martes, 1 de marzo de 2022

Stalin, poeta

Iósif Stalin ha sido el segundo mayor asesino de la historia. Se le atribuyen 23 millones de muertes a consecuencia de la Gran Purga —o Gran Terror— que desató en los años 30 y de las hambrunas causadas por sus enloquecidos planes quinquenales de industrialización en esa misma década. Luego vendría la Segunda Guerra Mundial. Stalin dejó entonces de matar compatriotas —directamente, al menos— y se dedicó a matar nazis, aunque a la población eso no la consoló mucho, puesto que los nazis pasaron a matarlos también a ellos. A mucha distancia de Stalin se encuentra el principal sacamantecas de la historia, Mao Tsé Tung, con entre 49 y 78 millones de muertos imputables. La medalla de bronce de esta infame clasificación corresponde a Hitler, que solo liquidó a 17 millones. Pero el dictador soviético, antes de hacerse un virtuoso de la matanza, fue poeta. O quizá sea más exacto decir que escribió poemas. Seis, en concreto. Poemas delicados, aunque también enérgicos, en alabanza del paisaje, la historia y la literatura georgianas. Porque Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, pronto rebautizado como Stalin —que significa «hombre de acero»—, fue, en su juventud, un exacerbado nacionalista georgiano y un escritor en ciernes. En 1895, cuando estudiaba para cura en el seminario de Tiflis, escribió un puñado de poemas que ofreció al poeta más aclamado del país, el príncipe Ilya Chavchavadze, el cual, con encendida admiración por los versos que le tendía aquel «joven de los ojos ardientes», decidió publicar cinco en el principal periódico de Georgia, Iveria (que significa «Georgia», sin que el término tenga nada que ver, que yo sepa, con el nombre de nuestra península), bajo el seudónimo elegido en aquella ocasión por Stalin, Soselo. Los poemas cosecharon un gran éxito y hasta fueron recogidos en obras de referencia, como la que publicó sobre teoría de la literatura, en 1901, otra respetada figura pública, Mijail Kelendzeridze —que presentaba la pieza seleccionada como uno de los mejores ejemplos de la literatura georgiana clásica—, o la antología de poesía georgiana, de 1907, asimismo compilada por Kelendzeridze, en la que incluyó otro poema de Stalin, dedicado a otro príncipe del país, Raphael Eristavi. La poesía estaliniana se consideró edificante también para los niños, y el poema «Mañana» se incluyó en la edición de 1916 de la antología infantil de poesía georgiana Deda Ena, y siguió apareciendo en ediciones posteriores hasta los tiempos de Brezhnev, aunque no siempre atribuido a Stalin. En este poema, «Mañana», se conciertan la exaltación romántica y el didactismo patriótico y moral, bajo el paraguas de una tradición en la que confluyen las influencias persas, bizantinas y de la propia literatura georgiana. Visto hoy, todo muy kitsch y paisajístico, casi folclórico. «El capullo rosado se ha abierto», escribe Stalin-Soselo, y «agitado por una ligera brisa, / el lirio del valle se ha inclinado sobre la hierba». Luego aparecen en el poema alondras que sobrevuelan las nubes y «ruiseñores de dulce trino / que cantan una canción a los niños desde los arbustos». El poeta concluye la primera parte del poema expresando unos deseos entrañables: «¡Florece, oh, Georgia mía! / ¡Que la paz reine en mi tierra natal! / ¡Y que vosotros, amigos, hagáis renacer / nuestra patria por el estudio!». Otro poema es también muy significativo, «En esta tierra», que constituye, a la vista del sangriento desempeño posterior de Stalin, una suerte de aviso para navegantes. En esta composición, un profeta errante, en cuyas canciones, tocadas con un laúd y puras como el resplandor del sol, se contienen «la verdad misma y sublimes sueños», es repudiado por sus compatriotas, que, en lugar de concederle la gloria, le dan a beber una copa de veneno y le piden que la apure hasta las heces: «No queremos tu verdad», confiesan, «ni tus cantos celestiales». Al profeta, pues, como sugiere el poema, solo le cabe esperar de sus compatriotas la incomprensión, el desprecio y la muerte. Y Stalin, ya erigido en profeta del comunismo, se evitará esa decepción dando matarile a todo el mundo antes de que le den matarile a él. Pese a la popularidad de que gozaron estos poemas adolescentes, Stalin no siguió en la poesía. La lucha política, y luego el genocidio, lo absorbieron por completo. No solo no volvió a escribir versos, sino que nunca quiso que los publicados en Iveria se tradujeran al ruso ni se publicaran de nuevo, y ni siquiera reconoció su autoría. Cuando, en 1949, el siniestro Laurenti Beria, para celebrar el septuagésimo aniversario de su amado líder, encargó en secreto la traducción de los poemas a escritores de la talla de Boris Pasternak y Arseni Tarkovski, el proyecto quedó interrumpido: Stalin se había enterado de la iniciativa y dio orden de abortarla. Era comprensible que no le pareciera adecuado que se diese a conocer alguno de sus poemas, como el dedicado al príncipe Eristavi: cualquiera que hubiese publicado, bajo su gobierno, un elogio así de un aristócrata zarista habría acabado en Siberia, si no bajo tierra. Pero su renuncia a la poesía obedecía a razones más prácticas, vinculadas con el carácter: «Perdí el interés por la poesía», le confesó a un amigo, «porque escribir versos requiere toda la atención de uno, un montón de paciencia, ¡maldita sea! Y en aquellos días [los del seminario de Tiflis] era yo como el azogue». Stalin, en efecto, aplicó toda su atención y toda su paciencia al establecimiento de la dictadura del proletariado y al exterminio de cuantos se opusieran a ella. Como Mao, por cierto, que también fue poeta. Pero el Gran Timonel, a diferencia de Stalin, no dejó nunca de escribir poesía. Es curiosa esta inclinación de los criminales históricos más sanguinarios por pergeñar versos. Mussolini también escribió algunos. Y Gadafi. Y Sadam Huseín. Y Pol Pot (otro que aparece en el ranking de los peores genocidas, con cerca de dos millones de fiambres). Y el emperador Hiro-Hito. Y Kim Il-sung. Y Radovan Karadžic. Y el imán Jomeini. Y yo que siempre he pensado que la poesía nos hacía mejores personas. O que la escribíamos porque éramos mejores personas. Qué tonto he sido.

[Este artículo se publicó, con el título de «Stalin, otro dictador que escribió poesía», en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 11 de febrero de 2022]

1 comentario:

  1. Gran artículo y muy didáctico. Sabía que Stalin respetaba y temía a los escritores, e incluso su gusto por la poesía, pero desconocía la antología de esos seis poemas y que hubiese destacado como vate. Un saludo.

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