viernes, 17 de junio de 2016

Recuerdos de Londres

Veo Londres, como todo el mundo, por la televisión. Es un decorado: los corresponsales de las diferentes cadenas cuentan las noticias sobre Inglaterra abundan estos días las referidas al Brexit, el referéndum instigado por la ultraderecha y aceptado por la derecha, para que los británicos decidan si quieren volver a la espelunca de su britanicidad  (aunque excursionen o incluso residan en las costas de los países mediterráneos) o prefieren seguir mezclándose con gente sospechosa y meridional y, mientras lo hacen, yo veo pasar a su espalda los autobuses rojos de dos pisos, o los taxis negros, o gente encorsetada o, por el contrario, excéntricamente anárquica como con la que me cruzaba yo todos los días en las calles de la ciudad. Muchos llevan paraguas, porque llueve o amenaza lluvia, y con eso también había de convivir casi todos los días en la ciudad. Tengo sentimientos ambivalentes: no añoro la dureza de Londres, sus prisas, sus muchedumbres, su hostilidad; ni el clima, of course; ni los precios, disparatados; y menos aún echo en falta la frialdad de sus gentes, aunque, si lo pienso bien, esto no podría echarlo en falta en ningún caso: para añorar algo de la gente, aunque sea negativo, has tenido que conocerla, y los ingleses no se dejan conocer; al menos, yo no he encontrado la forma de hacerlo. Tampoco siento ninguna necesidad de reencontrarme con hábitos irracionales y que deploraba, como la locura del alcohol o la locura del fútbol, ni con el peso abrumador de la norma, en lo público y lo privado, ni con la rigidez y sequedad de las convenciones sociales. Sin embargo, en mi soledad emeritense, con sol a raudales y un trato más afable con las personas con las que me relaciono en el trabajo y en la calle, con precios (aunque también salarios) ridículamente bajos comparados con los londinenses, con migas extremeñas, y hermosas terrazas, y mujeres más hermosas todavía, a veces me vence la melancolía. Entonces recuerdo los paseos demorados y sin propósito por Battersea Park, que llegué a conocer como el traspatio de mi casa, y el fluir imprevisible del vecino Támesis, que, por efecto de las mareas, a veces avanza al derecho y a veces, al revés. Todavía soy capaz de ver, en mi mente, los senderos y los arriates, los cisnes y las garzas del lago, las prímulas amontonadas en los setos, la esquemática rosaleda. En los respaldos de los bancos había placas, como pequeñas lápidas de hojalata, que recordaban a los difuntosin loving memory, etcétera y, en el jardín tropical, plantas enormes y flores inverosímiles. Aún me represento el camino de los cerezos, que en primavera estallaban de pétalos rosados, amontonados en nubes quietas. Y el viejo jardín inglés, de una paz infinita, atendido por solícitos voluntarios. Y la pagoda budista, que se alza, extraña y majestuosamente, en el centro de una verde maraña de plátanos y robles. Y no he olvidado mi afán imposible por descubrir el rincón del parque en el que, en 1948, una radiante mañana de primavera, cogidos ambos de la mano, Felicidad Blanc le confesó su amor, no menos imposible, a Luis  Cernuda. Sin embargo, percibo que muchos rincones se van ya diluyendo en la memoria, que ya no soy capaz de representarme aquello que conocía tan bien, porque lo recorría todos los días, y con esa pérdida siento que extravío también una parte de mí, de lo que tuve, o fui, o quise. Me gustaría volver a ver el río desde el balcón de nuestro primer piso, pequeñísimo, en Pimlico, y las gaviotas que lo alfileteaban, y los remeros que se deslizaban por él como si volaran, rubios y unánimes. Encuentro a faltar las calles amables con las que dabas, a veces, al girar una esquina, o adentrarte en barrio desconocido, con sus pubs con mazos de flores a la puerta, y sus tiendas de beneficencia llenas de libros, y sus iglesias victorianas y recoletas. Y ojalá pudiese volver a experimentar la paz que sentía cuando Ángeles y yo pasábamos la tarde en nuestro pub favorito, llamado también Pimlico, junto al fuego en invierno y a las ventanas abiertas en verano, y hablábamos de nuestras preocupaciones y nuestros sueños. Porque eso acaso sea lo que más añoro: la sensación de principio, de aventura nueva e intacta, de vida que renace. No importa que se frustrara al cabo de poco, como se frustran siempre nuestras esperanzas, como nos frustramos nosotros, envejeciendo y muriendo. La ilusión es inestimable y ambos estábamos llenos de ilusión: con casi cincuenta años, nos sentíamos otra vez al principio, aunque no supiéramos muy bien de qué. Cada momento era una posibilidad o un descubrimiento. Recorrimos las praderas interminables de Richmond, y nos cruzamos con amantes y con ciervos. Nos bañamos, desde el puente de Alberto o el de Chelsea, en las luces multicolores que se reflejaban en un Támesis negro. Pasamos tardes enteras con Goya, Turner y Rothko. Tomamos pasteles de zanahoria y té rojo en la casa de Dickens, y nos tumbamos en la hierba en la de Keats, a contemplar la nada. Admiramos la magnificencia del Parlamento (cuyo Big Ben se inclina inexorablemente; dentro de unos siglos, lucirá como la Torre de Pisa). Escuchamos a Purcell en Saint Martin-in-the-Fields. Pero, como dice el gran Rutger Hauer, en el papel del replicante Roy Blatty, en Blade Runner, todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. (La frase, tan cursi como sobrecogedora, no está en el guión, ni en la novela de Philip K. Dick en la que la película se inspira parcialmente, sino que fue improvisada por el actor). Hoy miro por la ventana y veo otros paisajes, otras personas, otro cielo. Me gustan: no dudo de haber vuelto a casa. Pero uno siempre vive donde ha vivido; uno siempre es de los sitios en los que ha enterrado su intimidad. Y Londres ha dejado en mí un poso de promesa, malandanza y amor.

5 comentarios:

  1. Una verdadera delicia. Hasta duele un poco.

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    1. Sí, la melancolía es lo que tiene: que agrada y duele.

      Besotes.

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  2. El recuerdo no deja de ser una pérdida, un intento desesperado de agarrar lo que se fue. Conservar esa experiencia en lo precario e inestable de un recuerdo es necesariamente triste; al menos tiene vd. la suerte de revivirla no solo en lo imaginario sino también en lo real de estas líneas.

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