viernes, 14 de enero de 2022

Coronavirus, mon amour (continuación)

Esto no acaba. El bicho es insidioso y tenaz. Aunque la proliferación vírica y la fase aguda de la enfermedad hayan pasado ya —o eso creo—, las consecuencia del trastorno que ha supuesto la COVID en el cuerpo continúan. La neumonía sigue así, con malestar en el pecho y tos persistente, y, sobre todo, un cansancio que no remite y, paradójicamente, no me deja descansar. No obstante, ayer me levanté algo mejor, sin haber tosido apenas por la noche, y me sentí más animado. Fortalecido por ese espíritu, y ansioso por romper este nuevo confinamiento en el que me encuentro desde hace casi un mes, decidí lanzarme a la aventura: ir al súper a hacer media compra. Un verdadero jolgorio. Hay un híper, abierto los 365 días del año, al lado de mi casa, pero ese lo reservo para urgencias o cosas concretas que, de repente, me faltan; es demasiado caro para llenar la cesta semanal. Así que, como en los viejos tiempos, me encaminé al supermercado habitual, que dista unos 600 o 700 metros de casa; y si antes lo hacía con pesar y resignación, esta vez acometí la tarea con alegría, como si abordara una empresa adolescente o me fuese a encontrar con una mujer atractiva. Me hice con fruta, pan y, algo esencial, cerveza. Todo ello ocupó dos bolsas. No era demasiado peso, pero pronto descubrí que, para alguien debilitado como yo, era una monstruosidad. La ida había sido un paseo agradable, más o menos. La vuelta fue una tortura. Cubrí el poco más de medio kilómetro de regreso al hogar como si atacara, sin oxígeno, la cumbre del Kanchenjunga, y llegué al portal sudoroso y jadeante, y también lo habría hecho colérico si me hubiesen quedado fuerzas para encolerizarme: por el mal rato que había pasado y por haber sido tan idiota de creer que podía volver a hacer como si nada lo que antes hacía como si nada. Por la tarde pagué el esfuerzo con tos, dolor de cabeza y ese malestar general que el coronavirus espolvorea por el cuerpo como una sábana de alfileres. Y con malhumor, desde luego, que, eso sí, logré calmar con una cerveza. 

La combinación de soledad y enfermedad es explosiva. Cuando uno vive solo, los males del cuerpo —y del alma— se experimentan con una intensidad mayor, como si la ausencia de compañía recondujera nuestra atención a nosotros mismos, como si la falta de diálogo y contacto hiciera que solo viviésemos en un monólogo permanente, exacerbado por las dolencias y ensombrecido por la tristeza. Y ese inevitable soliloquio no hace sino engrandecer tenebrosamente al yo: el yo, aislado, enfrentado solo a sí mismo, sin contrapeso ni matiz, sin la obligación de atender a otras necesidades, cobra dimensiones monstruosas, colma el espacio, se nos impone como una losa mucho mayor de lo que ya es. Y, en esa plenitud enfermiza del yo, como estamos doloridos, parece que no hubiera otra cosa en el mundo que lo que nos duele. Si nos duele el pecho, somos nuestro pecho; si nos duele la garganta, somos nuestra garganta; si nos duele el silencio que nos rodea, somos el silencio. Y el sufrimiento no se diluye, ni se atempera, en los ojos de quien nos cuida, o de quien nos mira, o de quien, simplemente, está ahí, porque nadie nos cuida, ni nos mira, ni está ahí, sino que pervive como el tirano que es, como el cabrón egocéntrico que es, y se regodea en su majestad y nuestra flaqueza. Cuando uno está solo y enfermo, la cercanía de los hijos, si los tiene, y los amigos, si los tiene también, se vuelve imprescindible. Mis hijos me han respondido con preocupación y cariño, y mis amigos también. Me considero afortunado, pese a la desgracia, o precisamente por ella, de contar con unos y con otros, que han aliviado los pesares de la enfermedad. No obstante, la obligada distancia que impone el coronavirus ha constituido un reactivo muy revelador del temple de cada uno: de su, digamos, mayor o menor exposición a la situación. Los que más feliz me han hecho, han sido aquellos amigos, acaso no tan cercanos como otros, que han demostrado una benemérita perseverancia en la atención. Y casi todos, debo decir, han sido mujeres. Gente que me ha llamado o que me ha puesto guasaps cada día o con mucha frecuencia, que no ha dejado de preguntarme cómo estaba, o si necesitaba algo. Era muy improbable que, dadas las circunstancias, pudieran hacer nada más por mí que demostrarme por teléfono su cariño, pero su ofrecimiento y su presencia infalible me han dado mucha fuerza, es más, me han dado todo lo que necesitaba. Otros amigos (y hasta un excuñado, que se empeña, el muy jodido, en llamarme "cuñado" todavía), sin esta perseverancia diaria, se han revelado próximos y afectados por la situación: me han llamado o escrito a menudo, incluso, en algún caso, tras algún tiempo de alejamiento, que parecía indicar cierto enfriamiento de la relación. Pero no: seguían ahí, apartados acaso, pero sin dejar de latir. Ha habido incluso desconocidos o gente a la que he tratado poco, que siguen mi blog o leen mis libros, que se han tomado la molestia de desearme suerte y un pronto restablecimiento, y eso también me ha ayudado: saber que sigues importando para los otros —para el mundo— fortalece. Mucha gente, pues, con la que he ido labrando, consciente o inconscientemente, una relación cordial a lo largo de los años, ha respondido con lealtad a mi necesidad de consuelo, que yo no he proclamado, pero que se desprendía de lo que les contaba o lo que escribía en esta bitácora. Aunque quizá los que más me han llamado hayan sido unos pocos amigos cercanos que no han chistado ni se han hecho presentes de ningún modo. Llevo semanas, o meses, sin saber nada de ellos; o lo que he sabido ha sido fugaz y superficial. Pero, probablemente, la razón por la que están ausentes, si es que han llegado a enterarse de mi situación, es el pudor. No quieren marearme, ni obligarme a dar fatigosas explicaciones o compartir una situación desagradable, ni invadir una intimidad que suponen, con acierto, especialmente convulsa por la enfermedad. Algunos también pensarán que la cosa no es tan grave, que esto es un percance pasajero, que hay que guardar lo mejor de nosotros mismos para tribulaciones mayores. Es seguro, además, que todos tienen sus propios problemas, y que a lo mejor son peores que el que estoy sufriendo yo. Yo no le reprocho nada a nadie, por muy callado que haya estado, o por leve que haya sido su reacción. Por otra parte, cuando caigo en la tentación de sentirme defraudado, pienso en qué he hecho yo cuando ha sido un amigo mío el que ha caído en las redes de una enfermedad, sea esta o cualquier otra. ¿Me he mostrado lo suficientemente próximo? ¿Le he transmitido el suficiente calor? ¿Me he ofrecido a echar una mano? Hace tiempo que aprendí que los reproches solo revelan las propias debilidades, y también que el mundo no nos debe nada. Estamos aquí por azar, y el indiferente azar rige nuestra vida. Por eso me siento feliz de contar con tanta gente para la que significo algo, y con la que puedo hablar con franqueza sobre lo que me aflige o perturba. Agradezco de corazón la preocupación que muchos me han demostrado, sobre todo esos —esas— que han derrochado afecto. Y a los que no, les agradezco igualmente que existan, que sigan ahí, un poco agazapados quizá, pero palpitantes y queridos.

El otro día fue a hacerme un análisis de sangre al ambulatorio que me corresponde. Me sorprendió que la auxiliar de la entrada, tras comprobar que, en efecto, tenía cita para la extracción, me diese un papelito con un número escrito a mano, el 44, y me dijese que pasara a la sala de espera, donde me llamarían por ese número. Y, en efecto, al cabo de poco me llamaron por el número: "¡El 44!", gritó una enfermera; y yo obedecí su aritmética orden y pasé a que me pincharan. Pensé que, luego de un rodeo de cincuenta años, habíamos vuelto a la Seguridad Social del franquismo. Cuando, de niño, mi madre me llevaba al ambulatorio para visitarme, a todos los pacientes se nos daba un número y se nos llamaba por ese número: "¡El 63"!, gritaba, por ejemplo, la enfermera, y el 63 se levantaba y entraba en la consulta. El número, por suerte, no se nos tatuaba en el antebrazo, como en los campos de concentración nazis, pero surtía en nosotros un efecto vagamente parecido: deshumanizaba; te convertía en un dato, en una abstracción, en un engranaje de aquella primitiva y lúgubre máquina de prestar atención médica. Cuando, sentado en el sillón de los pinchazos, le pregunté a la enfermera por qué habían vuelto a aquel sistema tan arcaico y despersonalizador, me contestó que "por protección de datos". Se conoce que un honrado ciudadano se había quejado de que lo identificaran por el nombre antes de hacerle una prueba. Su nombre era un dato privado y nadie tenía por qué saber que iba a hacerse una radiografía, o a entregar un bote de orina, o a ser visitado por un médico. Pero lo que es un dato, es el número: el 44, o el 63, o cualquiera. A nadie debería perturbar que un profesional al que acudimos voluntariamente para que se ocupe de nuestra salud nos llame por nuestro nombre. La protección de datos nos llena cada día de parlamentos interminables y pringosas advertencias, pero no ha podido evitar que una horda de piratas llamados grandes empresas nos siga llamando a la hora de la siesta para ofrecernos taimados descuentos u ofertas tóxicas. Sin embargo, le ha dado la oportunidad a alguien patológicamente preocupado por su identidad de devolvernos a los tiempos tenebrosos de la atención aritmética e impersonal, de la relación entre números y no entre seres humanos.

Ayer murieron 247 personas por coronavirus en España. En un solo día. Las cifras de fallecidos vuelven ser abrumadoras, cuando ya las creíamos superadas. Y eso que la variante ómicron, según dicen, es menos letal que las anteriores. Pero no llego a acostumbrarme a esta contabilidad macabra. 247 personas son más que las que murieron en el atentado del 11-M, una cuarta parte de todas las víctimas de ETA en cuarenta años, casi una décima parte de las fueron asesinadas en las Torres Gemelas de Nueva York. 247 es una cantidad enorme de gente que ha perdido la vida, que integramos como un dato más en las siniestras estadísticas del coronavirus. Pero esas 247 personas no son solo un número, la evidencia empírica de un virus desatado, un factor a tener en cuenta en el diseño de un plan antipandémico eficaz y la sostenida mejora de la sanidad pública. Son 247 existencias que desaparecen: 247 amores que mueren, 247 conciencias que nunca más volverán a ocupar un sitio en el evanescente pero glorioso escenario del mundo, 247 seres que ya no volverán a ver amanecer ni anochecer, ni a dar un beso a nadie, ni sentir felicidad ni tristeza, ni ayudar a quien lo necesite, ni a experimentar un orgasmo ni una caricia. Son 247 nadas, que han ingresado en este estado irrevocable, al que todos estamos destinados, por el zarpazo inesperado de algo microscópico que hace dos años ni siquiera existía. Y esas 247 desapariciones, que se suman a las más de 90.000 en España que ya constan en los registros oficiales, y de las que nos enteramos sin querernos enterar realmente, me pesan como si fuera la mía propia. No, no consigo acostumbrarme.

5 comentarios:

  1. Es más: diría que tenemos la obligación ética de no acostumbrarnos, de no cerrar normalizadamente lo que no puede ser normal. Porque una cosa es que aprendamos a convivir con el mal, y otra cosa es que lo aceptemos como si fuera la (grata) vida.

    Tu texto de hoy es toda un (potencial) tratado de sicología humana en torno a la enfermedad: del enfermo y del que le rodea, de nosotros y los otros (losotros). Gracias por hacer de tu mal, con tus textos, una suerte de compañía diaria, y un gusto, a través de tu blog.

    Mañana me toca a mí echarme la cerveza y entonces, en la distancia, brindaré por tu salud. ¡Un abrazo fuerte!

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    1. Gracias, otra vez, José Miguel, por tu lectura cordial y tus palabras. Ojalá esa cerveza te cayera bien. ¿Qué sería de nosotros sin ella?

      Un abrazo grande y renovado.

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  2. Sigo su blog diariamente desde hace mucho e incluso el anterior de su estadía en Inglaterra.Que prescindieran de usted en la Editorial Regional de Extremadura fue una pena.Creo sinceramente que usted tenía un proyecto cultural sólido, pero el burocratismo y la mediocridad no perdonan el talento. Espero que se mejore, aunque es fácil decirlo para quién no vive con la enfermedad.Me llamo Diego y sigo sus publicaciones. Reciba un cordial saludo

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    1. Muchas gracias, Diego, por su comentario. Celebro tener a un lector tan atento y amable como usted. Sin duda, qué paciencia ha tenido conmigo para seguirme todos estos años. Pero esa paciencia me hace feliz. Espero no defraudarle y seguir contando con su compañía.

      Un fuerte abrazo.

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  3. Eduardo,no defraudas ni queriendo. Seguir tus crónicas es un bálsamo para muchos de nosotros, tus
    lectores. José Miguel Perera, ha dado en el clavo: nos has recordado la frialdad y frivolidad de las cifras. Son personas que han dejado de vivir, de ser, de existir.
    Gracias por seguir luchando contra las secuelas de ese bicho. Gracias por guardar fuerzas, sacar fuerzas de flaqueza y regalarnos tus palabras.

    Sigue así.

    Un beso enorme.

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