El escritor argentino César Aira se ha convertido en una figura singularísima de la literatura contemporánea en español. Y no solo por la comprobada calidad de su prosa, sino por la cantidad ingente de su producción, que resulta, por sí sola, más llamativa que cualquiera de sus obras individualmente considerada. Antes de empezar a teclear este artículo, he comprobado su bibliografía en Wikipedia —la página está actualizada el 25 de noviembre de 2021— y ahí consta que es autor de ciento doce libros: noventa y siete novelas, dos obras de teatro y trece ensayos. Aira tiene setenta y dos años. Su primer libro, Moreira, data de 1975. Si prorrateamos su producción desde entonces hasta hoy, el resultado es de dos libros y medio al año. Aunque esta ratio conoce, como todas las ratios, altibajos notables: entre 1976 y 1980, por ejemplo, no publicó ningún libro. Pero en 2010 publicó seis y en 2011, siete; y en 2021 lleva cinco, y aún le quedan cuatro semanas para añadir alguno más a la lista. Entre los que ha publicado en este año, figura La ola que lee. Artículos y reseñas 1981-2010, una recopilación de sus trabajos críticos. En uno de ellos, «Ars narrativa» expone la razón de semejante abundancia: «Con la novela, de lo que se trata, cuando uno no se propone meramente producir novelas como todas las novelas, es de seguir escribiendo, de que no se acabe en la segunda página, o en la tercera, lo que tenemos que escribir. Descubrí que, si uno hace las cosas bien, todo puede terminarse demasiado pronto; al menos pueden terminarse las ganas de seguir, el motivo o estímulo válido, dejando en su lugar una inercia mecánica. De modo que haciéndolo no tan bien (o mejor: haciéndolo mal) quedaba una razón genuina para seguir adelante: justificar o redimir con lo que escribo hoy lo que escribí ayer». Por eso, precisa Aira, «me siento vagamente insultado, siento el riesgo de una mutilación, cuando alguien se toma en serio un libro mío. Querría prevenirlo contra ese error, y no encuentro otro modo de hacerlo que publicando un libro más». Un lema de Osvaldo Lamborghini, uno de sus maestros, resume este procedimiento: «Primero publicar, después escribir». Ante una obra tan profusa como la de Aira, se cae fácilmente en la tentación de presumir que no puede ser buena (él dice que no lo es, pero los que lo hemos leído sabemos que miente), porque un tópico muy arraigado nos lleva a pensar que la cantidad está reñida con la calidad y que, si alguien escribe tanto —y, además, sin corregir nada, en la «improvisación absoluta», como también afirma en el artículo—, es en demérito de su valor. Pero este tópico —interesado, como todos los tópicos— los han difundido los perezosos, con la complicidad de los estreñidos. No por escribir más se es peor escritor; ni por escribir menos, mejor. Es decir, la cantidad no tiene nada que ver con la calidad. Goza de un prestigio no siempre merecido el autor que segrega unos pocos títulos a lo largo de su vida, o apenas alguno, o, en algún caso incluso, ninguno. Yo he conocido a unos cuantos que se proclamaban poetas y que —y esto es lo más sorprendente— eran reconocidos como tales por los demás, pero que carecían de obra, o cuya obra se limitaba a dos cuadernillos, una separata en una revista provincial o un librito de cuarenta y ocho páginas con un tipo catorce de letra, interlineado doble, márgenes generosos y un prólogo de doce páginas de algún amigo. Esos magros frutos de su magín, sin embargo, se presentaban como el precioso, como el exquisito destilado de un ingenio superior. El poeta demostraba con ello ser un espíritu creador en busca de la perfección, aplicado, como un orfebre obsesivo, a la talla y pulimento de una obra insuperable. Yo, en cambio, los veía más bien como a pigmeos estéticos que expelían, con gran esfuerzo y tras innumerables retortijones, una lacónica deposición. Es verdad que algunos autores de grandes libros han escrito poco o muy poco. El más conocido es Juan Rulfo, que con una novela y un puñado de cuentos se ha ganado un lugar indeleble en la literatura universal (aunque en la literatura universal no haya lugares indelebles; pero esto da para otro artículo). O, en España, Claudio Rodríguez, que, con seis libros en cincuenta y dos años, labró una poesía de altísimo vuelo y, a la vez, gran hondura. (No incluyo en esta breve lista a quien suele encabezar las nóminas de autores excelentes con muy escasa obra, Jaime Gil de Biedma, que solo publicó tres poemarios en vida, porque Gil de Biedma no me parece, ni mucho menos, un autor excelente, sino más bien mediocre). Pero también es verdad que otros escritores han sido prolíficos sin que la calidad de su obra se haya resentido. Marcel Proust escribió los siete gruesos volúmenes (más de 3.000 páginas de apretada prosa) de En busca del tiempo perdido con un aliento magnífico, que nunca decae. Juan Ramón Jiménez, autor de algunas de las cumbres de la poesía en español del siglo XX, como Diario de un poeta recién casado, Segunda antolojía poética o Espacio, publicó treinta y un poemarios en cincuenta y ocho años (a razón de uno cada año y medio), y tras su muerte han aparecido, hasta hoy mismo, más libros y poemas suyos. Neruda fue también hombre de creatividad incontenible y altura acreditada: sesenta y seis títulos, algunos tan extraordinarios como Residencia en la tierra o Canto general, llevan hoy su firma. Y Lope de Vega, cuya fecundidad era tal que alardeaba de que más de cien obras «en horas veinte y cuatro, / pasaban de las musas al teatro»: 3.000 sonetos y varios centenares de comedias (1.800, según el hiperbólico Juan Pérez de Montalbán) lo contemplan. Todos ellos hicieron lo que se supone que un escritor ha de hacer: escribir. Usaron de su convicción en el placer y el valor de la literatura, del talento que la naturaleza les había concedido, aguzado por la lectura y el estudio, y de su capacidad de trabajo para crear una obra sobresaliente, en cantidad y calidad. No disimularon la holgazanería ni la cortedad de sus aptitudes con la monserga de la obra escasa pero excelente. Cuando es escasa, suele ser también escaso el cacumen de quien la crea. César Aira lo sabe bien, aunque él diga que lo suyo es una huida hacia delante.
Gran artículo y muy didáctico.
ResponderEliminarAy,Gil de Biedma, mediocre.
ResponderEliminarNo me digas esas cosas, Eduardo.
Un abrazo lleno de cariño.