miércoles, 19 de enero de 2022

Libros naufragados

Cuando entro en casa, me recibe Winston Churchill. Su cara de bulldog me mira desde la sobrecubierta de Churchill. La biografía (Planeta, 2019), el monumental trabajo de Andrew Roberts, el primero de una larga fila de libros que descansa en un pequeño mueble biblioteca que tengo al lado de mi sillón de lectura. Pero ese mueble es, hasta cierto punto, un mueble maldito, porque a él van los libros que empiezo a leer y luego abandono, aburrido, decepcionado o enfadado, y también los que he comprado, impulsado por una crítica entusiasta (yo todavía leo crítica; es uno de mis muchos defectos), por ser obra de un escritor al que sigo o por tratar de un tema que me interesa, pero cuyo interés, al cabo de algún tiempo, ha decaído hasta, en muchos casos, desaparecer por completo. No obstante, rara vez abandono a su suerte estas lecturas frustradas o ni siquiera iniciadas: me niego a dar por muerta la razón que las motivó —reconocer los errores propios nunca es fácil— y mantengo los libros cerca de mí, con la vaga esperanza de que vuelvan a hablarme: de que regresen a mi vida, como las mujeres que me han dejado. Pero eso no suele pasar, claro: ni los libros hablan, a menos que tú los abras y labres, ni las mujeres vuelven, a menos que cambies. Cuando repaso los volúmenes que me esperan —hasta que algún día, casi sin mirarlos, acepto la cruda realidad y los inhumo en la biblioteca, su lugar de descanso eterno—, me sorprende la calidad de casi todos y el hecho de que muchos de ellos responden a un interés objetivo por mi parte: por ambas razones, deberían haberme gustado. En algún caso, incluso, se trata de relecturas —eso que dicen que hacen los buenos lectores, pero a lo que yo siempre me resisto, habiendo tanto todavía por leer—, pero relecturas fallidas, que no han despertado la misma emoción que la primera vez. Ahí están ahora, por ejemplo, los dos tomos de las Epístolas morales a Lucilio (Gredos, 1986 y 1989), de Séneca, a los que recurrí hace meses para mitigar algunos reveses personales, recordando cuánto bien me habían hecho años atrás, cuando los leí sin pesadumbres ni tristezas, solo por curiosidad filosófica —fue como tomarme un válium, o muchos, aunque no los necesitara—, pero que esta vez no han surtido el efecto deseado, y me han dejado solo con el placer de una prosa bien templada, lo que no es poco, pero insuficiente para rendirme otra vez a la alegría, o ni siquiera a la resignación. Veo, en este purgatorio de libros, varios de historia, como Llamadme Stalin (Crítica, 2007), de Simon Sebag Montefiori, otra biografía, pero esta vez de uno de los grandes asesinos de la historia, que me regaló un excuñado militar —comandante de la Guardia Real, nada menos— afanoso por convencerme de los males infinitos del comunismo, como si yo, pese a mi condición de rojo irredento, no estuviera ya convencido de ellos, y devolverme al recto camino; un recto camino que él identificaba, pobre, con los uniformes, la familia (con muchos hijos) y Dios. También están, entre los momentáneamente desechados, La invención de España, de Henry Kamen, que compré para fortalecerme en la convicción de que todas las naciones son eso, invenciones, construcciones, que levantamos cada día, y que poco o nada tienen que ver con eternidades, inmanencias u organismos, pero del que solo llegué hasta el capítulo «Modesto Lafuente y la unidad de España», en la página 109: me resultaba todo, recuerdo, demasiado parsimonioso; y El expolio nazi (Galaxia Gutenberg, 2020) de Miguel Martorell, un documentadísimo estudio del robo y tráfico de obras de arte por parte de los nazis antes y durante la Segunda Guerra Mundial, en el que se me acabó indigestando, precisamente, la erudición y el detalle de tanto pillaje. Si estos libros de historia transcurren en el tiempo, otros lo hacen en el espacio. Son los libros de viajes, como La frontera (Tusquets, 2017), de Erika Fatland, un recorrido alrededor de Rusia —desde Corea del Norte hasta las repúblicas bálticas— que aún está esperando que me asome a él (necesitaré abrigarme para ello: la cosa se promete fría); La selva borracha (Alianza, 2006), otra entrega de las andanzas del felicísimo naturalista y escritor que fue Gerald Durrell, que está diciendo «¡léeme!», pero que sospecho nunca alcanzará las descacharrantes pero a la vez sutiles alturas de Mi familia y otros animales; y, hasta cierto punto, Madrid (Destino, 2020), el reciente tocho de Andrés Trapiello, en el que el fera/oz vate madrileño-leonés mezcla la biografía propia —el viaje vital que hizo a la capital cuando, siendo adolescente, lo echaron (o se fue) de casa— y la biografía de la ciudad en la que ha vivido desde entonces. Pero Madrid es lo que parece: un ladrillo, en el que no está bien resuelta, a mi juicio, la convivencia entre ambas tramas —la personal y la urbana— ni se hace especialmente simpática la figura del protagonista, sino más bien arisca, soterradamente vanidosa y, a menudo, aburrida. En el mueble-purgatorio tengo también novelas, como la novela pleonásmicamente titulada Novela (Adriana Hidalgo, 2014), del enorme poeta que fue Arnaldo Calveyra (otro argentino que se marchó a París, como Cortázar, del que era buen amigo; y a quien conocí en esa ciudad, delicado y encantador, en un apartamento pequeño, lleno de estufas), o Memoria de cenizas, de Eva Díaz Pérez (El Paseo Editorial, 2020), sobre Casiodoro de Reina, el protestante autor de la mejor traducción al castellano de la Biblia, la Biblia del Oso —así llamada porque en su portada aparecía un oso, logotipo del impresor, y publicada en Basilea: en España no se podía—, prologada por Félix de Azúa, un autor cuya potencia intelectual no ha decaído, y que sigue orientándome en el bosque de las ideas (o de la falta de ideas) que nos rodea, pero que ha asumido la causa del españolismo mohoso y el conservadurismo botarate, y ha estropeado así el prestigio alcanzado con una poesía metálica y muchos libros inteligentes. Todos estas obras descartadas, interrumpidas o aún vírgenes seguirán esperándome. Y Churchill continuará escrutándome desde la balda infausta: «¿Por qué no vuelves? ¿Por qué me tienes olvidado?», parece preguntarme con su gesto perruno. En su caso, llegué a la página 338, de las 1468 que tiene.

[Este artículo se publicó en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 12 de noviembre de 2021]

2 comentarios:

  1. Coincido en sus apreciaciones sobre Trapiello y Azúa.

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  2. Bárbaro artículo, Eduardo.
    Siempre tenemos lecturas pendientes que nos miran desafiantes. Yo, no tengo el criterio para saber si es bueno o no el libro, simplemente, lo hago mío o no. Algunos libros se me atragantan y no hay forma de tragarlos. Otros me falta tiempo para engullir los y me quedo con hambre.
    Después leo las críticas y, por desgracia mía, me aseguran que son lecturas imprescindibles.
    Pobre de mí. No sé si seguir mi intuición literaria o dejarme llevar por renombrados críticos. Me lo pienso.

    Un beso grande.

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