Una biblioteca es un caparazón: contiene la vida y la protege. Y, como los buenos caparazones, luce surcos, melladuras y excoriaciones, pero también armonía. Hasta las bibliotecas más caóticas revelan, con los años, un equilibrio subyacente que encauza las turbulencias del carácter, los meandros del gusto y los accidentes de la vida. La mía empezó en lo alto de un armario: allí guardaba mi padre los pocos libros que conservaba, junto con alguna revista sueca de señoras sin ropa. Mi padre era un lector voraz, pero también un hombre con poco apego a las cosas. Así que revendía los libros o los regalaba. Salvo algunos: aquellos que yo descubrí un día en el armario y uno que siempre rondaba por casa, y que ambos pasábamos muchas tardes leyendo: Las mil mejores poesías de la lengua castellana, de la editorial José Bergua, en su decimocuarta edición. De aquel hallazgo mobiliario y los versos compilados por Bergua nació mi amor por los libros y, sospecho, también por la literatura; y mi biblioteca, en cuyos primeros estantes había no pocos títulos de Agatha Christie, Vicki Baum, Lajos Zilahy y Sven Hassel, amén de las beneméritas entregas de Asterix, pero que, poco a poco, fueron sustituidos —no todos: aún conservo al galo irreductible y los polvorientos ejemplares de Agatha Christie, de la editorial Molino— por autores menos bestseléricos. Para formar mi biblioteca adulta, la que ahora me rodea —y me protege—, nunca he seguido un plan preconcebido: he obrado por acumulación. Una acumulación que a veces ha tenido carácter de riada, y otras de flujo freático o de goteo. Primero amontoné libros de prosa, sobre todo, novelas y cuentos. Luego, conforme me enredaba en la feliz telaraña de la poesía, me decanté por los libros de versos, que crecieron, metastásicamente, hasta ocupar la mayoría de los anaqueles; a su rebufo crecieron también los libros de ensayo literario. Y así han seguido, en esencia, las cosas hasta hoy. Toda biblioteca es un ejercicio de crítica literaria, decía Borges. Por eso tengo a la poesía más cerca que a la prosa. Y por eso algunos autores, poetas o narradores, ocupan mis baldas centrales: Juan de Yepes, Cervantes, Proust, Paz, Gamoneda, Borges, Valente, Perse, Álvarez Ortega, Vallejo, Neruda, Juan Ramón, Whitman. Estos ocupan sus metros cuadrados por derecho. Todos los demás lo hacen por orden alfabético, que es el único orden que ordena algo, a mi juicio, aunque implique periódicamente un gran esfuerzo físico: el que requiere esponjar el espacio para que cada libro encaje en su sitio. En esos momentos de mudanza, me siento como un estibador de la literatura. Pese a la división general por géneros —aunque la poesía no lo sea— y al sostén del abecedario, reservo secciones para temas concretos que son o han sido de mi interés: historia, arte, novela policíaca, filosofía, tebeos, Inglaterra, ateísmo. No mantengo ninguna sección erótica —el sexo está sobrevalorado—, pero sí una en la que conservo todos los libros que publiqué cuando era director de la Editora Regional de Extremadura. Durante mucho tiempo, he mantenido también una egoteca y una bodrioteca. La primera la conservo, cómo no. De la segunda me he deshecho: aunque era divertido, y muy didáctico, picotear de vez en cuando en aquella bazofia, al final me dio pena ocupar tanto espacio con basura y no disponer de más para, por ejemplo, Paul Celan, Alejandra Pizarnik u Olga Orozco.
Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
domingo, 9 de enero de 2022
Mi biblioteca
Guía espiritual
Miguel de Molinos
(edición de José Ángel Valente; Barral, 1974)
Descubrir la prosa desnuda y encendida del quietista español fue como un bofetón, pero un bofetón que me dejó aterido y como flotando. Su credo religioso —que le valió las mazmorras de la Inquisición, donde murió en 1696— me importaba poco, pero su escritura no solo me deslumbraba: me taladraba, sin dejar de acariciarme. Y era poesía: las frases de Molinos son versos, aunque él no quisiera que lo fuesen, o ni siquiera percibiera que lo fuesen —como Ramon Llull con el Libro de amigo y amado o Wittgenstein con su Tractatus—. Molinos debería estudiarse en todas las facultades de letras y escuelas de escritura en español del mundo si se quiere disfrutar de, y aprender a manejar, un castellano incandescente y delicado, sin tacha.
Epístolas morales a Lucilio
Séneca
(edición y traducción de Ismael Roca Meliá; Gredos, 1986)
El estoicismo —es decir, la sensatez, la ecuanimidad, la elegancia— del hispano Séneca me sirvieron, en un momento difícil de mi vida, como varios años de psicoterapia o un cargamento de váliums. Las cartas que integran el volumen son un ejemplo de hondura moral, expuesta con una prosa tan limpia y equilibrada como los propios dictámenes éticos. Y hoy siguen vigentes: muchos de los consejos que el viejo filósofo da al joven Lucilio son tan aplicables en nuestros días, azotados por la corrupción y la banalidad, como en el siglo I. Siempre que necesito una lectura que me ilumine y sosiegue, vuelvo a las epístolas, que me hablan como lo haría alguien que me respetara y me quisiera.
En busca del tiempo perdido
Marcel Proust
(traducción de Pedro Salinas, José María Quiroga Pla y Consuelo Berges; Alianza, 1981-1984)
Hace cuarenta años, un compañero de la facultad de Derecho me habló, entusiasmado, de Proust, de quien yo apenas sabía nada. Leí los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido entre el verano y el otoño de 1984, arrebatado por una fascinación creciente, turulato por que el mundo que describía Proust hubiese existido y por que él lo hubiera descrito de aquel modo suntuoso. Me pasó al revés que a la mayoría de personas que conozco que han abordado la magna heptalogía: el caracoleo interminable de la prosa de Proust —que se riza en análisis psicológicos de una riqueza inigualada— no solo no me espanta, sino que me atrae: me atrapa. A mí me gustaría que Proust no dedicara solo cincuenta páginas a describir cómo espera a que su madre vaya a darle un beso de buenas noches, sino cien, doscientas más. La vida, todos los momentos de la vida, la infinita plenitud de la vida, vuelta palabra, palabra sin fin.
Canto general
Pablo Neruda
(Bruguera, 1980)
Durante mucho tiempo, Neruda me pareció el arquetipo del poeta, como Whitman —con quien tanto tiene que ver— se lo había parecido a Borges: el inspirado por Dios, aunque Dios no exista; el cantor poderoso; el que atravesaba las cosas con la mirada, y veía al otro lado. Leí el Canto general un verano sudoroso, en la soledad exaltada de mi habitación, apabullado por la exuberante arquitectura del poemario, por la coherente multiplicidad de voces, por los colores vivísimos de las escenas, por el torrente rítmico y sintáctico, por la evidencia de que todos los asuntos de la historia —y, por lo tanto, cualquier asunto— podían convertirse en gran poesía. El Canto general también me enseñó, y no fue lo menos importante, a luchar con el verso contra la injusticia.
El mono gramático
Octavio Paz
(Seix Barral, 1974)
La lucidez de Octavio Paz es ilimitada, y en El mono gramático —metáfora del ser humano— se plasma en un libro radiante, mezcla de ensayo, poesía, tratado filosófico y diario de viaje. A partir de sus experiencias en la India, Paz dibuja un vasto fresco de las relaciones del lenguaje con el mundo fenoménico y consigo mismo, y traba una escritura de tanta fuerza lírica como penetración intelectual. El lenguaje estalla o se enreda como si estuviera compuesto por lianas o exóticas inflorescencias. Pero la llamarada y la meditación cohabitan como si estuvieran hechas la una para la otra. La edición príncipe del libro incluye fotos con imágenes de l0s paisajes y las gentes de la India, cuyo hechizo se suma al de un libro clarividente.
En las cimas de la desesperación
Emil Cioran
(traducción de Rafael Panizo; Tusquets, 1991)
Otro paradigma de la inteligencia, como Paz o Valéry, que decía: «La estupidez no es mi fuerte». La de Cioran corta hasta el hueso, y el hueso mismo: desprecia el lugar común, el lenguaje de madera, la cháchara, el aderezo, la nada —él, un nihilista—. Hasta cuando es frívolo, es brutal. Se asoma a la realidad cruda de la insignificancia, la soledad, el sufrimiento y la muerte, y describe un panorama de vívida desolación, que es el más propiamente humano. Pero, paradójicamente, esa mirada desesperanzada —la esperanza es un gran camelo— no produce tristeza, sino una claroscura exaltación, una agria alegría. Cioran es un gran humorista. Es imposible estar En las cimas de la desesperación y no reírse.
Poesía
San Juan de la Cruz
(edición de Domingo Ynduráin; Cátedra, 1990)
La poesía de Juan de Yepes es un milagro: acaricia y golpea, hace levitar y hunde en el barro, pero deja siempre un poso de plenitud, alada, ingrávida. La mezcla de escuelas y tradiciones que se verifica en su obra, tamizadas por una sensibilidad excepcional y una fe sin reparos, por muchas desgracias que sufriera el poeta —y la Inquisición le deparó unas cuantas, como a Molinos—, conduce a un decantado alquímico, pleno de símbolismo y sensualidad, y susceptible de múltiples interpretaciones. El Cántico espiritual y la Noche oscura del alma beben del Cantar de los cantares, que es una de las mayores piezas eróticas de la literatura universal, el único libro de la Biblia que puede leerse sin dolor y el único del que pueden disfrutar los fieles de todas las religiones.
Anábasis
Saint-John Perse
(edición y traducción de Enrique Moreno Castillo; Lumen, 1988)
Saint-John Perse (a quien yo quería parecerme cuando fuera mayor: se pasó la vida viajando, teniendo amores y escribiendo poesía, aunque también sufrió el exilio y a los nazis) es un reconstructor del mundo. Su poesía ordena la realidad con la ayuda del lenguaje de las ciencias —la botánica, la geología, la arquitectura, la náutica, la astronomía—, aunque nunca sepamos de qué está hablando, ni falta que hace. Su ordenación es verbal, pero tan convincente como el suelo que pisamos. Las civilizaciones y los paisajes más remotos acuden a su llamada y se disponen en los poemas, tumultuosos, respiratorios, habitados por una muchedumbre de seres y acontecimientos.
La invención de la muerte
Manuel Álvarez Ortega
(Rialp, 1964)
Álvarez Ortega —así firmaba sus libros— construyó, a lo largo de setenta años, una obra que se apartaba de todas las corrientes poéticas predominantes en España. Fuertemente inspirado por los simbolistas y surrealistas francófonos, así como algunos expresionistas centroeuropeos y Sigmund Freud, labró una poesía irracionalista y poderosa, de contornos épicos, pero también intimista, introspectiva. Fue veterinario militar, comunista y candidato al Nóbel; y también un solvente traductor del francés. Con Invención de la muerte obtuvo el primer accésit del Premio Adonáis en 1963, el año en que ganó Félix Grande. Leí el libro —y toda su poesía, de hecho— con asombro: de no saber de dónde había salido aquel poeta desconocido para mí, ni cómo había podido escribir aquellos poemas feroces y susurrantes, entrelazados por una música que hipnotizaba.
[Este artículo —dividido en una presentación y una relación de los libros fundamentales de mi biblioteca— se publicó en El Ciervo, nº 790, noviembre-diciembre 2021, pp. 36-37, gracias a la generosidad de Jaume Boix y Eugenia de Andrés]
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