lunes, 24 de enero de 2022

Un día en Urgencias

Me van a hacer socio de honor del servicio de Urgencias del Hospital Universitario Mútua Terrassa. Mi madre murió aquí en mayo. Hace diez días pasé yo ocho horas para que me hicieran unas pruebas por el covid que sufría. Y ayer pasé otras ocho, pero esta vez por el ingreso de un hijo, que se había descuajeringado la espalda haciendo escalada. La escalada es lo que tiene: que el costalazo que te pegas puede ser de órdago, o que las torsiones inverosímiles del cuerpo a que obliga te lo pueden dejar hecho un nudo marinero. (Yo probé un día la escalada, persuadido por Pablo, que quería aligerarme de mi modorra escrituraria y ponerme, ay, en forma, y si no me estampé contra el suelo fue, precisamente, porque, con la habilidad que me caracteriza, caí sobre él; para ser exactos, caí sobre su dedo pulgar, que se doblegó a mis más de cien kilos y requirió otra visita a Urgencias, donde ya nos tratan de tú). Ayer domingo apareció su novia, Júlia, en casa, cinco minutos después de que me hubiera levantado, para anunciarme que desde las ocho de la tarde del sábado estaba en el hospital, sin poder moverse apenas. Cuando miré por la mirilla de la puerta quién podía llamar en un día y a unas horas tan improbables, no la reconocí —la mirilla no es la mejor del mundo y yo aún no me había quitado las legañas— y hasta pensé que podía tratarse de un mormón o un testigo de Jehová que quisiera devolverme al recto camino, pero enseguida caí en la cuenta de que estos infatigables soldados de Cristo no trabajan en domingo y, además, siempre van en parejas, como la Guardia Civil. Cuando, temerariamente, abrí la puerta, vi que era ella, y me explicó lo que había pasado. Nos fuimos para el hospital, que está a unos veinticinco minutos de casa, no sin antes pasar por un trastero que tengo alquilado para recoger el andador y las muletas que empleó mi madre en sus últimos meses de vida, y que yo había guardado porque estaban en buen estado y nunca se sabía lo que podía pasar. Por una vez, alabé mi espíritu previsor. Aunque no me había imaginado que fuera a utilizar aquellos artilugios un hijo mío; más bien me imaginaba a mí adentrándome en los melancólicos predios de la vejez apoyado en ellos. La entrada en Urgencias del hospital de Terrassa es de una sordidez singular. Está en un sótano al que se accede desde el aparcamiento. En una pequeña habitación que hay antes de llegar a la entrada —y que supongo debe de dar paso a algún cuarto de luces o limpieza—, dos jóvenes indigentes pasaban el tiempo acostados en sendos colchones, arrebujados en unas mantas mugrientas y jugando al móvil. Antes, los mendigos chupaban afanosamente colillas recogidas del suelo o bebían de un brik de vino Don Simón. Hoy tienen móvil y lo manejan con pericia de millenials. Ya en las instalaciones de Urgencias, te recibe un espacio exiguo y un mostrador acristalado con dos empleadas detrás, bajo el rótulo de "Admissions". El primer contacto con estos muros burocráticos es delicado y revelador. Quien te atiende al otro lado puede ser un robot, un ogro o un ser humano. A veces, puede ser hasta todo eso junto. En algunos centros, ser borde constituye un requisito para que te contraten: ¿Tiene Ud. los estudios correspondientes? ¿Habla inglés? ¿Es Ud. desagradable, o, mejor aún, muy desagradable? Si a todo responde que sí, el trabajo es suyo. Nos acercamos, pues, dubitativos, a la ventanilla que ha quedado libre y constatamos que la empleada que nos ha tocado en suerte, sin ser la versión nosocomial de Arcadi Espada, no es un dechado de simpatía: respuestas breves, cuando las hay; mirada entre escéptica y torva; gesto avinagrado. Le exponemos que Pablo lleva ingresado, en una camilla situada en un pasillo, desde las ocho de la tarde del día anterior, que no le han dado nada de comer desde entonces y que, siendo diabético, no nos consta que se le esté controlando la glucemia. Pedimos que nos dejen pasar, a uno al menos, para verlo (y darle un bocadillo de queso que ha traído Júlia), pero la respuesta es la que preveíamos: no se puede pasar, que es lo que a uno le han dicho, tradicionalmente, en los pasos fronterizos, las entradas a los cuarteles y los vestuarios de las chicas. Solo se podría si el médico lo autorizara, añade la cancerbera. Pero es que no hemos podido hablar con ningún médico, respondemos, porque ninguno nos ha llamado ni facilitado información, desde el ingreso. La guardiana se ablanda entonces un poco, marca resueltamente unos números en el teléfono y habla con alguien. Luego nos manda esperar en un rincón de la sala hasta tener noticias de los galenos. Cuando, pasados tres cuartos de hora, le pregunto si habría alguna forma de que esperásemos sentados, nos dice que no. Urgencias no tiene sala de espera, ni sillas que ofrezcan algún descanso al cliente (porque así se llama por todas partes al que de siempre ha sido el paciente o el ciudadano). En Urgencias se espera de pie. Y se espera mucho. Tanto que al cabo de una hora y media de aguardar infructuosamente, exigimos la presencia de un médico que nos informe del estado de Pablo. Y le anunciamos que presentaremos una reclamación formal en el impreso que la compañera de la empleada que nos atiende nos ha facilitado (la compañera parece más simpática, o, por lo menos, tiene un rictus menos desapacible, pero vete tú a saber: a lo mejor ayuda menos, en realidad, bajo aquella capa de amabilidad, que su colega, la malcarada). Relleno la reclamación mientras volvemos a esperar (de pie). Y, mientras lo hago, una médica se sienta delante de mí, al otro lado del cristal, y habla por teléfono. Le oigo decir: "Mira, tengo aquí a gente que se está muriendo y está sola. No voy a cambiar ninguna norma". Luego se levanta y se va, con la misma tranquilidad con la que ha informado a su interlocutor del cataclismo de la pandemia que nos envuelve a todos, aunque cada cual esté preocupado solo por el problema que le aqueja. A la una y media sale por fin una traumatóloga —muy joven; es una residente en formación— que nos da cuenta del diagnóstico —lumbalgia mecánica—, la sintomatología —sobre todo, un dolor muy intenso, incapacitante— y el tratamiento —reposo, analgésicos y calor local— de Pablo; que toma nota de que, siendo diabético, no se le ha dado nada de comer desde hace dieciocho horas; y que nos informa de que, dado que apenas puede moverse, va a pedir una ambulancia para que lo devuelvan a casa, pero que la ambulancia puede tarde entre dos y cinco horas en llegar. El hospital ha intentado varias veces que fuésemos nosotros, por nuestro propios medios, los que lo hiciéramos, pero se ha topado con una dificultad insuperable: el menor movimiento hace que Pablo sienta un dolor agudísimo, mareos y ganas de vomitar, e incluso, por lo que nos ha dicho por guasap —el móvil es nuestra forma de comunicación—, que esté a punto de desmayarse. Al hospital le gustaría que nos lo lleváramos nosotros, para ganar tiempo y ahorrarse el servicio de la ambulancia ("si se lo quieren llevar Uds...", nos dicen cada vez que nos interesamos por su estado), pero, aunque nosotros estamos deseando llevárnoslo, resulta físicamente imposible: necesita un transporte profesional. Sabiendo que la ambulancia ha de llegar por la tarde, Júlia y yo nos vamos a almorzar cerca del hospital. Lo hacemos en un restaurante vegetariano, donde me como, por primera vez en mi vida, una hamburguesa vegana. Ah, quién me ha visto y quién me ve. De aquellos Big Macs dobles con queso, chorreantes de mostaza y catsup, y de los que invariablemente se escurría el pepinillo, acompañados de una ración, también doble, de patatas fritas muy saladas y de un barreño de Coca-Cola, que me atizaba en el McDonalds de adolescente, a esta no-hamburguesa de tomate, pimiento y otras hortalizas que ingiero civilizadamente tras una crema de verduras y antes de un té verde, para rematar. Los tiempos cambian que es una barbaridad. Para hacer tiempo, Júlia y yo damos luego un largo paseo por el parque de Vallparadís, que está junto al hospital y que cruza Terrassa entera, y vemos de lejos varias de las iglesias de Sant Pere, el conjunto románico de la población —que dibujan un vigoroso contraste con el carácter industrial de la ciudad—, y de cerca a dos hipopótamos de piedra en uno de los arroyos del parque, que recuerdan que aquí hay un yacimiento paleolítico en el que se han encontrado restos de estos animales. Pero hace frío, y decidimos prolongar la espera en una cafetería también adyacente al hospital, en la que esta mañana ya nos hemos tomado un café y una pulga de jamón (yo; Júlia, de queso). A eso de las seis y media, cuando ya se han superado las cinco horas máximas para la llegada de la ambulancia sin que tengamos noticias de ella, volvemos a nuestro rincón preferido, Admisiones de Urgencias, y preguntamos, una vez más, cómo están las cosas. Nos vuelve a tocar en suerte la menos simpática de las dos empleadas, que, no obstante, averigua que la ambulancia ya está en el hospital, descargando a un enfermo (así lo dice: descargando), y que, cuando lo haya hecho, se llevará a Pablo (es decir, lo cargará hasta casa). También le dice a su interlocutor telefónico que agilice las cosas, porque la familia está histérica. No, no estamos histéricos. De hecho, hemos sido, me parece, un modelo de paciencia y gentileza. Solo estamos agobiados por un hijo (y novio) enfermo, un día interminable y un servicio deficiente. En cualquier caso, nos toca seguir esperando (de pie). En el largo rato que pasa todavía hasta que Pablo aparece, tumbado en una camilla y con una expresión en la que se mezclan el dolor que siente y el placer que también siente por salir finalmente de aquel lugar, no puedo dejar de observar el triste espectáculo de desgracias que pasa por allí. Si uno repara en esa comitiva, entiende, en alguna medida, que los trabajadores que la soportan se endurezcan hasta el punto de resultar impermeables o adustos. La constante visión del sufrimiento y la no menos continua presión de los familiares y los enfermos tiene que ser devastadora. El acarreo de camillas con ancianos envueltos en mantas no cesa. A veces son tantos que no pueden entrar en la zona médica y se forma una fila a lo largo de Admisiones, como coches esperando a entrar en un aparcamiento abarrotado. También arriban camillas con hombres o mujeres, más jóvenes, que lloran de dolor. Llega una pareja de veinteañeros. Ella, apoyada en él y saltando a la pata coja. Se ha doblado el tobillo. Una sudamericana muy gorda acude con un hijo en brazos, gordo también, porque tiene el ojito mal. El niño no para de repetir la palabra "tirita", quizá porque la madre le ha dicho que lo lleva a un sitio para que le pongan una. Un hombre sale de la zona de triaje, tras una mampara traslúcida, con una Santa Biblia en la mano y dando gritos: "¡Denme de baja! ¡No puede ser que para una PCR te tengan aquí cuatro horas! ¡Solo hay un médico! ¡Qué vergüenza!". Y se marcha furioso. Uno de los dos guardias de seguridad —que me recuerda mucho a Leontxo García, el periodista de ajedrez de El País: mondo y enorme; se valora mucho a los seguratas grandotes, aunque este tiene hasta tripita— se activa ligeramente, movilizado por los gritos, y le dice al hombre que esto es Urgencias, y que funciona así. Pues no debería, pienso yo. Debería funcionar mejor. Oigo a nuestra entrañable recepcionista decirle a un hombre: "¡Pero no me venga cada cinco minutos a pedir información!". "No", le responde el hombre, "será cada veinte minutos". "¡Ni cada veinte minutos! ¡Aquí tenemos muchísimo trabajo!", zanja la empleada. Una pareja de mujeres, madre e hija, también está esperando. La madre tiene 79 años y camina con una muleta. No tiene dónde sentarse. La aparición final de Pablo, llevado por dos ambulanceros amabilísimos, nos libera de la insufrible espera y el espectáculo de las Urgencias de Terrassa, donde hay trabajadores competentes e incompetentes, amables y antipáticos, como en todas partes, pero donde hay todavía muchas cosas que mejorar.

7 comentarios:

  1. Hace veinte dos años que estoy pidiendo una casita dentro de cualquier recinto hospitalario del Baix Llobregat, por suerte, no me hacen caso. Eduardo, los malos momentos parece que se ponen de acuerdo y se van sucediendo casi sin darnos tiempo a recuperar el aliento. Las salas de espera de urgencias se nos atrgantan en la memoria por mucho tiempo que pase. Son lugares fríos, alargados en el tiempo y llenos de un olor indescriptible. Los profesionales de la salud, no todos, se vuelve rocas ante el aluvión de números llenos de dolor. Historias que no consiguen abrirles el mínimo atisbo de empatía ya que morirían en el intento. Urgencias es un submundo.
    Que tu hijo mejore.

    Un beso enorme.

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    1. Así es, querida Blanca. Tú también conoces el percal. Un beso muy grande.

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  2. Espero una pronta recuperación de su hijo. Saludos

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    1. Muchas gracias, Diego. Pablo se va recuperando, aunque despacio. Las lumbalgias se aferran al cuerpo con perseverancia digna de mejor causa. Un abrazo.

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  3. Hola Eduardo, eres muy bueno narrando, a pesar del percance de tu hijo. Espero que se recupere pronto y bien. Un abrazote

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  4. Gracias, Gregorio, tanto por tus buenos deseos como por lo que dices de mi prosa. Por cierto, nuestra común amiga Gema Borrachero me ha regalado tu "Hebras de luz", que pienso leer pronto. Y enhorabuena por el premio que ha hecho posible su publicación. Un abrazo.

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    1. Muchas gracias, Eduardo. No sabía que Gema te hubiera mandado este poemario, lo cual agradezco y me alegra, aunque es el primer poemario que me publicaron (antes fue la plaquette "Alma de renacuajo" que premiaron en Zafra) y creo que mis publicaciones siguientes han mejorado un poco. Un abrazo

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