar Pallarés, en 2019, y Feliz Idade, de Olga Novo, en 2020, ambos en gallego, reparando, así, dos injusticias al mismo tiempo. Una vez tomada la decisión, un miembro del jurado, que no estoy seguro de que no haya descabezado un sueñecito durante la sesión, empieza a teclear en el móvil, pero enseguida aclara, ante la mirada inquisitiva de muchos —y, en particular, de la directora general, que nos ha pedido discreción hasta que el ministro le comunique la decisión a la ganadora—, que no está transmitiendo información, sino diciéndole a su mujer que llegará tarde a comer, lo cual nos tranquiliza, sobre todo a la directora general. La salida de la reunión es tan apresurada como la entrada: tampoco hay ahora palique ni confraternización, y cada mochuelo parte sin tardanza a su olivo. Pero el sol de Madrid me resulta acogedor, y más limpio que nunca.
Por la tarde, cojo el metro. En el andén, veo llegar a una mujer, de veinteymuchos o treintaypocos años, por las escaleras mecánicas. Lleva el pelo corto, apenas una media melena meticulosamente despeinada, con rizos que descansan unos en otros. La mascarilla me impide verle la cara, pero los ojos, negros, brillan como si estuvieran lacados. Los mantiene fijos en un móvil, del que también escucha música por unos auriculares blancos. Lleva un vestido de verano —todavía hace calor: aún no ha llegado la DANA tenebrosamente anunciada por los telediarios—, de un beis muy suave y topos de color de luna, que no le llega a la rodilla. La tela, vaporosa, tiembla a cada movimiento suyo y deja una suerte de caricia en el aire y en las pupilas de quien la mira. Las piernas, moldeadas a cincel, trigueñas, resultan en unos zapatos abiertos, con tacón alto de esparto. Es alta, como sus pechos, que empujan sin miramientos la tela que los guarda. Cruza la espalda, mucho más escotada que el busto, la tira gruesa y rosa del sostén. Lleva las uñas largas y pintadas de violeta. Cuando sube al vagón, camina con rectitud juncal, con la entereza y a la vez con la delicadeza de una masái. Ah, el deseo de un cuerpo puede ser abrumador. Y también la voluntad, casi siempre frustrada, de amar.
Un final apoteósico.
ResponderEliminarUn aplauso 👏😘❤️😘😘