La Fundación Helga de Alvear acabará siendo a Cáceres, si no lo es ya, lo que el Museo Guggenheim es a Bilbao: una magnífica sinécdoque de la ciudad. Aunque yo la he visitado ya dos veces, me encamino hoy a sus renovadas instalaciones con la ilusión del neófito. Supero los dos filtros, en forma de educados ordenanzas, establecidos antes de llegar a la recepción —cosas del Covid—, y me encuentro, para abrir boca, con Descending Light, la descomunal instalación del chino Ai Weiwei, activista al tiempo que artista, consistente en una gran araña de cuentas rojas, que deslumbra por su suntuosidad y su sinuosidad. Una simpática bedel me sugiere que empiece la visita por la sala Goya. Luego comprobaré que en todas las plantas del edificio las vigilantes le informan a uno del recorrido que conviene seguir, aunque yo, como he hecho en todos los museos del mundo que he visitado, hago de mi capa un sayo y solo sigo el camino que mi intuición o mi curiosidad me sugieren. En la sala Goya, donde se exponen los facsímiles de sus Caprichos, tengo la mala, la pésima suerte de coincidir con un grupo que empieza una visita guiada, y que me perseguirá, con sus ruidos y la superficial pero estridente perorata de la guía —que explica, por ejemplo, morosa y aplicada, qué son las vanguardias—, por todos los rincones de la Fundación, aunque no llegan a expulsarme del lugar, como inverosímilmente hacen con una pareja de visitantes que han llegado antes que nosotros, para que el grupo pueda ocupar a sus anchas el lugar. Cuando inicio la visita de la colección de arte contemporáneo propiamente dicha (aunque Goya es, sin duda, arte contemporáneo), compruebo que muchas obras me interesan poco, pero que las teorías sobre el arte de sus autores, recogidas en las cartelas que informan sobre las piezas, me intrigan y dan que pensar. Yves Klein, por ejemplo, que aporta una Victoria de Samotracia jibarizada y en yeso azul, acierta con un sintagma perturbador: "el lirismo de la dislocación". Víctor Vasarely, por su parte, dice que "la forma-color pura es capaz de dar a entender el mundo" (también la forma-color pura de la poesía, pienso yo). Y Agnes Martin: "Todo se puede pintar sin representación" (¿se puede decir todo sin representación?, me pregunto). Y Gerwald Rockenschaub: "La música es sexo para los oídos y el arte puede, o debería ser, para los ojos" (y la poesía, para la piel y el cerebro, añado mentalmente). Y Matt Mullican: "No es el mundo que tú ves; es el mundo que yo veo representando el mundo que tú ves" (lo que resume bien la principal revolución del arte moderno, el Romanticismo, del que proviene todo, y en particular las vanguardias: el imperio del yo, de la subjetividad, en la interpretación y recreación del mundo). Los textos, en fin, una vez más, me interesan más que los volúmenes, los colores o las formas: cosas de los letraheridos. Pero para disfrutar de las obras expuestas, he de sobreponerme no solo al barullo del grupo al que pastorea colegialmente la guía, y al interés solo moderado que tienen algunas de ellas, sino también a la puñetera mascarilla, que no deja de empañarme las gafas. A veces me la pongo de cualquier manera y no me molesta en absoluto; en otras ocasiones, como ahora, la coloco y recoloco sin descanso y no consigo acomodarla de manera que no me ciegue. Entre las brumas de los cristales distingo cosas de Klee, de Canogar, de Tàpies (cuyo Faraga, de 1949, me recuerda mucho a Miró), de Louise Bourgeois, de Cy Twombly (que aporta un conjunto de garabatos, literalmente; pero la musicalidad de su nombre sigue fascinándome), de Joseph Beuys, con una prensa de rodillos y dos pilas de planchas de cobre, y de Olafur Eliasson, al que tuve ocasión de admirar el año pasado en el Guggenheim de Bilbao, precisamente, y que suma al juego de grandes aros y espejos que se exhibe aquí algunas contundentes reflexiones, quizá demasiado contundentes, como "la realidad es relativa" (quizá la realidad lo sea, pero la frase "la realidad es relativa" es absoluta, por lo que ese trozo de realidad que es dicha frase, al menos, se refuta a sí misma) o "podemos cambiar lo que es real" (¿de verdad?). Constato con melancolía que en no pocas ocasiones me resulta difícil tomarme en serio el arte contemporáneo. Veo una pieza de Alan Charlton que reúne unos meros plafones grises. Luego, otra de Ettore Spalteri que es un simple cuadrado azul. Una imagen de Imi Knoebel es solo amarilla, aunque presenta la novedad de mostrar dos tonos ligeramente distintos de ese color. Ignasi Aballí contribuye con más plafones de colores, hechos con billetes de euro triturados. Heimo Zobernig, otro plafón, ahora blanco, surcado por gruesas líneas verdes, como un mantel. Rosemarie Trockel, un plafón más, de lana, negro, sin más. Stanley Whitney hace un simple acopio de cuadros de colores, al modo de Mondrian, pero de textura levemente rugosa. Y Peter Roehr se limita a repetir, en una grabación, una sucesión de escenas o movimientos iguales. Me cuesta sentir nada con estas obras. Apenas experimento emoción estética, y me pregunto quién podrá hacerlo, aparte de sus autores, cuando lo único que se nos ofrece es una superficie desnuda, incluso desolada. Para compensar, doy con una interesantísima pieza de Jesús Rafael Soto, Sin título, de 1979, que ha desgajado el color de la superficie del cuadro mediante un juego de varillas superpuestas, lo cual genera, en las certeras palabras del autor, una "relación cromo-dinámica". Es cierto: el color adquiere otro brío, más difuso, más interrogativo, más inquieto, en este singular divorcio. De Philippe Parreno veo otro Sin título (subtitulado, no obstante, velas), que es, en efecto, un grupo de velas, o más bien cirios, apoyados en un rincón de la sala. Parreno subraya, en la cartela correspondiente, que "la realidad, como todos sabemos, no existe". Otro que anda a vueltas con la realidad. Y no sé yo si todos sabemos que no existe. Pero no ha de sorprender: la principal tarea del artista es esa: andar a vueltas con la realidad, para subvertirla, transformarla, anularla o, simplemente, y esto quizá sea lo más duro, aceptarla. No obstante, me pregunto si Parreno diría lo mismo en el caso de que alguien destruyera sus velas. El agresor podría alegar: "No sé por qué se molesta Ud; si la realidad no existe, estas velas tampoco". Me gusta mucho, en cambio, una caótica pintura de Rudolf Stingel, igualmente Sin título, pintarrajeada de grafitis, sobre una superficie de aluminio. Doloso. Chapata, de Ana Prada, una corona de tostadas pegadas, en bronce, rebaja mi entusiasmo. En una amplia sala, dividida en varios espacios, encuentro una de las instalaciones más originales de todas, Power Tools ('Herramientas de poder'), de Thomas Hirschhorn, fechada en 2007. Está llena de cosas: sierras, martillos, hachas (algunas tan grandes que ocupan toda la pared de la planta), discos y listones de madera (en muchos de los cuales se ha escrito la palabra love), enormes piezas de lego, maniquíes, cajones atiborrados de libros de filosofía amarillos en alemán, navajas suizas, naranjas, sillas, mesas, tarugos cubiertos de clavos clavados y muchas pancartas, todas con lemas a medio camino entre la autoayuda y el Mayo del 68: "Live now, pay later" ('Vive ahora, paga después'), "No hay problemas; solo soluciones"; "Solo hay problemas, no soluciones". El apartado cinematográfico de la colección, además de aquellas recurrencias obsesivas de Peter Roehr que he contemplado no sin asombro, se nutre de un vídeo de Julian Rosefeldt —dos camiones con bombas de agua describen círculos y sueltan chorros a los sones de un vals—, que sostiene que "el surrealismo es, antes que un capítulo de la historia del arte, una forma saludable para equilibrar lo que llamamos realidad" (y también una de las mayores convulsiones espirituales del siglo XX: la introducción de la irracionalidad, y el establecimiento de su soberanía, en el arte contemporáneo), y de otras dos grabaciones, en una de las cuales se ven grandes formaciones de hielo, pingüinos, barcos surcando o varados en la grisura antártica y una orquesta que ensaya; y en la otra, farolas, galgos rebuscando en la basura, una señora que pasa con el carrito de la compra y una araña roja en una flor amarilla. Me sobrecoge una sencilla pero poderosa imagen de Helena Almeida, en la que se ve a una mujer joven, vestida de negro, con una mano masculina que surge de más allá del cuadro y que le tapa completamente la cara. Y cobra sentido lo que, en una cartela cercana, afirma Vik Muñiz: "Lo más importante es sentir que el espectador no está simplemente viendo la imagen y sí sintiendo la visión". Nam June Paik, por su parte, pronostica que "asistiremos al nacimiento de la literatura sin libros y del poema sin papel". Pero la literatura sin libros y el poema sin papel existen desde hace mucho; para ser exactos, desde el principio. Cuando bajo las escaleras a la última planta —porque aquí no se sube a ellas, sino que se baja, como si descendiéramos a las profundidades del arte—, oigo unos gritos desgarradores, como si me acercase a una sala de tortura. Hombre, aunque algunas de las obras que he visto hasta ahora no han suscitado mi entusiasmo, no es para tanto. En el último piso, me encuentro con los gigantescos huevos y pelotas, pintados y encajados unos en otros, de Katharina Grosse, en una instalación titulada Faux Rocks, de 2006. La artista escribe: "No hay resistencia cuando pinto. El interior y el exterior coexisten". Así me siento yo, justamente, cuando escribo: sin compuertas entre lo de dentro y lo de fuera, entrando y saliendo con fluidez de mí, como si las distancias y las diferencias entre el mundo y yo, que son innúmeras, hubieran desaparecido gracias a una comunicación líquida, a un intercambio ilimitado. Tomás Saraceno habla del "polvo cósmico de la comunicación". Georg Baselitz pinta un vaquero a caballo dado la vuelta. Y Miguel Ángel Campano, un Pórtico de las vocales, cuya cartela remite al famoso soneto "Vocales" de Rimbaud, aunque me cuesta apreciar qué relación guarda el óleo con el poema de Arthur. Luis Gordillo contribuye con un título metapictórico que me hace sonreír: Blancanieves y el Pollock feroz, de 1996, una imagen como de células metastásicas, azules y blancas. Fatigado ya el edificio, salgo al jardín, donde prosigue la exposición. Antes que en cualquier otra pieza, reparo en Azor. Síndrome de Guernica, de Fernando Sánchez Castillo, un largo gusano metálico, compuesto por bloques de chatarra compactada, que se extiende a lo largo del poyo que flanquea el camino de salida. Lo más singular de la pieza es que está hecha con los materiales del Azor, aquel yate infausto en el que Franco se entrevistaba con don Juan, el padre del emérito fugado a Arabia, y pescaba los peces descomunales que le preparaban discretamente sus acólitos. Durante mucho tiempo no se supo qué hacer con aquel barco. Felipe González llegó a usarlo para unas vacaciones marineras. Luego se quiso instalar en un restaurante de carretera, para atraer a camioneros y morbosos (o a camioneros morbosos). Por fin ha acabado como materia prima de Sánchez Castillo, que ha sabido convertirlo en algo bueno, arte, seguramente lo único bueno para lo que esta embarcación del demonio haya servido en toda su existencia. Un arte, además, que simboliza bien cuál debiera ser el destino de los símbolos de la dictadura y la dictadura misma: la chatarra, la basura. Cerca ya de la salida, contemplo el atardecer: un deshilachamiento de nubes, encendidas de rosa por el sol poniente, le pone un gorro fantástico a la Fundación. Eso también es arte contemporáneo. Junto a la puerta, me despide la última obra del museo: un grupo escultórico integrado por un gran pene rosa y, a su lado, un dónut verde. Se titula Together, y es de Franz West.
No hay comentarios:
Publicar un comentario