El día es otoñal. Llueve, sin dureza, pero con tenacidad. Rezuma el gris de las nubes y su viscosidad transparente me alcanza en forma de algo que a veces son perdigones y otras, lágrimas. Zarandeado por la lluvia, todo se mueve, pero, abrigado por la lluvia, todo está quieto. Los álamos se rejuvenecen con el agua: espejean, sombríos, solares. Voy a Correos para recoger un envío de Inglaterra, pero la estafeta está cerrada. Ha cambiado el horario: antes sí abrían los sábados por la mañana. Vuelvo a casa por calles desiertas, en las que brotan los charcos, y pájaros con el plumaje esponjado por el agua aguantan, estoicos, el chaparrón, y los repartidores que tienen que hacer su trabajo, entregan el género con urgencia y una brizna de irritación. Siento que dentro también llueve. Llueve en un lugar vacío, en el que no se forman charcos, ni hay pájaros, ni los repartidores reparten su mercancía. Dentro no hay nada. No queda nada. Ni siquiera un perro, confuso, cruza ese paisaje horro de cuerpos y amaneceres. Paso junto a una ventana en la que la lluvia dibuja una telaraña de fulgores. Cierro el paraguas, porque el aguacero parece que mengua, pero no siento que tenga las manos más libres. La grisura del cielo se me mete por la nariz, por los oídos. Las gotas que levantan mis pasos del suelo se hermanan con las que aún caen de lo alto, o de dentro, y forman una costura irregular, una costra plomiza. Escudriño en la oquedad que camina. Y advierto que sí hay algo: una niebla, una borrosidad que hiere. Es dolor, un dolor cuajado que circula espesamente por la sangre, a la que lo he confinado para sobrevivir. El dolor destilado por la pérdida, que es siempre. El dolor pronunciado por el silencio, cuyas sílabas se hincan en la carne como un shuriken. El dolor que suda la soledad. La voluntad se empeña en sofocarlo, y el dolor se doblega a ese mandato, porque el dolor es inteligente: sabe dónde refugiarse para subsistir. Uno se entrega a lo cotidiano con la esperanza de disolverlo, como se disuelven ahora, bajo la lluvia, las glebas de los parques y los cartones abandonados en las calles y las luces de los semáforos, pero el dolor no claudica, sino que se aúpa debajo de las alfombras, en el cuarto de la plancha, en los taquillones que no se abren nunca. Si está bien asentado en la conciencia, el dolor, aunque postergado, prevalece siempre. Voy a comprar unos platos para sustituir los que tengo, descantillados, pero ahí sigue. Quiero aplacarlo aprovisionándome de fruta —hoy los mangos están de oferta—, pero no me deja. Me acerco a una camisería para renovar el vestuario, pero continúa, pero muerde. Aplico insecticida a los geranios, para liquidar a las cochinillas y pulgones que los están desgraciando, pero persevera (y los insectos también). Encargo unas estanterías en el cuarto que Pablo ha dejado vacío, para colocar los libros que ahora tengo por el suelo o en las profundidades de los armarios, pero no se va. Los actos cotidianos, las costumbres domésticas, son un breve maquillaje para el dolor, que se esfuma por el peso del dolor, por la corrosión del dolor, por la nada hirviente que es el dolor. Y al final me quedo cuarteado y desnudo, a solas con el dolor, como un payaso al que un remojón inesperado —acaso esta lluvia— le hubiese desdibujado los coloretes de la cara. Entonces decido unirme a mi enemigo. Si convivo con el dolor, si soy dolor, ¿por qué no serlo absolutamente?, ¿por qué no definirme por él, convertirlo en pulpa mía, incorporar hasta el tuétano su pujanza? Esa bruma que me oscurecía y me atontaba, que se desflecaba en mi conciencia deshabitada, deviene cuerpo. Y lo ocupa todo. Siento una extraña alegría sabiéndome lleno de él, poseído por la ausencia, felizmente devastado. Me enorgullece esta pesadumbre, que atesoro como algo precioso, como algo que me atenaza y, a la vez, me justifica. El dolor me dice. Pero yo no se lo cuento a nadie. Voy por la calle, camino de mis intrascendentes ocupaciones diarias, y me cruzo con otros que, como yo, han salido a comprar pan, o arreglar unos zapatos, o llevar un electrodoméstico viejo al punto verde, o recoger un envío de Inglaterra en la estafeta de Correos, para descubrir que ahora cierra los sábados por la mañana, y los miro a los ojos huidizos, preguntándome si ellos también habrán hecho del dolor su columna, su casa —una casa que se alza en su interior—, y sonrío, porque yo sí, porque yo he sabido transformarlo de molestia continua, como una muela cariada o unos calzoncillos que no ajustan bien, en compañero de viaje, en ser vivo y radiante, que tiene mis mismos ojos y mi mismo nombre, y a todo atiende, con solicitud imperturbable, bajo esta lluvia desquiciada, como atiendo yo.
Me ha encantado,me ha enganchado, y qué dominio de la prosa. Mis felicitaciones
ResponderEliminarGracias, Ana. Espero seguir teniéndote por aquí. Un beso.
ResponderEliminarMi experiencia me dice que hay que dejar que el dolor fluya por la sangre aunque la vuelva espesa y sientas su fluir continuo, pero hay que evitar que se vuelva roca y obstruya el camino para tantas otras cosas, sentimientos, alegrías, ilusiones que también nos asaltan en el día a día. Un gran abrazo, Eduardo.
ResponderEliminarMe encanta ,es ese dolor tenaz ,que poco a poco se va apareando con las almas hasta dejar de hacerse visible.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho leerlo es muy bonito.